¿Por qué las grandes granjas producen grandes gripes?
En una serie de artículos, analizaremos la relación entre el agronegocio, el sistema capitalista y la difusión de enfermedades contagiosas a nivel mundial.
Más allá de la cuarentena
La propagación del COVID-19 como pandemia a nivel mundial ha generado decenas de miles de muertos. Sin lugar a duda es un hecho único en la historia humana. No porque no hayan existido enfermedades contagiosas y virulentas antes, sino por la velocidad con la que se propagó por todo el planeta y por el hecho de confinar a, aproximadamente, un tercio de la humanidad a alguna forma de “distanciamiento social”.
El carácter único de esta situación no convierte, bajo ningún punto de vista, a su principal disparador, el coronavirus, en un agente imprevisto e inexplicable. Desde que la Organización Mundial de la Salud (OMS) definió como pandemia al COVID-19, han pasado al centro de la escena muchos epidemiólogos, virólogos y biólogos, dando explicaciones y opiniones sobre las perspectivas de cómo continuará la propagación. Sin embargo, algo que me genera particular incomodidad es que muy pocos han analizado las causas estructurales de la aparición de un virus que se suma, colocándose en primer lugar de una preocupante lista de enfermedades infecciosas: 2009 (Gripe Porcina), 2013 (H7N9), 2014 (Ébola), 2015 (H5N2), 2016 (Zika). Vayamos, entonces, a esa relación a partir de las elaboraciones de Rob Wallace.
Una ciencia no ’corporativa’
Rob Wallace es un biólogo evolucionista y filogeógrafo de la salud pública de origen norteamericano. Es miembro del Instituto de Estudios Globales de la Universidad de Minnesota. En el año 2016 publicó el libro Big Farms Make Big Flu (“Grandes granjas producen grandes gripes”), que está estructurado en siete partes a partir de una serie de ensayos en cada una de ellas, escritos desde el año 2009. Según sus propias palabras, en el libro hace foco en temas como la gripe en tanto objeto biocultural y antagonista sociopolítico, pero también profundiza en la agricultura, otras enfermedades infecciosas, la evolución, la resiliencia ecológica, la biología dialéctica, la práctica científica, y, la revolución (1). En este dossier publicamos uno de una serie de artículos que escribiremos reseñando el libro y, desde ya, invitamos a su lectura.
El libro de Wallace es sumamente interesante tanto para un público especializado en biología como para aquellos que, como quien escribe este artículo, no lo son y quieren conocer mejor el tema. El autor propone un abordaje de tipo interdisciplinar de la biología en general y del estudio epidemiológico en particular.
“Es en este contexto que dediqué toda mi carrera hasta ahora a aplicar mi entrenamiento en biología evolucionista al estudio de cómo las enfermedades infecciosas operan sobre un mundo intricadamente socializado por la historia humana. Los humanos crearon medio ambientes físicos y sociales, sobre la tierra y en el mar, que han alterado radicalmente las trayectorias a lo largo de las cuales los patógenos evolucionan y se dispersan” (2).
En una palabra, las enfermedades infecciosas no operan en el vacío, surgen, se desarrollan y son controladas (o no) en estrecha interrelación con el medio geográfico (natural y social). En la primera serie de artículos del año 2009, Wallace analiza el caso de la Gripe Porcina, que ese año se convirtió en pandemia a nivel mundial. Argumentando contra la aproximación que la OMS estaba teniendo a ella, afirma que
“De hecho, la influenza puede ser definida por su estructura molecular, por la genética, por la virología, por la patogénesis, por el huésped biológico, el curso clínico, el tratamiento, las formas de transmisión, y la filogenética. Ese trabajo es, desde ya, esencial. Pero al limitar la investigación a esos tópicos se pierden los mecanismos críticos que están operando en otros amplios niveles de organización socioecológica. Estos mecanismos incluyen cómo el ganado es adquirido y organizado a través del tiempo y del espacio. En otras palabras, necesitamos ir hacia las decisiones específicas que toman gobiernos y compañías particulares que promueven la emergencia de gripes virulentas. Pensar solamente de forma virológica hace desaparecer esas explicaciones, muy en favor de la industria porcina" (3).
Una advertencia como esta tiene gran actualidad, la ciencia y las universidades no pueden estudiar el COVID-19 sin prestar especial atención a esos ‘amplios niveles de organización socioecológica’ que determinan la aparición y difusión de enfermedades infecciosas.
