Los tratados de libre comercio y la alimentación: Un maridaje agridulce
Ni el CETA ni el TTIP serían los primeros grandes acuerdos comerciales en firmarse, por lo que podemos recurrir a ejemplos para prever las consecuencias que tendrían sobre el sistema agroalimentario y la cultura alimentaria de Europa y de España.
El pasado 30 de octubre se nos llenaron las redes con una –para algunas– alarmante noticia: la Comisión Europea daba luz verde al acuerdo de libre comercio con Canadá (CETA, por sus siglas en inglés). Se había superado el bache de Valonia, y seguíamos avanzando hacia la firma del tratado. Hubo quienes celebraron este gran logro político, y hubo quienes lo lloraron. Con la aprobación del CETA, no sólo se abrían las puertas de la Unión Europea a las empresas canadienses, sino que se dejaba el camino rodado para otro tratado más amplio y más peligroso, el TTIP.
TTIP, CETA y TISA, los tres megaacuerdos comerciales en marcha por el momento, incluyen a la mayoría de las economías más poderosas del mundo. Juntas, consolidarían su poder, ya de por sí muy amplio, para sentar las bases de las relaciones comerciales internacionales. Sus postulados serían la guía, el motor y el ejemplo para otros acuerdos y para cualquier transacción económica mundial. Por esta razón, es necesario revisar muy atentamente, y con un ojo más que crítico, las cláusulas que encierran sus textos e intentar entender las repercusiones que podrían tener a todos los niveles: económico, político, social, ambiental... En este artículo nos centraremos en algo muy cotidiano y muy importante, que se va a ver notablemente afectado si llegara a firmarse aunque sólo sea uno de esos megaacuerdos: la alimentación, y más concretamente, la cultura alimentaria.
Cuando hablamos de cultura alimentaria nos referimos a todo el proceso que conlleva “alimentarse” en un determinado grupo cultural (un país, una región, una etnia…). Es decir, qué productos son aptos para consumirse, cómo se producen esos alimentos y en qué cantidades, cómo se procesan después, cómo llegan hasta las familias, cómo se cocinan para que sean aceptados… En definitiva, la suma de los alimentos, los conocimientos, el comportamiento, las técnicas y los valores asociados a los alimentos en una determinada sociedad o comunidad. Dentro de esto quedan, por supuesto, la cultura gastronómica y los platos típicos, que son importantes, pero no únicos. La cultura alimentaria española va mucho más allá de la tortilla de patatas y el salmorejo, y las transformaciones que vendrán de la mano del TTIP y el CETA supondrán mucho más que la irrupción de las hamburguesas y los hot dogs en el menú semanal de las familias (si es que no lo están ya).
Por suerte o por desgracia, en este caso no andamos a ciegas. Ni el CETA ni el TTIP serían los primeros grandes acuerdos comerciales en firmarse, por lo que podemos recurrir a ejemplos muy claros para imaginar o prever las consecuencias que tendrían sobre el sistema agroalimentario y la cultura alimentaria de Europa y de España. El ejemplo más ilustrativo lo encontramos en México, donde en 1994 se firmó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Más de 20 años de rodaje de este acuerdo nos permiten analizar los resultados de este tipo de pactos.
En el TLCAN, como en cualquier otro acuerdo mercantil de amplio espectro como son el TTIP y el CETA, se establece una serie de normas que minimizan las barreras en materia de comercio e inversiones (aranceles, restricciones, cuotas máximas de capital extranjero…). En consecuencia, los mercados y la producción agroalimentaria de Estados Unidos y de México empiezan a fundirse en uno solo, y se abren las puertas de ambos Estados a la inversión extranjera sin cortapisas. Esto allana el terreno a las grandes empresas para que amplíen todavía más su radio de actuación, engrosando su poder y convirtiéndose en verdaderos gigantes agroalimentarios transnacionales. Veamos cómo ha afectado todo esto a la forma de alimentarse de la población mexicana.
El TLCAN y la cultura alimentaria mexicana. Un ejemplo a evitar
En primer lugar, se vivió una transformación de las políticas agrarias, que pasaron de centrarse en el abastecimiento de la población nacional a orientarse hacia los cultivos de exportación. En nombre de la ventaja comparativa, ambos Estados se especializan en unos y otros productos, con el objetivo de ampliar el margen de beneficios al reducir costes de producción, al tiempo que se asegura un suministro constante de alimentos a través del comercio con el otro Estado firmante. ¡Un negocio perfecto!
