Los transgénicos tocan la puerta
En 2021 se acaba la moratoria de 10 años para el ingreso de cultivos transgénicos al Perú, lo que debería suscitar intensos debates. A pesar de los muchos informes científicos que aseguran que los alimentos genéticamente modificados serían inocuos para el ser humano, millones de personas siguen desconfiando de ellos. No los quieren en su plato ni en sus campos. La tendencia parece sugerir que esta antipatía no disminuirá con más reportes científicos positivos. ¿Vivimos en un mundo irracional?, ¿odiamos lo verificable, como sugieren los que apoyan ciegamente todo lo que venga adornado con el rótulo de “científico”?, ¿o todo lo contrario?
La cuestión colinda con otra polémica muy actual, la referente a la seguridad de las vacunas. Pero al hablar del consumo de transgénicos y vacunas por parte del ciudadano de a pie deberíamos preguntarnos primero que nada si, desde su perspectiva, estamos ante un asunto de ciencia o de mera confianza; de hechos o de creencias. Me explico: quien escribe –y, seguramente, también quien lee–, no posee las herramientas y conocimientos necesarios para verificar científicamente aquello que algún laboratorio (en nuestros tiempos casi siempre al servicio de una gran corporación) ha producido o hallado, de manera que solo queda confiar en la integridad del proceso presentado como científico, así como en la capacidad y honestidad de las entidades estatales creadas para verificar dichos procesos.
¿Usted confía en ellos?, ¿confía en un laboratorio científico pagado y dirigido por Big Pharma o Bayer-Monsanto?, ¿piensa que un científico no puede comprarse o venderse?, ¿confía en entes reguladores estatales cooptados por lobistas y grandes corporaciones, a tal punto que ahora son esos mismos lobistas los que los dirigen?
Allá usted, valiente lector.
Un estudio de la investigadora francesa Sylvie Bonny (2003) halló que el enorme antagonismo europeo –y especialmente el francés– hacia los transgénicos, se debía en parte a que ellos “simbolizan una serie de tendencias percibidas como negativas”, las del liberalismo económico en esteroides de las últimas décadas. En Francia se acusaba a los transgénicos de deteriorar la calidad de la comida, dañar el medioambiente y acelerar la reducción de granjas en favor de una agricultura altamente industrializada, sin granjeros. Además, el argumento de que los transgénicos serían fundamentales para acabar con el hambre del mundo “es percibido como enormemente hipócrita… especialmente debido a que (las multinacionales) adoptaron la política de patentar y prohibir el reúso de las semillas”.
A la sana y necesaria desconfianza que despiertan compañías como la ahora desaparecida Monsanto (y Bayer) debemos agregar también una dosis de odio justificado: vidas arruinadas por agrotóxicos cancerígenos y agricultores en bancarrota por no poder pagar sus elevadas licencias y herbicidas obligatorios (contribuyendo a miles de suicidios en la India). Todo eso sin contar que en el pasado tanto Bayer como Monsanto lucraron de la guerra a manos llenas. Bayer experimentó con gases tóxicos con mucho entusiasmo y consecuencias letales para miles de soldados europeos durante la Primera Guerra Mundial, cuando el gobierno alemán le dio la oportunidad de usar sus desechos tóxicos para producir armas de guerra y otros “avances científicos”. Durante la invasión y destrucción de Vietnam, Monsanto (entre otras) le vendió al gobierno de EE.UU. miles de galones del famoso “Agente Naranja”, creado para defoliar Vietnam. Las malformaciones congénitas que son consecuencia de ese veneno siguen apareciendo hasta hoy entre los vietnamitas y los hijos de los veteranos estadounidenses, que en 1996 recibieron una pequeña indemnización de $180 millones. Esas son las megacorporaciones que ahora desean manejar la alimentación mundial patentando semillas y vendiendo sus caros accesorios a un mercado cautivo.
Nuestros gobiernos y muchas instituciones tradicionales perdieron legitimidad vendiéndose al gran dinero, dejándose secuestrar por el lobby, volviéndose “austeros” justamente en el momento histórico en que el 0.1% de la humanidad ha acumulado más riqueza que nunca antes en la historia. Esa riqueza fue producida por la sociedad en su conjunto, desde el que limpia el piso hasta el que aspira cocaína en la oficina más grande y lujosa del edificio más moderno de Manhattan, ¿qué duda podría caber?
Las compañías privadas que desean dominar el mundo (del agro) y sus transgénicos patentados con fines de lucro son vástagos de ese sistema político y económico caduco que hoy se cae a pedazos –con Monsanto como uno de sus grandes exponentes históricos–, y ahora deben sortear esa desconfianza que no es locura ni superstición, sino instinto de supervivencia, un reflejo vital.
Hablamos de un sistema político-económico incapaz de producir sistemas de salud pública siquiera medianamente funcionales, que pudieran soportar una pandemia sin recurrir a medidas burdas y draconianas como encerrar a todo el mundo en sus casas, con la consiguiente destrucción de ese mismo sistema político-económico.
¿Por qué no se está debatiendo el tema?
