Las razones para oponerse a la instalación de granjas porcinas
Especialistas de diversas disciplinas advierten sobre los impactos sanitarios, ambientales y económicos del proyecto y proponen alternativa.
Primer acto. China se consolida como principal productor mundial de carne porcina. Aplica formas de producción intensiva y condiciones de hacinamiento extremo. Es un caldo de cultivo ideal para la peste porcina africana, que llega al país en 2018 y se expande rápidamente.
Segundo acto. Para frenar la propagación del virus, China sacrifica unos 200 millones de cerdos (en muchos casos, incinerándolos o enterrándolos vivos). La producción porcina cae un 30% en 2019. Para no perder mercados, China decide buscar otro país para instalar sus megagranjas de cerdos.
A mediados del 2020, el Gobierno argentino anunció un convenio con China para instalar megafactorías de chanchos en el país. Hubo un rechazo masivo y la firma del acuerdo se suspendió, pero no se canceló.
Tercer acto. El 6 de julio de 2020, en plena pandemia de covid-19, el entonces ministro de Relaciones Exteriores y Culto de la Argentina, Felipe Solá, anuncia una “asociación estratégica” con el ministro de Comercio de la República Popular China, Zhong Shan, para producir 9 millones de toneladas de carne porcina y abastecer al gigante asiático.
¿Cómo se llama la obra?
“Geopolítica de la enfermedad. Así llamamos nosotros a la estrategia de los países centrales para sacarse de encima las industrias que contaminan y trasladarlas a los países que han sido asignados por dicha geopolítica como las áreas de sacrificio del mundo”, afirma el médico Damián Verzeñassi, director del Instituto de Salud Socioambiental de la Universidad Nacional de Rosario (UNR).
Concebir la salud desde una perspectiva socioambiental, dice Verzeñassi, tiene que ver con que no es posible pensar en la salud humana en un contexto de territorios enfermos. “Si este acuerdo se concreta, estaríamos habilitando la transformación de nuestros territorios en el chiquero de China”, advierte.
Un cuento chino
El anuncio de Cancillería sobre el acuerdo porcino con China no fue el primero. En enero del 2020, la empresa Biogénesis Bagó, especialista en medicamentos de uso veterinario, había adelantado la inminente firma de un memorando de entendimiento entre la Asociación Argentina de Productores Porcinos y la Asociación China para la Promoción y el Desarrollo Industrial para un proyecto “que podría impulsar inversiones por US$27.000 millones en los próximos cuatro a ocho años”.
Cuando el Gobierno nacional confirmó la noticia, se produjo un rechazo masivo desde diversos sectores de la sociedad que desembocó en la realización de una marcha federal el 25 de agosto del 2020. “Basta de falsas soluciones”. “Agronegocio es muerte”. “Prometen trabajo, cosechan pandemias”. Las consignas de protesta y las performances de activistas con máscaras de cerdos se multiplicaron por todo el país. El movimiento logró que la firma del acuerdo se postergue, primero hasta noviembre y luego de forma indefinida.
Sin embargo, mientras el Gobierno nacional asegura que el acuerdo está frenado, algunas provincias comenzaron a trabajar en convenios por su cuenta. El caso más claro es el del Chaco, que según comunicó el propio gobernador Jorge Capitanich, avanza en la instalación de tres megafactorías de cerdos en la provincia.
Una de las objeciones son las enormes cantidades de granos y de agua que se necesitarían para alimentar a los animales.
“Hay una falta de información alarmante. Circulan dos versiones principales. Una es la del año pasado, donde se hablaba de instalar 25 megafactorías de cerdos con 12.500 madres cada una. La otra que trascendió después es que estarían avanzando en escalas más reducidas, de 2500 madres, que sigue siendo una escala grande. En cuanto a los lugares donde se instalarían, no hay muchas precisiones”, cuenta el doctor en Biología Guillermo Folguera, investigador del Conicet e integrante del Grupo de Filosofía de la Biología de la Universidad de Buenos Aires (UBA).
Folguera fue parte del grupo de científicos y activistas que, apenas se anunció el acuerdo, impulsó la declaración titulada “No queremos transformarnos en una factoría de cerdos para China ni en una nueva fábrica de pandemias”. También es uno de los autores de 10 mitos y verdades de las megafactorías de cerdos, una publicación que analiza los riesgos socioambientales de avanzar con un proyecto de esta magnitud. Allí, expertos como la socióloga Maristella Svampa y el abogado Enrique Viale afirman que “convivir con una factoría de animales es convivir con una fábrica contaminante, olorosa y destructiva del aire, el suelo y el agua”.
