Qué son los bienes comunes y por qué constitucionalizarlos

Idioma Español
País Chile

En comparación con lo que entendemos por cosas públicas o privadas, existe otro tipo de bienes esenciales para la existencia humana y ecosistémica, y que deben quedar «a salvo de intromisiones por parte de toda clase de agentes, ya sean privados o estatales», se expone en esta columna sobre el debate constituyente en desarrollo en Chile.

Por Constanza San Juan, Luis Lloredo y Ana Timm

La expresión «bienes comunes» está siendo parte de la deliberación constitucional. Se trata de una innovación que materializa un compromiso real de respeto y protección de los ecosistemas. No siempre ha sido bien comprendida por nuestras élites políticas y jurídicas, que tienden a interpretarla como un añadido ornamental y vacío de significado, y no con la profundidad que merece. De hecho, es una de las propuestas potentes de esa Constitución ecológica que impulsa parte de la Convención Constituyente (CC), y apunta a dar una respuesta acorde a la gravedad de la crisis ecológica y climática.

La categoría de bienes comunes se desarrolla desde el siglo III D.C. en el Derecho Romano [1]. Actualmente, permite sustentar una propuesta crítica a la distinción entre bienes públicos y privados y sus diversos regímenes de dominio, distinción que ha demostrado ser insuficiente para resguardar bienes esenciales para la existencia humana y ecosistémica, debido a por lo menos tres razones:

1. Porque la lógica mercantil de la propiedad privada ha conducido a la comercialización de elementos que son indispensables para la vida de las comunidades humanas y no humanas (agua, bosques, semillas, praderas, costas, acuíferos, glaciares, entre otros), lo cual ha desencadenado un frenético proceso de explotación y expropiación de bienes naturales que está perjudicando gravemente a las generaciones presentes.

2. Porque esa mercantilización (incluida la especulación financiera) se produce en el marco de una dinámica extractivista que tiende a expoliar sistemáticamente los bienes naturales sin tener en cuenta la capacidad reproductiva de los ecosistemas. Esto contribuye a transformaciones en los usos del suelo, a una pérdida vertiginosa de biodiversidad y al alza de la temperatura, entre otras consecuencias del cambio climático. En este sentido, también es el bienestar -la vida, al menos- de las generaciones futuras lo que está en juego.

3. Porque el Estado de Chile ha consentido y colaborado con los dos procesos anteriores, convirtiéndose en uno más de los agentes económicos que operan en el mercado mundial: ha vendido bienes públicos, sentado bases normativas para la privatización de elementos esenciales para la subsistencia y desarrollado empresas extractivas violentas para comunidades y ecosistemas, entre otras políticas que comprometen los derechos de las personas. En este sentido, el concepto jurídico de bienes públicos no parece haber servido como dique de contención frente a la lógica del beneficio privado.

Por estas razones, la noción de bienes comunes se propone como una categoría alternativa que configura un marco jurídico idóneo para la protección de bienes que es urgente cuidar y regenerar, pues nuestra existencia depende de ellos: somos ecodependientes de la Naturaleza y formamos parte de este sistema interrelacionado de vida.

Es muy importante insistir en lo siguiente: los bienes comunes deben configurarse como no apropiables por los mercados, pero tampoco por el Estado. De ahí que la propuesta define al Estado como «custodio», y no como titular o propietario de los mismos. Eso significa, entre otras cosas, que el Estado tiene deberes, pero no derechos respecto de tales bienes. Dicho de otro modo: si realmente queremos asegurar la protección de esos elementos fundamentales para la reproducción de la vida en este planeta, debemos desembarazarnos de la idea del «Estado-amigo» y empezar a fiscalizar severamente la actuación de las instituciones estatales [2]. No se trata de confiar en el Estado como un agente tutelar de la naturaleza sino de idear instituciones jurídico-políticas que eviten la tentación -tanto pública como privada- de poner los bienes naturales al servicio del lucro o de intereses puramente coyunturales.

Precisamente eso es lo que aporta la noción de bienes comunes, frente a la categoría más clásica de los bienes públicos: un control reforzado de determinados elementos -naturales, en este caso- que invierten la relación del Estado con las cosas. De ser un ente plenamente soberano -es decir, que no reconoce sujeciones- a ser un ente sujeto a límites intraspasables, que en este caso son límites ecosistémicos: hay bienes demasiado importantes y delicados, que por lo tanto deben quedar a salvo de los giros de timón y de los cálculos políticos pasajeros que puedan llevar a cabo gobiernos de uno u otro signo.

Por ello el Estado debe asegurar la gestión participativa de los bienes comunes. Esta visión democrática es clave para diferenciarlos de los bienes públicos, que están gobernados por una lógica vertical-burocrática y no necesitan de la deliberación ciudadana para su gestión. En este caso, dado que las teorías de los bienes comunes parten de una sana desconfianza hacia la gestión tanto pública como privada, el desafío es generar una institucionalidad ampliamente democrática que fiscalice y apoye al Estado en su papel de custodio de éstos. Si bien esto podrá ser objeto de la legislación especial, es posible pensar en observatorios ciudadanos destinados a la toma de decisiones y a la gestión de esos elementos de la naturaleza que aspiramos a proteger desde la lógica de los bienes comunes.

El enfoque de los bienes comunes tiene otra virtud: su carácter pluricultural, ya que puede entenderse desde un enfoque occidental, pero también desde la cosmovisión de muchos pueblos originarios que atribuyen a la naturaleza una personalidad merecedora de tutela.