Además, resultó que la agricultura mexicana y la estadounidense eran perfectamente complementarias. Actualmente, la gran mayoría de las frutas y verduras que digieren los estadounidenses proviene de campos mexicanos, mientras que casi todos los granos y oleaginosas consumidos en México llegan desde las producciones estadounidenses. Y estos son sólo algunos ejemplos. La interdependencia de estos dos Estados en cuestión alimentaria es notoria, y no ha hecho más que crecer desde la firma del TLCAN.
Sin embargo, las consecuencias de estas tendencias agrícolas no han sido especialmente beneficiosas para la vida y la dieta de las poblaciones rurales mexicanas. Durante los primeros años de la entrada en vigor de TLCAN se produjo un abandono masivo de las tareas de cultivo y trabajo del campo en las regiones rurales mexicanas, sobre todo las ubicadas al norte del país. La razón fue la llegada de grandes empresas agroexplotadoras (estadounidenses o mexicanas con financiación estadounidense) que compraron o alquilaron los terrenos, por lo que los antiguos campesinos cambiaron su forma de vida, pasando a vivir de las rentas obtenidas de estas empresas. Empezó a proliferar un modo de vida sedentario que, en conjunción con la mayor disponibilidad de alimentos y bebidas procesadas y un deterioro de su poder adquisitivo por lo insuficiente de las rentas percibidas por el alquiler de sus terrenos, produjo un cambio en los hábitos alimentarios del campesinado y un empeoramiento notable de la calidad de sus dietas y de su salud.
Esta mayor disponibilidad de alimentos y bebidas procesadas, por otro lado, también fue consecuencia directa del TLCAN, a través de la liberalización de las inversiones. Entre 1987 y 1999, poco más de 10 años, la inversión extranjera directa (IED) proveniente de Estados Unidos en empresas de alimentación se multiplicó por 25, pasando de 210 millones de dólares a más de 5.000 millones. Para 2004, dos terceras partes de la IED que llegaba a la industria agroalimentaria mexicana, más de seis mil millones de dólares, provenía de su vecino del norte. De esa cuantiosa suma, tres cuartas partes se estaban destinando a empresas dedicadas a la comida procesada y las bebidas azucaradas, cuyas ventas crecieron entre un 5% y un 10% anual desde la entrada en vigor del acuerdo.
A la vista de estos datos, no es de extrañar que México se haya convertido en uno de los diez principales productores de comida procesada del mundo, y que todas las grandes transnacionales alimentarias (PepsiCo, Coca Cola, Nestlé…) hayan expandido sus operaciones allí en las últimas décadas. En 2012, las ventas totales de comida procesada del país ya ascendían a 124.000 millones de dólares, con unos beneficios por encima de los 28.000 millones, un 45.6% más que Brasil, la mayor economía de América Latina. A estas cifras tan alentadoras hay que sumar los bajos costes asociados a la producción en este país (un 14% menos que en EEUU) y las ventajas competitivas que se pueden adquirir al situar la producción allá, gracias a la densa red de tratados comerciales que permite el acceso a grandes mercados como EEUU o la Unión Europea. Es fácil entender, por tanto, que México sea considerado como un verdadero paraíso para las empresas de comida procesada.
Y no sólo se trata de la producción, sino que las inversiones se han destinado también a hacer crecer las empresas agroalimentarias de forma vertical. Se ha buscado ampliar sus sectores de actividad para poder hacerse con todo el proceso, desde la producción hasta la venta, pasando por la distribución. Como consecuencia, el tejido comercial mexicano se ha ido transformando a marchas forzadas. En primer lugar, proliferaron las grandes superficies y las cadenas de supermercados, donde se podían poner a la venta muchos y muy variados productos, creando nuevas tendencias de consumo. Pero esto no era suficiente, dado que este modelo de negocio no era viable en las poblaciones más pequeñas o en lo más profundo de las ciudades. Para acceder a ese jugoso nicho de mercado era necesario hacerse con el comercio local. Por un lado, se ha tratado de inundar las pequeñas tiendas con productos de comida procesada y bebidas azucaradas. Por otro lado, se han sustituido las tienditas familiares por cadenas comerciales que mantienen la red de pequeños espacios de venta pero unidos en una extensa y poderosa red. El mejor ejemplo de esto es la cadena Oxxo, perteneciente al grupo Femsa (subsidiaria de Coca Cola), la cual se situó como la segunda compañía de venta minorista del país en 2014, con casi 14.000 tiendas y una media de apertura de tres tiendas al día.
