Más allá del despojo. Los dilemas de la tierra en la Colombia post-acuerdo de paz

Idioma Español
País Colombia

En el Sur global, la tierra es fundamentalmente una cuestión de poder político. Y aunque la proporción de habitantes urbanos sea mucho mayor que la de rurales, como sucede en la mayor parte de Latinoamérica, la tierra sigue siendo una pieza clave en la creación de élites y a su influencia dentro del Estado.

El reciente “auge de las materias primas” en el Sur global ha venido a reforzar esa lógica subyacente desde la década de los noventa, cuando se impulsaron varios sectores primarios de la economía, como el del aceite de palma, el cultivo de soya o la extracción de minerales. Al contrario de lo que creían los especialistas en desarrollo hace un par de décadas, nada indica que Latinoamérica, África o la mayor parte del Sudeste Asiático se estén alejando de un modelo “extractivista”.

Como consecuencia, cuando las contradicciones políticas y económicas derivan en violencia explícita, uno de los elementos esenciales para acabar con la guerra y construir una paz duradera es atacar las desigualdades del acceso a la tierra y a los recursos naturales.

Resolver la compleja relación entre violencia y tierra —tanto en Colombia como en muchos otros países del Sur global— es la única vía razonable para construir una paz duradera.

En este texto afirmo que resolver la compleja relación entre violencia y tierra —tanto en Colombia como en muchos otros países del Sur global— es la única vía razonable para construir una paz duradera. Sin embargo, los mecanismos tradicionales que usan los expertos en construcción de paz en situaciones como la de Colombia podrían socavar este objetivo e impedir que la transición postconflicto desemboque en transformaciones estructurales reales.

¿Por qué fallan esas intervenciones? ¿Cuáles son los problemas inextricables a los que se enfrentan y por qué los países terminan atrapados en un círculo vicioso de desigualdad y violencia? Mi respuesta, que reúne algunas de las conclusiones de mi último libro, es que existe una contradicción fundamental entre la gran extensión de la violencia y el enfoque tan estrecho que suelen proponer los expertos en construcción de paz.

La conformación del capitalismo en Colombia está intrínsecamente ligada a una historia de múltiples violencias. En las zonas rurales, donde la tenencia de la tierra está sumamente concentrada, los terratenientes rara vez dudaron en apoyarse en milicias privadas para acallar las exigencias que venían de abajo.

Sin embargo, las políticas públicas sobre propiedad rural y conflictos agrarios no se diseñaron para confrontar esos problemas estructurales. Paradójicamente, esto conlleva a que las políticas de paz puedan terminar ocultando los estrechos vínculos que unen el saqueo con el lucro legal, y oscurezcan los lazos íntimos que conectan al despojo con el libre mercado.

Desigualdad y violencia

Colombia es un caso ilustrativo de la forma en que las profundas desingualdades en el acceso a la tierra pueden fomentar la violencia, de cómo fallan los intentos por atacar esa conexión, de y cómo, más bien, pueden terminar consolidando y legitimando una modalidad sumamente violenta de capitalismo agrario.

La conformación del capitalismo en Colombia está intrínsecamente ligada a una historia de múltiples violencias.

Durante la segunda mitad del siglo XX, niveles extremos de acumulación de tierra llevaron a amplias formas de violencia: movilizaciones campesinas fueron violentamente reprimidas por el conjunto de las fuerzas de seguridad del Estado y de milicias armadas creadas por terratenientes. En muchas regiones, esto alimentó el resentimiento y la frustración entre campesinos, y dejó campo abierto para que grupos guerrilleros reclutaran sus miembros entre los pobres del campo.

Hoy en día, aunque las élites colombianas se esfuercen en representar su país como una nación moderna y prometedora, llena de oportunidades en el sector minero y la agroindustria, la tierra sigue estando concentrada en muy pocas manos. Según los últimos datos disponibles, el 0.2% de los propietarios posee patrimonios de más de 1,000 hectáreas, los cuales cubren 32.8% del total de la tierra cultivable del país. En cambio, el 69.5% de los productores ocupan parcelas de 5 hectáreas o menos: sus propiedades cubren sólo el 5.2% de la tierra cultivable del país (1).