Una industria de virus
Según Wallace, la aparición de una serie floreciente de nuevos subtipos de influenza capaces de infectar a los humanos, parece ser el resultado de una globalización concomitante al modelo industrial de producción de aves y cerdos.
“Desde los años ‘70, la ganadería de integración vertical se expandió desde sus orígenes en el sudeste de Estados Unidos a través del globo. Nuestro mundo está rodeado de ciudades de millones de aves y cerdos de monocultivo, apretados los unos a los otros, una ecología casi perfecta para la evolución de múltiples cepas de influenza” (4).
¿Cómo se explica esta relación? Los virus tienen un límite en su virulencia (mortalidad) patógena. Los patógenos tienen que evitar desarrollar tal capacidad de incurrir daño a sus huéspedes (animales o humanos) que los maten antes de poder saltar a otro huésped y así destruir su cadena de transmisión. Wallace explica que los virus despliegan agencia (aunque se disculpa por el antropomorfismo) y si “saben” que su próximo huésped está cerca del actual, pueden desarrollar su virulencia sin mayores problemas, ya que rápidamente pueden infectar al siguiente huésped. A mayor velocidad de transmisión, menor el costo de la virulencia. Si tenemos cientos de miles de cerdos y aves en granjas industriales, unos pegados a los otros, la capacidad de un virus de ir infectando rápidamente es obvia.
Nos movemos hacia uno de los elementos teóricos más importantes para pensar este problema. Wallace cita alguno de los análisis de Marx sobre la mercancía presentes ya en el Tomo I de El Capital. Hace referencia a que, según Marx, los capitalistas no producen mercancías porque éstas sean útiles (es decir, tengan valor de uso) sino porque en ellas se objetiva el valor (que luego debe ser realizado en el mercado). Esa es la característica más importante de la mercancía para los capitalistas. Cambiar la apariencia de cualquier mercancía para atraer a los consumidores puede parecer que tiene un efecto insignificante, pero ¿qué ocurre cuando, en la búsqueda de maximizar las ganancias, eso que se modifica no es un auto o un sillón, sino organismos vivientes, que respiran? Lo que ocurre es que al industrializar la producción de animales se industrializa también la producción de plagas. Por ejemplo, tradicionalmente la producción de gansos se realizaba durante una temporada del año, fuera de la cual, las cepas de gripe presentes en estos animales son extirpadas de forma natural por no estar en contacto con muchos otros gansos en el mismo espacio y no estar siendo comercializados. Actualmente, se producen durante todo el año de forma ininterrumpida, como ocurre con los cerdos y los pollos. Es decir, estamos ante una de las rupturas de los equilibrios naturales por parte del agronegocio. Doy tan solo un ejemplo más. Tomando datos que Wallace menciona en su libro, Estados Unidos pasó de producir 300 millones de pollos en manadas promedio de 70 en 1929, a producir 6 billones en manadas promedio de 30.000 en 1992 (5). Mantener un promedio de 30000 pollos, uno al lado del otro, genera la enorme posibilidad para los virus de contagiar a una manada entera muy fácilmente. Además, la industrialización de la producción animal tiene un carácter absolutamente internacional, animales vivos y alimentos producidos con ellos son transportados miles de kilómetros al rededor del mundo.
Esta masificación asombrosa se produjo de la mano de la llamada “Revolución ganadera” que transformó la cría de pollos, de una actividad doméstica o, a lo sumo, de pequeños productores, a una actividad de integración vertical donde una misma compañía controla y concentra todos los puntos de la producción bajo un mismo techo. Compañías como Tyson, Holly Farms y Perdue lideraron la nueva etapa en la segunda posguerra.
China, como epicentro de las enfermedades infecciosas, merece una mención especial. Con la restauración capitalista comenzada por Deng Xiaoping a fines de los años 70, las “Zonas Económicas Especiales” eran receptoras de una enorme cantidad de Inversión Extranjera Directa (IED). En los años 90, ya era el segundo país con mayor IED detrás de EE.UU., al mismo tiempo que la producción de aves crecía a un 7% anual. En el año 2008, la banca de inversión Goldman Sachs compró diez granjas de aves en Hunan y Fujian por 300 millones de dólares y, además, tiene una importante cantidad de acciones de grandes corporaciones productoras de carne en China y Hong Kong. Estos últimos datos son importantes para rebatir los argumentos de tipo trumpistas que definen al coronavirus como un “virus chino”. Ya que las grandes corporaciones norteamericanas no solamente crearon el modelo productivo del agronegocio que llevó a la difusión masiva de enfermedades infecciosas, sino que muchas de ellas tienen importantes inversiones en la producción de animales industrializados en distintas partes del mundo. Por no hablar de la responsabilidad del capital norteamericano en la proletarización hacinada de los millones de pequeños productores y campesinos chinos que, producto de la combinación de restauración capitalista, invasión de las inversiones extranjeras en agronegocio y privatización de la tierra, fueron despojados de ella.