Por último, la propuesta contempla un régimen especial para algunos bienes comunes particularmente sensibles, en tanto sistemas indisolubles que prestan funciones ecosistémicas clave. ¿Quién podría entender que el aire fuera entregado a través de una autorización de uso? ¿O los glaciares? ¿O el fondo marino? (particularmente, en un contexto de crisis climática donde el océano debe ser protegido más que nunca como uno de los mayores sumideros de carbono).

¿Por qué bienes comunes y no bienes nacionales de uso público?

En el ordenamiento vigente, la categoría que más se podría parecer a la de bienes comunes son los bienes nacionales de uso público, que se encuentran regulados en nuestro decimonónico Código Civil como aquellos cuyo uso pertenece a todos los habitantes de la nación. No obstante, su reconocimiento no ha impedido la creación de un régimen de dominio que permite la apropiación privada sin límites, quedando en la práctica la categoría «bienes nacionales de uso público» en una mera enunciación retórica, totalmente incapaz de resguardar la protección de bienes que son esenciales para la sostenibilidad de la vida.

Este problema tiene una manifestación dramática en lo que sucede con el agua y la coexistencia contradictoria de su reconocimiento como bien nacional de uso público y el derecho real de aprovechamiento de aguas, cuya regulación y desarrollo ha permitido un proceso de mercantilización que ha derivado en uno de los conflictos estructurales más graves de vulneración de los derechos humanos en el país. Es decir, la experiencia ha demostrado que la categoría de bien nacional de uso público ha sido incapaz de sostener una regulación eficaz en la protección de bienes que son absolutamente esenciales para nuestros ecosistemas y comunidades.

Teniendo esto en vista es que se propuso la categoría de bien común, debido a su mejor capacidad como marco constitucional que deberá seguir desarrollándose en leyes posteriores. La diferencia central con los bienes nacionales de uso público es que los bienes comunes no podrán ser objeto de un régimen de dominio propio de propiedad privada y que el régimen de dominio público y la respectiva identificación de interés general no solo estarán sometidos a la decisión y gestión del Estado, sino también de quienes habitan los territorios.

¿Deben estar en la nueva Constitución?

Antes de concluir, presentamos algunas consideraciones respecto de la conveniencia de regular los bienes comunes en la Constitución. Uno podría pensar que la definición de los bienes, sus tipos y sus características es un asunto que atañe al Derecho Civil. Sin embargo, esta es una inercia histórica que hunde sus raíces en el hecho de que, en el siglo XIX, cuando se redactaron la mayoría de los códigos civiles, estos cumplían funciones que hoy entendemos como típicamente constitucionales. Las fuentes del Derecho, por ejemplo, suelen estar reguladas en códigos civiles, por la sencilla razón de que las constituciones decimonónicas tenían relevancia política, pero solo una débil eficacia jurídica. Se encomendaba al código, entonces, la definición de las fuentes del ordenamiento. Sin embargo, las cosas ya no son así porque el constitucionalismo del siglo XX aportó una conquista irrenunciable: el genuino valor normativo de toda Constitución.

Además, pensemos que el propio concepto de bienes comunes, tal y como lo hemos expuesto en los primeros párrafos, es particularmente coherente con la lógica del constitucionalismo. En efecto, si para algo sirve la categoría de bienes comunes, frente a aquella de cosas públicas o privadas, es para tutelar con especial escrúpulo y seguridad una serie de bienes que deben quedar a salvo de intromisiones por parte de toda clase de agentes, ya sean privados o estatales. ¿Y qué otra cosa es el constitucionalismo sino una herramienta destinada a blindar determinados bienes políticos, económicos o sociales del saqueo y la manipulación basados en intereses coyunturales?

Por lo tanto, si entendemos que los bienes comunes constituyen un acervo de bienes de cuya perdurabilidad y buena salud dependemos todos, y si convenimos en que estamos obligados a protegerlos de cualquier tentación de expolio, probablemente su constitucionalización sea una estrategia irrenunciable (aunque no la única) en aras de su salvaguarda. A fines del siglo XVII, John Locke sugirió que la vida, la propiedad y la libertad debían quedar a salvo de cualquier acuerdo social que aspirase a destruirlas [3]. Hoy, ya bien entrado el siglo XXI, este proyecto debe actualizarse: si nos tomamos en serio la vida y la libertad, son los bienes comunes -y no la propiedad privada- los que deben pasar a formar parte de esa esfera de protección privilegiada.

REFERENCIAS:

[1] MÍGUEZ, Rodrigo (2016). «De las cosas comunes a todos los hombres notas para un debate», en Revista Chilena de Derecho, vol. 41 nº1, p. 13. Disponible en línea.

[2] La crítica del Estado-amigo ha sido planteada por Ugo Mattei, vicepresidente de la Comisión Rodotà, que elaboró en Italia una propuesta de reforma del Código Civil para incluir en su seno la noción de bienes comunes, junto a la de bienes públicos y privados. MATTEI, U., Il benecomunismo e i suoi nemici (Torino: Einaui, 2015).

[3] LOCKE, J., Segundo tratado sobre el gobierno civil. Un ensayo acerca del verdadero origen, alcance y fin del Gobierno Civil. Trad., prólogo y notas de C. Mellizo (Madrid: Alianza, 2002).

Fuente: CIPER

Temas: Tierra, territorio y bienes comunes

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