Por su parte, la doctora en Economía Karina Forcinito, investigadora de la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS), remarca otro aspecto del proyecto que genera polémicas: el alto grado de explotación y maltrato animal. “Se trata de fábricas intensivas que son como edificios donde los animales no ven el sol ni pisan el pasto en toda su vida –dice–. Viven encerrados en condiciones de hacinamiento donde las reproductoras no hacen otra cosa que parir”.
La culpa no es del chancho
Como si fuera la versión siglo XXI de la Campaña del Desierto, un argumento reiterado por parte de algunos funcionarios es que las megagranjas se instalarán en espacios “vacíos”, donde “no hay nada”. “El Gobierno lo anunció como una buena noticia y se encontró con un rechazo masivo. Yo lo comparo con el tema del trigo transgénico. En ambos casos, se presentó como una política de consenso, pero no fue así. Es importante que haya un debate participativo donde las comunidades decidan si aceptan o no la instalación de estas megafábricas en su territorio”, señala el ingeniero agrónomo Fernando Frank, integrante de la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria y Bioética del Sur (CaLiSA Biosur) de la Universidad Nacional de San Luis (UNSL).
Los motivos del rechazo son numerosos y diversos. Folguera cuenta que una de las principales objeciones tiene que ver con las enormes cantidades de granos y de agua que se necesitarían para abastecer a los animales, lo que profundizaría el avance de la deforestación y de los cultivos transgénicos. Otro motivo es la contaminación que genera tanto el uso de antibióticos para engorde animal como los desechos que estos producen, que pueden ser de hasta 16 litros diarios de excrementos por cerdo.
“También hay que tener en cuenta que, como cualquier industria contaminante, afectaría a otras producciones que se realizan en el territorio y requieren condiciones ambientales sanas, como la apicultura y el turismo. Otras razones se vinculan con la pérdida de puestos de trabajo para los pequeños productores y con el maltrato animal que implica este tipo de producción”, indica el biólogo.
Por su parte, Verzeñassi y otros autores publicaron el informe “La salud hecha un chiquero”, donde recopilan estudios científicos y experiencias realizadas en territorio para explicar los riesgos sanitarios y ambientales del proyecto. Como muestra, algunos números que grafican la situación: el acuerdo nacional implica el uso de 12.000 millones de litros de agua solo para consumo animal; la cría de cerdos emite 668 millones de toneladas de dióxido de carbono por año y, por lo tanto, profundiza los efectos negativos del cambio climático; y los olores emanados de este tipo de criaderos comprenden al menos 330 compuestos químicos diversos.
Otro motivo del rechazo es la contaminación que genera tanto el uso de antibióticos para engorde animal como los desechos que estos producen, que pueden ser de hasta 16 litros diarios de excrementos por cerdo.
Otra problemática mundial que profundiza este modelo productivo es el de la resistencia bacteriana, debido al exceso en el uso de antibióticos. “En Estados Unidos, el 70% de los antibióticos utilizados van directo para el ganado. Su función es eliminar los microorganismos del sistema digestivo. Esto genera un trastorno metabólico que hace que aumente la producción de grasas en los cerdos y engorden más rápido”, indica Verzeñassi.
En el trabajo, los investigadores también abordan la proliferación de insectos y animales vectores de enfermedades a raíz de la contaminación y el hacinamiento generado por estos establecimientos. Según los estudios recopilados, las comunidades vecinas a los criaderos industriales de animales experimentan una mayor densidad poblacional de moscas, dentro de las cuales se aislaron al menos 130 patógenos diferentes. Otros vectores que se mencionan son los roedores y los mosquitos, todos ellos con potencial pandémico por constituir reservorios ideales para el surgimiento de nuevas enfermedades infecciosas.
Otra problemática mundial que profundiza este modelo productivo es el de la resistencia bacteriana, debido al exceso en el uso de antibióticos.