Foto: Tomas Ayuso

Durante años, activistas y funcionarios que trabajaban en el área de la política de paz han buscado cortar de raíz los vínculos entre tierra y violencia. En la década de 1960, una política de reforma agraria estableció metas ambiciosas que habrían podido transformar el campo colombiano, pero las acciones coordinadas de las élites políticas y empresariales pronto lograron socavarla. En los años ochenta y principios de los noventa, los intentos por mantener las negociaciones de paz con las guerrillas chocaron sistemáticamente con la violencia del Estado, pero también con la falta de compromiso de muchos líderes guerrilleros.

Un último fracaso durante las negociaciones de paz de 1998-2002 llevó a la reacción encarnada por el personaje de Álvaro Uribe (2002-2006, 2006-2010), quien fue elegido y se mantuvo en el poder en base a un discurso de “mano dura”. Mientras tanto, el gobierno descartó todos los intentos por promover una agenda rural distributiva y, en las décadas de 1990 y 2000, Colombia abrazó un modelo de agroindustria que promueve la inversión empresarial y la agricultura a gran escala, lo cual impulsó las exportaciones del país, atrajo inversión extranjera y abrió amplias oportunidades de enriquecimiento para las élites terratenientes.

Las regiones que han prosperado con la agroindustria o con la ganadería extensiva, sobre todo en la costa Caribe, se convirtieron en el corazón de la influencia y expansión de grupos paramilitares.

Las regiones que han prosperado con la agroindustria o con la ganadería extensiva, sobre todo en la costa Caribe, se convirtieron en el corazón de la influencia y expansión de grupos paramilitares. Según cifras oficiales, esos grupos armados cometieron el 59% de las masacres (2). Su objetivo no era sólo el de proteger a las élites terratenientes frente a los ataques guerrilleros, sino que se volvieron una pieza clave del aparato de poder con el que las élites locales lograron escudarse de las protestas sociales y de quienes desafiaban su hegemonía política. En muchas regiones, lograron erradicar cualquier intento por cuestionar un orden social radicalmente desigual.

Más que luchar contra las guerrillas, los grupos paramilitares se dieron a la tarea de asesinar líderes campesinos, de destruir décadas de activismo y de trabajo comunitario, y de aniquilar la capacidad de acción colectiva de la población rural. Sus rasgos distintivos fueron las masacres, la violencia sexual y la profanación brutal de los cuerpos de sus víctimas.

Foto: Tomas Ayuso

Capitalismo a punta de pistola

Desde 2009 he realizado trabajo de campo en lo que fue uno de esos bastiones paramilitares: el departamento del Magdalena.

El Magdalena ha sido un eje central de la agroindustria desde fines del siglo XIX, cuando la United Fruit Company hizo de la región el centro de sus operaciones de producción de banano en Colombia. Desde mediados de los ochenta, el departamento entró en una espiral de violencia generada por la aparición de grupos paramilitares. Este nuevo actor armado gozó del apoyo de las élites de la región, quienes acumulaban el poder económico y político, y del patrocinio de los narcotraficantes, cuyos intereses convergían con los de las familias pudientes. Además, los paramilitares gozaban del apoyo de las fuerzas militares y de policía.

Estos grupos afirmaban ser la respuesta a los intentos de la guerrilla por establecerse en la región. En realidad, su principal función fue la de luchar contra los movimientos civiles de izquierda y contra los sindicatos obreros. Hasta fines de la década de los ochenta su violencia fue selectiva y se dirigió contra líderes políticos y sociales. Desde inicios de los noventa empezaron a aumentar los homicidios, lo cual coincidió con un auge en la exportación del banano, que trajo un rápido crecimiento en la fuerza laboral. Los paramilitares centraron sus ataques en los trabajadores de las fincas bananeras, reprimiendo así sus intentos de movilización. Además de ello, se volvieron una pieza clave del despojo de tierras; su violencia sirvió para que los grandes terratenientes acumularan tierras y desplazaran a los campesinos de sus fincas, antes de usar múltiples subterfugios legales para regularizar el saqueo.

