Territorio, comunidad y alimentos para la vida

Idioma Español
País Ecuador

La historia de campesinas y campesinos es la historia de una larga conversación entre las personas y los seres que conviven en un territorio. Es la certeza de ser parte interdependiente en una casa común. Pero también es la historia de una interminable resistencia al despojo y la devastación; sobre todo, una inagotable lucha por la autodeterminación como condición de subsistencia y vida digna.

La conversación, la mutualidad, son el requisito básico de la construcción del territorio, esa base material e intangible donde se recrea la vida. Mediante esa conversación interminable los pueblos entienden el todo, se organizan y se cuidan, sueñan, hacen planes y los ejecutan juntos y con ayuda de la naturaleza. Ese diálogo les permite saber qué necesita la tierra, el bosque, el arroyo, la semilla para que puedan brindar a las personas sus frutos de vida; significa una escucha atenta de los tiempos, de los ciclos de los diversos pisos ecológicos y sus sistemas de organización. Significa cuidar, celebrar y agradecer. Significa tejer mecanismos de ayuda mutua permanente; pensamiento, trabajo, cuidado comunitario, crear y recrear saberes. Es un asunto cotidiano que resuelve las vidas de manera autónoma. Recrear la vida y el territorio es todo eso, ese complejo, denso y colorido tejido que incorpora todo en un solo cuerpo y se amplía y se encuentra con otros tejidos y teje nuevas redes y expande sus hilos.

En el mundo andino, ese tejido milenario se organiza de modo vertical, desde antes de la llegada de los españoles, antes incluso que los incas constituyeran su imperio. Redes de relaciones sociales, familiares y simbólicas establecieron mecanismos que les permitieran obtener alimentos y bienes desde el páramo hasta el mar y desde el mar (y más allá) hasta el páramo, teniendo como herramienta la reciprocidad y el intercambio entre iguales. Y pese a la enorme ruptura de ciclos, devastación y despojo que el capitalismo impuso con la Colonia y luego en la República, esos tejidos persisten, van y vienen, unos pueblos se exilian y otros vienen a ocupar el territorio y se reanudan los vínculos. Se reacomodan según cambian las circunstancias. Todo esto es el sustrato en el que germina la soberanía alimentaria que es precondición del derecho a la alimentación, a la salud, al intercambio justo, a la vida digna de las personas y la naturaleza.

La soberanía alimentaria se demanda como derecho cuando la conculcación del mismo se torna insostenible, cuando mueren de hambre millones de personas, muchas de ellas campesinas, productoras de alimentos; cuando deben enfrentar a un poder corporativo global que se apropia del alimento como mercancía, que controla su circulación, que se apodera de la fertilidad del suelo, que se adueña de la semilla, que desplaza campesinos y campesinas de sus tierras; en suma, cuando se rasga el tejido de la vida para instalar su agricultura industrial, su pozo petrolero, su minería a cielo abierto, su represa multimodal. Cada vez con más violencia y más poder de destrucción y con la colaboración de malos gobiernos.

Así es como volvemos a la historia campesina como historia de resistencia a la devastación; con mucho agravio y dolor de por medio, encaran su lucha con mucha creatividad, entereza y cuidado mutuo; con un volver una y otra vez a la gestión del territorio y al tejido comunitario como herramientas inagotables de respuestas y fortaleza.

Esto es lo que lo que nos cuenta el libro El alimento eje de la vida. Soberanía alimentaria en la pandemia Clave para tejer el futuro desde los pueblos, que nos presenta el Instituto de Estudios Ecologistas del Tercer Mundo de mano de Ana María de Veintimilla, Cecilia Chérrez y José Rivadeneira, que sistematiza el crítico momento de la pandemia desde la mirada de las comunidades y organizaciones en el territorio de Cotacachi, pueblos campesinos indígenas y mestizos de la zona andina y del subtrópico, donde la cuarentena desnudó todas las ausencias, omisiones, agresiones y despojos que desde el Estado o a través de él, se han venido ejerciendo en estas tierras —pero también puso en evidencia lo que es verdaderamente importante y quienes son los pilares de la vida.