Los charlatanes al servicio del gran dinero gustan mucho de términos como “el electarado”, que sugieren la existencia de masas inevitablemente estúpidas, supersticiosas e incapaces de vislumbrar su propio interés. Y son “inevitablemente” estúpidas pues la élite y sus empleados en la prensa detestan la idea de que alguna vez reciban una educación digna y se liberen de ellos y su versión de la realidad, impuesta por la fuerza de sus monopolios mediáticos.
El elitismo sugiere que vivimos en un mundo de niños, la enorme mayoría, que debe ser gobernado por una diminuta minoría adulta y “responsable” –con PhD, iluminada, capaz–, lo que muchas veces termina traduciéndose (de manera bastante decepcionante, como bien sabemos) en el gobierno del “técnico”, como se le llama hoy al versado en el dogma neoliberal. Es a eso a lo que se le llama “democracia” hoy en día, como sostiene Noam Chomsky.
No hay debate posible cuando el ciudadano es tomado por infantil e incapacitado. Lo que hay es una élite tomando decisiones y luego los medios de comunicación concentrados explicándonos por qué cualquier opositor a lo ya decidido es “chavista”, “comunista” y todo lo demás. Entonces, considerando que queda todo por debatir, ¿de qué hablamos cuando hablamos de transgénicos y de Bayer, la nueva dueña de Monsanto?
Técnicas de márquetin y muchísimo dinero para publicidad le permitieron a la mencionada disfrazar sus negocios presentándolos como una admirable y desinteresada aplicación de la tecnología al progreso de la humanidad. Los transgénicos la salvarían del hambre. Es decir, había que encontrar alguna solución “de mercado” para ella, dado que ninguna otra alternativa para solucionar ningún problema humano es siquiera concebible, como una redistribución más justa de la riqueza, por ejemplo. Pero, en realidad, Monsanto solo era otra corporación atendiendo a su objetivo fundamental: el lucro, el aumento del valor de las acciones de la empresa para beneficio de sus dueños. Todo lo demás son medios para un fin y así deberían ser entendidos.
La táctica de Monsanto para desvirtuar el debate público consistió en circunscribirlo a un campo muy específico: el de la inocuidad de los transgénicos para la salud humana. Pero la destructividad de Monsanto y sus productos genéticamente modificados tienen otro lado igual de importante: los efectos de su introducción en el agro de una pequeña comunidad. El profundo sufrimiento humano ocasionado por Monsanto se encuentra también en su producto Roundup, el herbicida que demanda aplicar al fruto de sus semillas y que produce cáncer y mucho más, como demuestran varios estudios (de momento, Bayer enfrenta más de 125 mil demandas por daños ocasionados por el agrotóxico Roundup, “heredado” de Monsanto. Se estima que la compañía pagará casi $11 mil millones fuera de las cortes para arreglar el asunto con los afectados. BBC, 25/06/20).
El caso indio. Un reporte en video de la cadena Deutsche Welle alemana (DW.com, Gabor Halasz, 26/05/16) ilustra los suicidios de agricultores indios con un caso real. Gurcharan Singh, hermano de un agricultor suicidado y agricultor él también, le cuenta a las cámaras: “Desde que empezamos a usar estas semillas (“Bt cotton”, de Monsanto), nuestras deudas han crecido (y) nuestras cosechas están peor cada año”. Fueron esas deudas las que llevaron al hermano de Gurcharan y cabeza de la familia a beberse sus pesticidas para acabar con una vida que veía condenada a la angustia. Como explica el narrador: “En Punjab, (los Singh) compraron semillas genéticamente modificadas de Monsanto, eran caras, pero prometían una cosecha mayor. Así, sacaron una hipoteca para comprar un terreno y alquilar otro más. Al principio la cosecha fue buena, pero luego los insectos se lo comieron todo por dos años seguidos, dejando a Singh y su familia con una deuda impagable de 6,500 euros… pero siguen usando las semillas modificadas ya que NO HAY NADA MÁS DISPONIBLE” (las mayúsculas son nuestras).
Varios estudios científicos indican que el caso mencionado arriba –el testimonio de una familia de Punjab– ejemplifica lo sufrido por otros miles de indios, siempre en relación con la adopción del algodón genéticamente modificado “Bt cotton” (Kennedy y King, 2014; Gutiérrez et al, 2015). A pesar de esto, los defensores de Monsanto dicen que la relación entre la entrada de la compañía a la India y los suicidios sería un “mito”. Lo cierto es que la introducción del algodón modificado vino a sumarse a una serie de factores previos, empeorando la situación de endeudamiento y precariedad de muchos campesinos. Un estudio de The Lancet (Patel, 2012) halló que, solo en 2010, aproximadamente 187 mil indios se suicidaron, cerca de la mitad de ellos bebiendo pesticidas.
Mientras no haya debate –uno que, además, ponga nuestra proverbial agrodiversidad en el lugar que merece– nada como lo relatado aquí debería acercarse al Perú.
- Publicado en Hildebrandt en sus trece (Perú) el 24 de julio de 2020.
Fuente: ALAI