Los transgénicos: ¿solución o problema?, por Manuel Moncada Fonseca

La discusión en torno a los organismos genéticamente modificados (OGM) va más allá de consideraciones científicas, técnicas o académicas. De hecho, su fondo es político-ideológico. Porque los grandes productores, comercializadores y, por ende, promotores de los OGM son las empresas transnacionales, cuyos propósitos no son, ni por cerca, humanitarios, sino estrictamente comerciales

Así las cosas, conociéndose que el actuar pasado y presente de estas fuerzas dueñas del mercado ha sido por completo contrario a los intereses de la humanidad, es iluso pensar que su nueva oferta, los OGM, pueda ser benéfica para el medio ambiente, para las plantas, los animales o el ser humano. Prueba de ello es que son primordialmente los investigadores de las transnacionales los que realizan una permanente labor de proselitismo en favor de los transgénicos que deja fuera de todo análisis los daños que éstos causan y puedan causar al medio ambiente, a la biodiversidad y a la soberanía alimentaria de los pueblos. Bajo estas circunstancias, organismos encargados de la protección al medio ambiente, de velar por la independencia real de los pueblos y el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) se pronuncian por la aplicación del principio precautorio en relación con el consumo de transgénicos, hasta tanto no se conozcan a profundidad los efectos reales que pueden derivarse de su consumo y se llegue a un consenso alrededor de ello; y mientras el sesgo librecambista y de apropiación de los bienes naturales -a través de las patentes-, no sea plenamente superado.

El fondo del problema

La controversia alrededor de los transgénicos no tiene que ver precisamente conque si los organismos genéticamente modificados (OGM) deban o no satanizarse, ni por ende, conque si son o no benéficos para la salud y la alimentación humana. La tecnología en general, incluyendo la biotecnología, no es en sí misma, buena ni mala. El problema es en esencia de otra índole: El control monopólico que sobre la tecnología, en todas sus variantes, tienen las grandes transnacionales. Este y no otro es, por tanto, el centro del debate.

Todo estriba en que por más que parezca lo contrario, nadie actúa inocuamente, en un plano estrictamente científico, académico o neutral, porque siempre se inclina de lado de unos u otros intereses. Actuando de hecho en favor de las transnacionales, aunque diga estar dedicada al bienestar de la humanidad en cosas de agricultura y alimentación, la FAO recientemente presentó un informe que rechazaron 650 organizaciones de 83 países por avalarse en él, bajo supuestas consideraciones científicas, la producción de transgénicos. Y pese a que cada vez más gente reconoce que el sistema de patentes, entre otras las de los OGM, va en contra del desarrollo de los países del Tercer Mundo, la FAO se coloca en este punto de parte de las transnacionales y en contra de los propios gobiernos miembros de este organismo de la ONU.

Sería iluso pensar que un capital transnacional tenga propósitos humanitarios y no estrictamente comerciales. La experiencia histórica demuestra con creces que detrás de las transnacionales sólo se esconden protervos intereses comerciales que, en aras del control monopólico de la riqueza y del dominio mundial, son los que han desatado las guerras más devastadoras que la humanidad haya conocido. La guerra contra Iraq es tan sólo una muestra más de ello. De hecho, como señalan los autores estadounidenses Scout Nearing y Joseph Freeman (1973), no ha existido una línea divisoria entre los intereses comerciales y las intervenciones político-militares. En el caso de Nicaragua, la United Fruit Company aportó barcos que transportaron hombres y municiones para derrocar al régimen burgués nacionalista de Zelaya. Y hoy ocurre igual que ayer: Cuando los grandes intereses transnacionales no logran imponerse por las “buenas”, recurren abierta o solapadamente a las armas, como está ocurriendo en Colombia, donde esas empresas están contratando paramilitares que “resguarden” las zonas en que ellas tienen intereses económicos estratégicos (Rebelión, 25 de septiembre de 2004).

No debe provocar asombro alguno que los que apenas ayer, bajo el supuesto afán de eliminar el hambre y la desnutrición envenenaban al mundo con sus agroquímicos, afectando al medio ambiente en su conjunto; hoy prometan lo mismo con sus transgénicos, con sus semillas, fertilizantes y químicos mortales, para todo lo cual imponen el “libre” mercado y multas millonarias para quienes afecten sus intereses. Y, por si fuera poco, esas mismas fuerzas pretenden despojar despiadadamente a los pueblos de su soberanía alimentaria para arrodillarlos por hambre.