Como consecuencia de este proceso de integración vertical y esta inundación del tejido comercial, la comida procesada y las bebidas azucaradas se encuentran ahora al alcance de todos los habitantes mexicanos, independientemente de su lugar de asentamiento. Y no sólo eso, sino que, con la agresiva estrategia de control del mercado que han puesto en marcha las grandes corporaciones, se han convertido en prácticamente la única opción disponible. Un dato muy ilustrativo de este fenómeno es el hecho de que, hoy en día, hay pueblos en el entorno rural mexicano a los que no llega el agua potable, pero tienen a su disposición una oferta variadísima de bebidas azucaradas a precios relativamente asequibles.
No es de extrañar, por tanto, que esta explosión y expansión de la oferta haya provocado un cambio en los hábitos alimenticios de los mexicanos. Hay que tener en cuenta también el cambio en el modelo de trabajo y de vida que ha traído consigo la globalización, un modelo que deja muy poco tiempo para las tareas que se encuentran fuera del mercado productivo y monetarizado, las tareas de cuidados, como es la alimentación. Por tanto, se va a tender en mayor medida a consumir productos procesados, fácilmente disponibles y muy rápidos de preparar. Una tendencia que ya conocemos bien en Europa.
No ha sido fruto de la casualidad que México se haya convertido en la cuna de la producción y consumo de comida procesada. Detrás de esta transformación se encuentra un esfuerzo consciente de las empresas transnacionales de la alimentación por imponer y expandir el consumo de estos alimentos y bebidas, en detrimento de aquellos que habían sido tradicionalmente producidos y consumidos por la población de acuerdo a sus culturas y necesidades reales. La transformación alimentaria no responde, por tanto, a un cambio en el patrón provocado sencillamente por la ampliación de las opciones disponibles, sino al interés privado de las transnacionales, favorecido a menudo por las acciones gubernamentales a través de acuerdos internacionales, políticas comerciales, etc. El TLCAN fue uno de los primeros ejemplos del poder de las transnacionales sobre las políticas de los Estados. El TTIP y el CETA seguirán profundizando en esa asimetría de poder, como dejan bien claro los sistemas de arbitraje privado que promueven.
¿Y en Europa, qué?
Cierto es que el caso de Europa no es del todo asimilable al mexicano. La vida del campesinado europeo ya está bastante trastocada, y no se puede decir que no tengamos a nuestra disposición un sinfín de alimentos y bebidas procesadas. De hecho, en Europa ya se ha vivido gran parte de esa transición nutricional que hemos estado esbozando y que ya está bastante avanzada en México. No obstante, en esta lectura de las consecuencias que puede tener un acuerdo de libre comercio para la alimentación encontramos también importantes aprendizajes.
A través del TTIP se pretende abrir las compuertas a productos y prácticas como los transgénicos o el pollo clorado, que van a tener consecuencias directas sobre nuestra alimentación y sobre nuestros ecosistemas agrícolas. Y no sólo eso, sino que van a poner en peligro las ya debilitadas culturas e identidades alimentarias de los países europeos. Tal y como ya ha ocurrido en México, las transnacionales, con más poder que nunca, impondrán sus modelos de producción basados en la industria de comida y bebida procesadas. Con esto, se terminarán de romper los lazos con las dietas tradicionales, como la mediterránea.
Además, las consecuencias de esta transculturación alimentaria no se dejarán ver únicamente sobre la salud y la nutrición. Ya se ha hablado de los sistemas de arbitraje privados, que supondrán una importante pérdida de soberanía para los Estados firmantes. Pero estos sistemas de arbitraje no serán el único punto de fuga. La ciudadanía europea perderá por completo el poco control que le queda sobre su alimentación, sobre su soberanía alimentaria, que caerá en manos de esas megaindustrias y de sus intereses.
Además, una revisión de las consecuencias del TLCAN y de la tendencia general de la alimentación mexicana en el mundo globalizado debe servir también como punto de partida para un análisis crítico del estado actual de la cultura alimentaria de las distintas comunidades europeas. ¿Hasta qué punto mantenemos esa soberanía alimentaria que podríamos perder si se firman los acuerdos?, ¿qué trayectoria se ha seguido a este lado del charco, en materia alimentaria? En definitiva, conviene ir más allá del rechazo concreto al TTIP, continuar profundizando hasta encontrar las raíces de este tratado y de este proceso de pérdida cultural que lleva tiempo en marcha. Debemos echar la vista atrás y ampliar la mirada, para poder trabajar hacia la reconstrucción de una soberanía y una cultura alimentaria en deterioro.
Por Belén Fernández. Economistas sin Fronteras.
Fuente: Bilaterals.org