Así vemos el accionar históricamente colonizador y adverso de los gobiernos nacional y local para con las comunidades, vemos también que la asamblea comunitaria, el tejido vertical de relaciones que permite el acceso compartido a los bienes de unos y otros ecosistemas desde tiempos inmemoriales, persisten con más vigencia que nunca; asistimos a sus luchas de resistencia contra la minería, por la recuperación de tierras de hacienda, sus propuestas de política local que pongan freno a la urbanización forzada de nuevos propietarios extranjeros o que declaren al cantón libre de minería, o libre de toda forma de violencia contra las mujeres. También su participación en paros y marchas para exigir el derecho a una vida digna. Resalta su persistencia en el cuidado de las fuentes de agua, de las semillas, en mantener un sistema de cultivo diverso y amoroso llamado chacra [o milpa], y su conquista del espacio urbano para ofrecer producto agroecológico. Su lucha por mantener los saberes del cuidado y la salud, sus propios espacios de sanación y conservación de la vida buena.

Toda esa persistencia y re-existencia cotidiana, para tomar decisiones sobre lo que les es pertinente, constituye la clave para enfrentar en indefensión la arremetida de la pandemia y resolver por medios propios sus vidas, su salud, su alimento. La experiencia de Cotacachi muestra tejidos vivos que se activan, se encuentran y resuelven sobre sus vidas pese a condiciones siempre adversas que les son impuestas sistemáticamente. Guardar semilla y nunca descuidar el cultivo de la chacra permitió garantizar alimento para la gente misma, para las comunidades con menos tierra y menos producción, para la población urbana; intercambiar alimentos, plantas medicinales y semillas, y hasta donar alimentos en las ciudades más grandes.

Para lograr esa rápida respuesta a la adversidad, han debido conservar sus saberes y tecnologías, sus cuidados de la tierra y sus tejidos comunitarios, cada día de sus vidas, al mismo tiempo que han tenido que luchar contra el despojo y la deshabilitación, una lucha cada vez más difícil y más adversa; pero, ¿cómo si no podrán seguir ejerciendo su soberanía alimentaria?

Esta experiencia, contada en detalle, muestra lo ocurrido a lo largo de las comunidades andinas y su tejido territorial extendido hacia las estribaciones y el subtrópico. Las decisiones comunitarias de autocuidado, la activación de los saberes locales sobre las propiedades curativas de las plantas y otras terapias, las estrategias que garanticen el alimento en todas las familias y comunidades, las estrategias de intercambio con las organizaciones de Intag en el subtrópico. La acogida de los migrantes retornados.

La lucha por el derecho a la atención del Estado. Pero la lucha por la soberanía alimentaria se libró también en sectores populares de las grandes ciudades. Ya desde antes de la pandemia, colectivos urbanos venían luchando contra la discriminación geográfica alimentaria también dentro de las urbes: por que el alimento sano, agroecológico, no sólo esté al alcance de sectores pudientes; por que la mediación de las cadenas agroalimentarias no impidan el acceso directo a alimentos campesinos. Estos colectivos venían organizando ferias agroecológicas en los barrios populares, estableciendo redes de confianza con organizaciones campesinas productoras de alimentos diversos. Vínculos directos, con precios justos. Vínculos también para aprender mutuamente, para reconocerse mutuamente en el origen común como campesinos. Para escamotear ese extrañamiento impostado de la ciudad con el campo.

Pese a la persecución y a las políticas discriminatorias que durante la pandemia impidieron la realización de ferias, la redes siguieron funcionando, los colectivos urbanos organizaron sistemas de entrega a domicilio con el producto campesino y pelearon para obtener nuevamente permisos, sorteando todos los obstáculos y requisitos impuestos, que no se pidieron a los supermercados. En fin, esos tejidos continúan, se van ampliando, se fortalecen poco a poco, construyen corresponsabilidad y autonomía; construyen soberanía alimentaria y, por añadidura, sostienen las movilizaciones campesinas e indígenas que llegan a las grandes ciudades.

Comparto con el libro y con las comunidades la certeza de que sus sistemas alimentarios funcionan, son tecnológicamente eficientes, son socialmente dignificantes y garantizan la vida. Lo han hecho a pesar de que la guerra silenciosa y sistemática contra el campesinado no para y su poder devastador es cada vez mayor.

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Fuente:  Revista Biodiversidad, sustento y culturas #115

Temas: Agricultura campesina y prácticas tradicionales, Movimientos campesinos

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