Valorándose el nivel de dominio que el capital internacional ha logrado imponer sobre el planeta, en el artículo “La Ingeniería Genética y la Nanotecnología Pasos en el camino de Artificialización de la Humanidad, de la Naturaleza y de La Tierra”, se establece que si la humanidad se había enfrentado a una domesticación generalizada de mentes, animales, vegetales, ecosistemas y procesos, ahora, en cambio, el hombre y todo lo que le rodea se enfrenta “a la manipulación íntima de la materia de la que estamos formados, manipulación a escala industrial y al servicio de la dominación civilizadora del actual mundo corporativizado”. Y más adelante se anota: “…en un futuro que de hecho es ya un ahora a los privilegios socioeconómicos se añadirán los privilegios genéticos, y en una lejanía cada vez menos lejana la posibilidad de una humanidad de primera, (a la par de) una humanidad de segunda”.

¿Se puede entonces creer en los cantos de sirena que entonan las transnacionales y sus acólitos locales en relación con los transgénicos?

La contaminación transgénica y sus riesgos

Guliaev (1977), autor soviético, sostenía a fines de los setenta que, en un futuro cercano, el descubrimiento de la transcripción recíproca convertiría en realidad la más avanzada ingeniería genética, sintetizando los genes necesarios e insertándolos en un gen del organismo en que se espera modificar, agregar, o corregir uno de sus rasgos. Pero, al mismo tiempo, anotaba que la transferencia de un gen a una célula ajena estaba vinculada con la superación de una serie de dificultades técnicas; que aislar o sintetizar un gen necesario o un conjunto de genes por medios químicos o a través de la fermentación no era menos complejo. No obstante, las mayores complicaciones surgían en relación con la necesidad de adaptación del gen introducido a un nuevo medio físico y genético. ¿Cuál es en la actualidad el orden de dificultades que la transgénesis implica? Por lo visto el fenómeno indicado ha resultado incomparablemente más complicado de lo que planteaba Guliaev, por mucho que haya científicos expresando lo contrario.

En países como Estados Unidos, actualmente la ingeniería genética se utiliza para producir maíz de bajos costos y algodón con una drástica reducción de las plagas que lo atacan y con capacidad para prescindir del uso de pesticidas. En el mercado ya hay en existencia toda una diversidad de OGM, lo que va desde microorganismos hasta mamíferos. Incluso existen patentes de genes humanos.

Pero resulta insuficiente aún el conocimiento sobre los OGM. Como señalan muchos investigadores -por ejemplo, la catedrática Carolina Vega, de la Universidad Nacional Agraria (UNA)-, la modificación genética aplicada en variedades de plantas atañe, por ahora, sólo a sus características genéticas relativamente simples. El gran problema de ello radica en que se desconocen casi por completo, los efectos que pudiera acarrear la contaminación genética, ya comprobada y registrada, sobre el medio ambiente.

Lorna Haynes anota que en EEUU un estudio sobre cultivos supuestamente no-transgénicos encontró contaminación genética en 50% de las muestras de maíz y soya, y en el 100% de las de colza. La autora se cuenta entre los especialistas que consideran que la contaminación genética, con genes de tolerancia a herbicidas, puede dar lugar a súper-malezas difíciles de eliminar. Y no se puede descartar el riesgo, anota, de que estos cultivos contaminen genéticamente a los cultivos destinados al consumo humano y que entren en la cadena alimenticia por error o negligencia, produciendo alimentos contaminados con fármacos u otras substancias de uso industrial, como ya ocurrió con el maíz Starlink.

En el ya citado artículo sobre la Ingeniería Genética y la Nanotecnología se señala que este maíz transgénico contaminó en EEUU la cadena alimentaria humana (productos Kraft), con una proteína de la que se sospecha una condición alergogénica, lo que obligó a que se retiraran del mercado más de 300 productos. Además, dicha contaminación apareció por todas partes, afectando de esta forma incluso a variedades alejadas del maíz. Y esto no constituye un caso aislado de contaminación, porque ésta se ha detectado igualmente en variedades silvestres de maíz en estados mejicanos como Oaxaca y Puebla, así como en muchas otras partes del orbe. Lo mismo puede decirse de la colza en Europa, del algodón en la India y de alimentos aportados como ayuda a América del Sur y África.