¿Qué hacer?
Si reconocemos el peligro de continuar con un modelo de agronegocio que industrializa animales y por tanto industrializa virus, ¿cómo cambiarlo? ¿Cuáles son los equilibrios socioecológicos que debemos recomponer?
“En el largo plazo, debemos acabar con la industria ganadera tal y como la conocemos. Las influenzas emergen por medio de redes globalizadas de producción y comercio de feedlot corporativo, más allá de donde evolucionan por primera vez cepas específicas. Con rebaños mezclados de región en región- transformando la distancia espacial en conveniencia just-in-time- múltiples cepas de influenza son continuamente introducidas en localidades llenas de animales susceptibles. Tal exposición puede servir como combustible para la evolución de una virulencia viral. Al superponer las unas a las otras a través de los enlaces de las cadenas de suministro del agronegocio trasnacional, las cepas de influenza también aumentan la posibilidad de intercambiar segmentos genómicos para producir una recombinación para una potencial pandemia” (6).
La industria ganadera como la conocemos hoy es incompatible con la salud pública, además de provocar enormes daños ecológicos y proveer una alimentación de mala calidad. Muchas de las millones de personas que necesitan alimentos en las ciudades (este es el argumento de los defensores del agronegocio), no los necesitarían si no hubieran sido expulsados de sus tierras. Sin embargo, la salida que propone Wallace no es el fin del comercio global o una vuelta a la pequeña granja familiar, sino crear múltiples escalas protegidas de agricultura. El autor también toma propuestas de los estudios realizados por Richard Levins en Cuba.
“En vez de tener que decidir entre una producción industrial de larga escala o una aproximación apriorística de ‘lo pequeño es hermoso’, consideramos la escala de la agricultura como dependiente de las condiciones sociales y naturales, con unidades de planificación unidas a muchas unidades de producción. Las diferentes escalas de agricultura se deben ajustar a las cuencas hidrográficas, a las zonas climáticas y a la topografía, a la densidad poblacional, a la distribución de recursos disponibles, y la movilidad de las pestes y sus enemigos. A los retazos aleatorios de agricultura campesina, constreñidos por la tenencia de la tierra y por los paisajes destructivos de la industria ganadera, serán ambos reemplazados por un mosaico planificado de usos de la tierra en el cual cada espacio contribuye con sus propios productos pero también asiste en la producción a los otros espacios: los bosques dan madera, combustible, frutas, nueces y miel pero también regulan los flujos de agua, modulan el clima hasta una distancia de diez veces la altura de los árboles, crean un microclima especial a favor del viento desde los bordes, ofrecen refugio para el ganado y los trabajadores y proveen un hábitat para los enemigos naturales de las pestes y los polinizadores de las plantaciones. No habrá más granjas especializadas produciendo una sola cosa” (7).
Por supuesto, modelos como éstos cuentan con la oposición del lobby empresario, gran parte del cual tiene puestos de dirección y control en los Estados capitalistas. Wallace retrata cómo los lobistas han buscado desprestigiar las investigaciones de su grupo y de otros que han tratado de mostrar las complicidades entre el agronegocio, el sistema político y el capitalismo. Pelear por acabar con este modelo es pelear contra un sistema donde la vida humana vale menos que la ganancia capitalista, en miras de otro sistema social donde la humanidad se desarrolle en armonía con la naturaleza a la cual pertenece. Te invitamos a seguir leyendo sobre este desafío en el próximo artículo.
Notas:
(1) Rob Wallace, Big Farms Make Big Flu: Dispatches on infectious disease, agribusiness, and the nature of science. (Nueva York: Monthly Review Press, 2016), 12
(2) Idem.
(3) Idem, 39
(4) Idem, 38
(5) Idem, 61-62
(6) Idem, 80-81
(7) Idem, 82-83
Fuente: La Izquierda Diario