Los paramilitares fueron un instrumento para controlar los trabajadores y reprimir sus intentos de movilización. Además de ello, su violencia sirvió para que los grandes terratenientes acumularan tierras y desplazaran a los campesinos de sus fincas.

En muchos casos, las víctimas del despojo de tierras paramilitar eran aquellas mismas personas que por décadas habían luchado por obtener acceso a la tierra. Se trata de generaciones de campesinos sin tierra que desde los años 1960 trataron de obligar al Estado a redistribuir la propiedad rural. Los registros de estos casos están llenos de familias y comunidades que lograron obtener sus propias parcelas tras años de lucha, tan sólo para que los paramilitares y sus aliados terminaran quitándoselas. Este hecho traza un patrón donde la violencia paramilitar es en realidad la manifestación más violenta de una larga historia de guerras de clase, que no se limitan en absoluto a épocas recientes y que, en una región como la del Magdalena, están intrínsecamente ligadas a la historia del capitalismo agrario y a la agricultura de exportación.

Las cosas han cambiado mucho desde los años en que los grupos paramilitares dominaban la mayor parte de las sabanas del Caribe (y más allá). Entre 2003 y 2006, parte de estos grupos dejó sus armas. En 2011 se redactó la ambiciosa ley de víctimas y restitución de tierras) bajo la promesa de revertir los terribles efectos de la guerra, sobre todo con respecto a la propiedad rural.

El episodio más reciente en la historia de la construcción de paz fue la firma de un acuerdo de paz con las FARC en 2016. Este texto, aplaudido a nivel internacional por los donantes, las organizaciones multilaterales y las comunidades de expertos de la paz, no sólo se enfocó en las FARC, sino que se concibió, tanto por parte de la guerrilla como del Estado, como una intervención integral en la sociedad colombiana que establecería las bases para resolver las contradicciones que han alimentado la violencia por décadas.

El acuerdo de paz del 2016 no sólo se enfocó en las FARC. Se concibió, tanto por parte de la guerrilla como del Estado, como una intervención integral en la sociedad colombiana que establecería las bases para resolver las contradicciones que han alimentado la violencia por décadas.

Los temas agrarios y de la tierra estuvieron en el centro de esta agenda para transformar al país. Sin embargo, tales metas se empezaron a diluir apenas firmado el acuerdo. Sectores de derecha lanzaron una campaña masiva en su contra, con lo cual lograron convencer a 6.4 millones de votantes de que rechazaran el acuerdo en un plebiscito. Mientras que el acuerdo de paz sobrevivió ese golpe, el capital político de los promotores de la negociación se evaporó la noche misma de la elección. El gobierno de Juan Manuel Santos, desgastado por años en el poder y por una economía en declive, no logró implementar el acuerdo y, en 2018, terminó siendo reemplazado por los mismos sectores radicales de derecha que habían prometido destrozar el pacto.

Desde entonces, el presidente Iván Duque, cuyo periodo termina en 2022, no ha roto abiertamente con los compromisos del Estado. Sin embargo, si se mira de cerca la forma en la cual se han implementado (o dejado de implementar) las políticas de paz, aparece que aunque el gobierno no haya matado el acuerdo, lo está dejando morir.

Foto: Tomas Ayuso

Acumulación post-guerra

¿Qué significa esto para los colombianos del campo, y sobre todo, para los campesinos pobres y para las comunidades indígenas y afrodescendientes que han pagado el precio más alto en esta guerra?

Mi investigación de la última década se ha enfocado en zonas de previo dominio de los paramilitares, que tanto el gobierno colombiano como la mayor parte de la comunidad internacional considera actualmente como “pacificadas”.