El asunto de la tolerancia a un herbicida no puede contemplarse como algo secundario porque ello lo dice todo: El predominio de la tolerancia a un herbicida es prueba fehaciente, sostiene Liliane Spendeler, de que los intereses de las grandes corporaciones no se centran en “la conservación de la biodiversidad, la sostenibilidad de la agricultura, la protección del medio ambiente, la reducción de los períodos de hambruna y la erradicación de la pobreza”, como quiere hacer creer el Servicio Internacional para la Adquisición de Aplicaciones Agrobiotecnológicas (ISAAA), encargado exclusivo de proporcionar los datos sobre la extensión de los cultivos transgénicos en el mundo. De lo que se trata es de volver cada vez más rentables las semillas transgénicas, vendiendo productos asociados como los herbicidas. Para el caso de Mesoamérica, señalaba Allan J. Khruska (1996), en el Taller Plantas Transgénicas Bacillus thuringiensis en la Agricultura Mesoamericana, probablemente el más grande peligro que los OGM presentan a esta región “es la posible creación de nuevas malezas y la erosión de la diversidad genética debido al intercambio genético entre plantas transgénicas y plantas silvestres”.

Se recalca que al encontrarse la ciencia genética aún en su infancia, no conoce mucho acerca de las consecuencias de la manipulación genética. Así las cosas, junto al gen que se desea introducir en una especie, se introducen otros genes promotores y marcadores. La transferencia de grandes bloques de genes de una a otra planta siempre se produce también en todo cruzamiento. Por si fuera poco, no se cuenta aún con la información necesaria para determinar los efectos de los transgénicos sobre el ser humano. Ello porque casi no hay financiamiento para realizar investigaciones independientes y porque los reportes sobre los riesgos carecen de seguimiento adecuado.

Según muchos estudiosos, como la ya citada Lorna Haynes, los transgénicos pueden cambiar las propiedades nutritivas de los alimentos, aunque las empresas promotores de transgénicos sostengan lo contrario, propiamente que los cultivos transgénicos son esencialmente idénticos a los cultivos no-transgénicos; que su composición en carbohidratos, aceites y otras sustancias, no difiere significativamente entre uno y otro tipo de cultivo. Pero siendo estos cultivos realmente muy distintos entre sí, las nuevas interacciones entre sus genes podrían alterar la producción de nutrientes y anti-nutrientes en la planta suprimiendo, reduciendo o aumentando la actividad de los respectivos genes asociados. Sin embargo, por lo general, es aceptada la imposibilidad para evitar la contaminación genética y, por tanto, la de que los cultivos transgénicos y los no-transgénicos puedan coexistir. Haynes agrega que la contaminación genética es irreversible; imposible de controlar y que las semillas que surgen de este tipo de interacción son también transgénicas.

La misma autora sostiene que el polen del maíz transgénico Bt resulta tóxico para determinados insectos benéficos y que los exudados de sus raíces son tóxicos para algunos microorganismos del suelo; que la presencia de toxinas Bt. en los cultivos inhibe la descomposición de su materia orgánica, eslabón del ciclo planetario del carbono.

En su artículo “Transgénicos, salud y contaminación”, Silvia Ribeiro pone sobre el tapete que las familias del pequeño pueblo de Mindanao, en Filipinas, que viven alrededor de unos campos de maíz transgénico, comenzaron a mostrar problemas respiratorios e intestinales, con fiebre y reacciones en la piel, durante el período en que se registra la mayor cantidad de polen de maíz en el aire. Se procedió entonces a tomar pruebas de sangre a los afectados, detectándose en ellas anticuerpos IgA, IgC e IgM, indicadores de respuesta inmunológica a la presencia de la toxina Bt., justamente la del maíz transgénico sembrado en los campos indicados.

En relación con este peligro, el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUD), asumiendo una posición diametralmente opuesta a la de la FAO, hizo en febrero del presente año, en México, una seria advertencia en su informe GEO 2003 (Consumers International, enero-abril 2004). En éste se acusa que la posibilidad de que genes modificados pasen sin control alguno de una especie a otra “es un riesgo real” que amenazaría la “biodiversidad que es fundamental para la seguridad alimentaria de la humanidad”. El informe expresa así mismo que, en el debate sobre los transgénicos “interfieren posiciones polarizadas y grandes intereses comerciales, por lo que el principio precautorio debería aplicarse como regla principal hasta que exista un consenso científico sobre el tema”.

Por ello resulta irresponsable que J. Antonio Serratos Hernández (1996), del Programa de Biotecnología, valle de México y del Instituto de Investigaciones, Forestales, Agrícolas y Pecuarias, México, haya expresado en el Taller Plantas Transgénicas Bacillus thuringiensis en la Agricultura Mesoamericana que en el CNBA de su país no se desea imponer barreras al desarrollo de la biotecnología. Por lo mismo, suena quimérico o al menos ingenuo que haya quienes, haciendo abstracción del dominio que las grandes transnacionales ejercen sobre los países tercermundistas, anoten como Mark E. Whaloon y Deborah L. Norris (1996), participantes del mismo taller, que a medida que los OGM se registren y comercialicen en tales países “necesitarán determinar el uso apropiado de esta tecnología” y “cada país tomará en cuenta su propia y única realidad política y socioeconómica”. Más quimérico resulta, sin embargo, que los mismos autores expresen que lo ideal sería que los países en desarrollo trabajaran “a la par de las compañías de semillas para formar una sociedad y así asegurar el uso propio y manejo de las semillas transgénicas”. Ello equivale, ciertamente, a meterse en la boca del lobo.

Crítica a los partidarios de la manipulación genética

Ante los planteos de Norman Borlaug -padre de la Revolución Verde de los años 50s y 60s y defensor de una segunda revolución verde-, Lorna Haynes sostiene que sus premisas son falsas:

1. El problema del hambre se solucionará produciendo más alimentos, afirma Borlaug; sin embargo, actualmente se produce más alimentos del necesario para alimentar a todo el mundo. Empero 40% del maíz producido se destina a la alimentación de animales, lo cual evidencia que no se trata simplemente de producir más alimentos. Las corporaciones encargadas de producir transgénicos saben esto, señala la especialista, haciendo la siguiente cita de Steve Smith, director de la compañía de biotecnología Novartis: “Si alguien le dice que la manipulación genética va a alimentar al mundo, dígales que no lo hará. -Para alimentar al mundo, se requiere de voluntad política y financiera- no se trata de producción”.

2. La agricultura transgénica aumentará la productividad, mantiene Borlaug. No obstante, estudios demuestran que: Los transgénicos no rinden más que los cultivos naturales; pueden ser más contaminantes e introducen nuevos riesgos; la productividad no es “una característica” de una planta asociada a un sólo gen cuya inserción pueda darle esta característica. Por ello, no es objeto de desarrollo por parte de las empresas, cuya política se concentra en rasgos controlados por un sólo gen, ya que ello sí resulta rentable.

En Centroamérica organismos de la sociedad civil y movimientos ambientalistas, como la Red Ciudadana frente a los Transgénicos en El Salvador, acusan que se está haciendo hincapié en los beneficios potenciales que los OGM encierran para los países, pero soslayando los impactos que pudieran tener en la salud, el medio ambiente y la economía, que a su entender son muchos. En este país centroamericano, un 80% de los alimentos consumidos son o contienen elementos transgénicos; se mencionan como ejemplos el aceite de canola, el cereal de trigo, la soya y algunos fármacos.

El ingeniero agrónomo y profesor de la Facultad de Ciencias Agropecuarias de la Universidad de Panamá, Pedro Rivera Ramos, después de plantear que la principal característica del proceso que hoy se desenvuelve es que por primera vez se hace posible una transferencia genética horizontal que implica el intercambio de material genético de animales a plantas y viceversa -poniéndose así fin a las insuperables barreras que la misma evolución había impuesto-, hace, con franqueza sea dicho, un profundo razonamiento que merece tomarse muy en cuenta: “A los partidarios y entusiastas de estas técnicas de manipulación genética, no parece haberles importado demasiado este comportamiento tan precavido y tan asombroso de la Naturaleza”.