Los temas agrarios y de la tierra estuvieron en el centro de la agenda para transformar al país. Sin embargo, tales metas se empezaron a diluir apenas firmado el acuerdo.

Sin embargo, más que una paz real, lo que se vive allí es una transformación de la violencia. La coerción directa ya no es el método principal para sacar a la gente de sus tierras. El despojo ha dado paso a formas menos evidentes de apropiación de tierras, y ahora el libre mercado cumple la función que antes tenían las amenazas, los asesinatos y las masacres.

Esta situación se deriva de varios factores. En primer lugar, la mayor parte de los grandes terratenientes y de los empresarios que se beneficiaron de la influencia paramilitar para apropiarse y acumular tierra en el Magdalena siguen dirigiendo negocios prósperos. En algunos casos, perdieron ciertas propiedades después de que decisiones judiciales determinaran que las habían adquirido aprovechándose del clima de violencia. Pero los procesos de restitución han tenido un alcance muy limitado.

Para junio de 2021, diez años después de que la Ley de Víctimas creara el procedimiento de restitución, los tribunales sólo han emitido 6,462 fallos. Esto representa un porcentaje mínimo de las 129,211 solicitudes de restitución que han hecho las víctimas de despojo de tierras. El contraste es aún mayor si se tiene en cuenta que desde inicios de los años noventa 6.5 millones de personas fueron desplazadas de sus hogares y que 87% de ellas eran habitantes del campo. De hecho, en la zona bananera del Magdalena sólo encontré un fallo de restitución que involucró una explotación agroindustrial.

Foto: Tomas Ayuso

A esto se añade otro factor. Incluso si un fallo reconoce que hubo una apropiación violenta de tierras, aquellos casos rara vez derivan en un proceso penal. Las órdenes de restitución son expedidas por jueces civiles, y no existe una automaticidad de la investigación penal. De cualquier forma, incluso si, contra toda probabilidad, los casos terminaran en un despacho de la fiscalía, quedaría en manos de fiscales dotados de escasos recursos investigativos, y expuestos a la influencia y amenazas de élites locales.

La coerción directa ya no es el método principal para sacar a la gente de sus tierras. El despojo ha dado paso a formas menos evidentes de apropiación de tierras, y el libre mercado cumple la función que antes tenían las amenazas, los asesinatos y las masacres.

Actualmente, en medio de un ambiente tan hostil, familias y comunidades campesinas siguen luchando por regresar a sus tierras o por quedarse en ellas. Sin embargo, enfrentan rudas condiciones sociales, económicas y ecológicas, en zonas que fueron transformadas por la acción conjunta de paramilitares y agroindustriales. Los campesinos que desean volver a sus actividades se encuentran rodeados de extensas plantaciones. La vida comunitaria, condición fundamental para una economía campesina próspera, fue destruida tras años de violencia paramilitar. Por último, la mayoría de las políticas de desarrollo que desplegó el Estado durante los últimos veinte años están diseñadas para beneficiar a grandes productores.

Además, fuentes de recursos naturales como ciénagas y bosques (que permiten cazar o recoger leña), muchas veces se privatizaron en el transcurso de la guerra. Por ejemplo, al norte del departamento del Magdalena, donde los ríos y las ciénagas juegan un papel central en la subsistencia de los pequeños campesinos que históricamente han  vivido de la pesca y del cultivo itinerante en las fértiles riberas de los ríos durante el verano, las formas de vida tradicionales fueron aniquiladas por la violencia. Aunque la Ciénaga grande del Magdalena esté protegida por un tratado ambiental internacional (el Convenio de Ramsar), partes de ese conjunto de humedales fueron drenadas por productores agroindustriales que buscaban tener campos abiertos para el cultivo de banano y palma.

Muchos campesinos están vendiendo sus tierras, no porque sean obligados por la violencia, sino porque las condiciones de vida y producción los han llevado a hacerlo.