El problema de la seguridad alimentaria

Gran parte del problema del hambre descansa en que el sistema agroalimentario está en manos de unas pocas corporaciones transnacionales que controlan el suministro de alimentos desde la semilla hasta el producto (Monsanto, Cargill; Syngenta, Dupont, Archer Daniels Midland, etc.), cuyo interés primordial no es resolver los problemas del hambre, sino obtener cada vez mayores ganancias. De estas empresas, Monsanto es la que vende incomparablemente más semillas transgénicas: Su informe anual la cataloga como “el líder mundial en agricultura biotecnológica” y sostiene que “sus variedades cubren más del 90% de la superficie total sembrada con cultivos transgénicos”. Para colmo de males, acusa Liliane Spendeler, Monsanto está llevando hasta el extremo su afán por las patentes, ya que denuncia a los agricultores que han visto sus campos “contaminados por semillas transgénicas patentadas por “utilizarlas” sin pagarlas!”. Priva de esta manera a los agricultores del derecho fundamental a guardar, mejorar, utilizar e intercambiar sus propias semillas.

Es en verdad alarmante lo cada vez más lejos que día a día avanza la apropiación capitalista. El seis de mayo del presente año, la Monsanto consiguió hacer valer su patente de especie (PE 301 749 de 1994) para toda la soja transgénica. Ello significa que, desde ahora, esta especie se encuentra en manos de una corporación, que gracias a ello controla, un 50% de la soja a escala internacional.

En correspondencia con lo anteriormente expresado, en las conclusiones de un panel sobre transgénicos promovido por el Consejo Nacional de Universidades (CNU), efectuado en la Universidad Politécnica de Nicaragua, en parte se concluyó que la raíz del hambre y la desnutrición no es la carencia de alimentos, sino la falta de acceso a los mismos. Esto último está, a su vez, condicionado por la pobreza y la enorme diferencia de ingresos entre los ricos y los pobres del mundo, y se ve agravado por la situación de conflicto armado y degradación ambiental.

Con la contaminación genética se puede perder definitivamente la opción y el derecho a consumir alimentos libres de transgénicos. En México, centro de origen y diversidad del maíz, muchas variedades tradicionales de maíz ya están contaminadas con maíz transgénico Bt (Bacillus thuringiensis). Ello constituye una pérdida irreversible de este patrimonio humano, fuente única para el desarrollo de nuevas variedades. Las variedades de maíz existentes en México, aporta Carmelo Ruiz Marrero, “se desarrollaron buscando resaltar rasgos favorables como su valor nutricional, la tolerancia a suelos ácidos o salinos, la resistencia a sequías, heladas o vientos fuertes, su inmunidad a enfermedades, y otros”; existe incluso una variedad, agrega, que puede fijar su propio nitrógeno.

De gran importancia en el debate sobre los transgénicos es, pues, lo relativo a la seguridad alimentaria. Aurelio Suárez Montoya, en su artículo “El debate y la resistencia en la globalización de la agricultura”, expone que los “librecambistas” reducen unilateralmente este asunto tan vital a la disponibilidad que tengan las naciones para acceder a los alimentos, lo que al entender de los mismos se garantiza por el libre comercio que, pretendidamente, “permite a las naciones que no son autosuficientes en la producción alimenticia subsanar sus carencias comprando a quien posea en exceso los géneros principales de la dieta básica”. No obstante, la experiencia de Gambia, por ejemplo, es en este sentido aleccionante. El colonialismo obligó a este país a pasar de su condición de gran productor de arroz, agrega el mismo autor, a la de productor de almendras, obligándolo luego a minimizar el hambre sobre su territorio importando arroz.

En este sentido, en el debate sobre transgénicos en la UPOLI al que ya se hizo referencia, se planteó que si los OGM “se desarrollan y aplican sin tener en cuenta la protección de la biodiversidad, en particular si se desarrollan exclusivamente para los monocultivos intensivos, representarán un peligro todavía mayor para una agricultura basada en la diversidad”. En el mismo foro, se advirtió que los monopolios nunca han sido benéficos porque atan a los pueblos al privarlos de la capacidad de decisión. Del rico historial de abusos de las transnacionales dueñas de patentes, en especial la Monsanto, se derivan consecuencias preocupantes. Propiamente se trata de que, de imponerse la voluntad de las trasnacionales, las economías pobres quedarían aún más sometidas a sus dictados, recurriendo a la propiedad de sus patentes. Lograrían así uniformar a los países, indicándoles qué, cómo y cuándo sembrar, así como el precio a pagar. “Si a esto le unimos los subsidios agrícolas que los países desarrollados pagan a sus productores, veremos que el sometimiento de la periferia al centro será aún mayor”, leemos en las conclusiones de dicho debate. A lo anterior se agrega que la firma del CAFTA en lo tocante a los transgénicos, se destina a lograr su libre producción y comercialización, sin que sea posible aplicarles regulaciones legales de ningún tipo.

Ante la amenaza que representan las grandes corporaciones de transgénicos para la soberanía alimentaria de los pueblos, Vía Campesina (movimiento internacional que coordina organizaciones campesinas de Asia, África, América y Europa), define la Soberanía Alimentaria como “el derecho de los pueblos, de sus países o uniones de Estados a definir su política agraria y alimentaria, sin dumping frente a terceros países”.

El mismo movimiento desenvuelve el concepto de Soberanía Alimentaria explicando que éste va más allá del concepto de Seguridad Alimentaria que se limita a asegurar que se produzca suficiente cantidad de comida con garantía sanitaria, pero sin considerar la comida que se produce y obviando cómo, dónde y en qué escala producirla. Para este movimiento, la Soberanía Alimentaria involucra entre otras cosas, dar prioridad a la producción agrícola local para alimentar a la población; el acceso del campesinado a la tierra, al agua, a las semillas y al crédito; su derecho a producir alimentos y el de los consumidores a decidir lo que quieren consumir y cómo y quién se los produce; el derecho de los países a protegerse de importaciones agrícolas y alimentarias muy baratas; precios sobre los productos agrícolas vinculados con los costos de producción; participación real de los pueblos en la definición de políticas agrarias.

La alternativa agroecológica

A la hora de examinar el problema del hambre, es esencial considerar los sistemas agrícolas que se proponen para ello. El de la de la Revolución Verde es uno de ellos, pero ya se conocen sus impactos negativos en el ambiente y en las condiciones socio-económicas predominantes en el Sur. Baste señalar para el caso de Nicaragua, lo que acota Edgardo García, quien recuerda lo siguiente:

“… en esa zona algodonera (la de Occidente) el hombre del campo ni siquiera animales domésticos podía criar, porque la fumigación acabó con los peces de los ríos (…) el veneno envenenó los ríos, mató los peces (…) acabó con los pájaros, terminó con el ganado, con algunos animales, vacas que podía criar el campesino, arrasó con las gallinas, con los chanchos (…) con el perro (…) compañero del hogar de los trabajadores del campo”. Las secuelas de esa contaminación, como se sabe, se hacen sentir hasta el día de hoy: Al respecto, el terrible drama de los afectados por el Nemagón es más que elocuente.

Conviene, entonces, considerar el enfoque tecnológico propuesto por la Agroecología, porque, como señalan Altieri y otros autores, basándose en la experiencia de muchos pueblos del mundo:

a) Es un camino alternativo a la productividad (intensificación agrícola); se fundamenta: en el conocimiento agrícola del lugar y en técnicas que se adecuan a las condiciones locales; en el manejo de diversos recursos e insumos de la unidad productiva donde se aplica y en la incorporación de los principios y recursos biológicos -aprovechables por los sistemas agrícolas- en el conocimiento científico actual.

b) Ofrece la única vía práctica de recuperación real de tierras cultivables degradadas por prácticas convencionales.

c) Es la única manera segura de preservar el ambiente y es un sistema solventable para los pequeños productores de las zonas marginales, con lo que éstos pueden intensificar su producción de forma sustentable.

d) Sólo este sistema hace posible la reversión de la tendencia contra los trabajadores rurales, propia de aquellas estrategias que hacen hincapié en la adquisición de insumos y maquinaria.

Finalmente, debemos decir que no se duda que los transgénicos, en sí mismos, podrían ser potencialmente beneficiosos para la humanidad en su conjunto, pero, hoy por hoy, en manos del capital transnacional, representan incomparablemente más riesgos que beneficios y una amenaza directa a la soberanía alimentaria de los pueblos del mundo. Este y no otro es el quid del asunto. Por ello se impone la necesidad de rechazar su promoción y consumo; así como profundizar su investigación hasta niveles que superen notablemente su estado actual, librándola eso sí, del sesgo librecambista que hoy le imponen las grandes transnacionales.

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Fuente: Revista Rebelión

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