Éstas son las condiciones implacables que tienen que enfrentar muchos campesinos que lograron quedarse en sus tierras durante la guerra, o que han regresado a ellas en los últimos años.

Esto explica un fenómeno que observé durante mi trabajo de campo: muchos campesinos están vendiendo sus tierras, no porque sean obligados por la violencia, sino porque las condiciones de vida y producción de la región los han llevado a hacerlo. Muchos de ellos ni siquiera tienen la impresión de ser despojados, pues se consideran afortunados de haber podido vender sus tierras a inversionistas agroindustriales. Por supuesto, esto esconde el hecho de que esos compradores son precisamente responsables de las transformaciones económicas y ecológicas que está obligando a los campesinos a vender.

Foto: Tomas Ayuso

¿Qué hacer con la tierra?

Esta crisis resulta desalentadora para muchos activistas de ONG y para los funcionarios públicos (colombianos o extranjeros) que trabajan en el ámbito de la construcción de paz.

Sin embargo, la mayor parte de quienes entrevisté concuerdan en que el trabajo de los profesionales de la paz no es resolver las contradicciones fundamentales del campo colombiano. En cambio, tienden a pensar que su misión es atacar las consecuencias directas de la guerra para que la gente pueda retomar el control de su propiedad o que les compensen sus pérdidas, además de acabar con las economías de guerra para, en su lugar, sentar los cimientos de la recuperación económica.

La visión de los ‘profesionales de la paz’ es engañosa. Sigue ignorando que las relaciones de poder que se produjeron y reprodujeron de manera violenta tienden a lavarse y volverse respetables en la coyuntura de la postguerra.

Las razones que sustentan ese enfoque reducido son bastante obvias. Hacer una distinción tajante entre activos legítimos y despojados ayuda a circunscribir un campo de acción para trazar una línea definida entre los problemas económicos que se podrían tratar (restitución de tierras, justicia criminal) y los que se escapan del alcance de cualquier proyecto de desarrollo o asistencia humanitaria. Por supuesto que la mayoría de la gente que conocí en el campo está muy consciente de que acotar el objetivo de la construcción de paz es sumamente simplista, pero, aun así, siguen pensando que es una ilusión necesaria que vuelve posible su trabajo diario en medio de un sistema plagado de desigualdades.

Aunque esta visión por lo general surja de la mezcla entre buena voluntad y restricciones operativas, sigue siendo engañosa pues ignora que las relaciones de poder que se produjeron y reprodujeron de manera violenta tienden a lavarse y volverse respetables en la coyuntura de la postguerra. De cierta forma, el tratar el problema de la tierra en el campo colombiano como si se redujera a su manifestación más radical (el depojo), puede terminar legitimando las desigualdades que también son el fruto de décadas de violencia. Por ende, los problemas que enfrenta el campo colombiano no son sólo una cuestión de justicia y de memoria, son una cuestión de poder. Una cuestión de quién controla el poder ahora y de quién lo controlará en los años por venir.

Durante el último siglo, terratentientes colombianos han aprovechado todas las formas de poder, desde la influencia institucional hasta la fuerza bruta, para proteger un orden social altamente excluyente. Esto ha implicado la eliminación violenta del disenso y la represión de alternativas progresistas. Nada indica que Colombia se esté alejando de ese ambiente político. Mientras el gobierno siga promoviendo ampliamente el desarrollo de la agroindustria e impulsando la inversión masiva en el sector primario, el poder de aquéllos que controlan la tierra y otros recursos naturales probablemente siga creciendo.

Así, tratar la estrecha relación entre violencia y capitalismo agrario no sólo es un deber de memoria histórica, sino que es —tanto en Colombia como en casi cualquier otro lugar de Latinoamérica y del Sur Global— un paso fundamental hacia el establecimiento de un contrato social más democrático.

Fuente:  Noria Research

Temas: Criminalización de la protesta social / Derechos humanos, Movimientos campesinos, Tierra, territorio y bienes comunes

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