En la misma línea, el informe “Megagranjas porcinas: más control corporativo y nuevas pandemias”, elaborado por Frank para el colectivo Acción por la Biodiversidad, analiza la relación entre la producción agroalimentaria industrial y la pandemia de coronavirus. En este sentido, señala que en el último tiempo hubo un aumento de enfermedades zoonóticas (patógenos que se transmiten de animales a humanos) debido a la destrucción de ambientes naturales, que habilita un contacto entre especies que antes no existía.
También menciona un aumento de enfermedades crónicas no transmisibles, como diabetes, cáncer y problemas cardiovasculares, que son factores de riesgo de covid-19 y tienen su origen en la malnutrición derivada de la alimentación con comestibles ultraprocesados. “Muchas personas que fallecieron por covid y tenían factores de riesgo fallecieron también por esas otras enfermedades vinculadas a malos hábitos alimentarios y a formas de producción agroindustrial”, apunta el ingeniero.
Reproductoras de desigualdad
“A nuestro alrededor hay 1500 cerdas acomodadas en pequeños cubículos. Están echadas de costado y aplastadas por barrotes que las mantienen fijas al suelo. […] La cerda aprisionada que miro tiene el lomo ensangrentado, las patas delanteras dobladas porque seguramente habrá caído sin forma de acomodarse mejor. Tiene 10 lechones prendidos de las tetas, pero no se puede acercar a ellos, no los puede limpiar, no los puede oler, no los puede mover: la cerda es en ese momento lo que necesita la fábrica que sea: un contenedor de leche al que los cerdos se acercan para engordar”.
Así describe la escritora y periodista Soledad Barruti, en el libro Malcomidos, su visita a un galpón de engorde de cerdos. Ese es el método que utilizan los productores de carne porcina que aplican el sistema de producción intensiva en confinamiento, el mismo que usan los emprendimientos de gran envergadura como las megagranjas chinas.
¿Cuál es el argumento económico para intentar justificar esta tortura animal? Mejorar el rendimiento, aumentar las exportaciones, generar divisas. También suele apelarse al discurso de la generación de empleos. Sin embargo, la economista Forcinito señala: “Lo que hacen es sumar los nuevos puestos de trabajo, pero no explicitan los que se perderían en las pequeñas y medianas producciones al no poder competir con el costo que estas empresas logran por unidad producida. Tampoco calculan los costos socioambientales que generan y que terminará pagando la sociedad porque sabemos que grandes fábricas implican grandes epidemias. Además, no son empleos de calidad, ya que los trabajadores están expuestos a excrementos y olores que pueden ocasionar enfermedades”.
En la Argentina, el 96,5% de los establecimientos dedicados a la producción porcina corresponde a pequeños productores, que tienen menos de 50 cerdas reproductoras. Son la gran mayoría, pero su dotación representa apenas más de la mitad de la población total de reproductoras (55,6%). Ellos realizan cría tradicional a campo y se apoyan en la lógica de la agricultura familiar.
En tanto, los productores medianos son el 2,5% de los establecimientos, tienen entre 51 y 100 reproductoras, representan el 14% de la población total y utilizan técnicas mixtas de cría a campo y en confinamiento. Finalmente, los grandes productores conforman el 1% restante de los establecimientos, concentran el 30% de las reproductoras (algunos llegan a tener hasta 7000) y utilizan la técnica de producción intensiva en confinamiento.
Mientras el hermetismo oficial continúa, el debate público en torno al acuerdo porcino sigue a punto de ebullición.
“Tener 25 megagranjas va a generar mayor concentración del capital, desplazando a la pequeña y mediana producción junto con su forma de vida, que está arraigada a la tierra. Es necesario tener una mirada sistémica de estos proyectos. No se puede pensar solo en el dólar de exportación que va a ingresar en el corto plazo sin pensar en los daños dinámicos socioambientales que habrá en el mediano y largo plazo”, sostiene la economista.
Por eso, considera que desde las políticas públicas debería fomentarse más la producción basada en una transición agroecológica justa. “Es necesario apostar por la generación de más sistemas integrados de agricultura y ganadería –afirma–. El sistema agroecológico integrado ha mostrado viabilidad técnica y económica en muchos países, mientras que la experiencia de megagranjas instaladas en otros lugares, como pasó en Granada, España, ha sido nefasta. Además, estos proyectos obligan a importar tecnología de esos países, lo cual también tiene un efecto negativo sobre la balanza de pagos”.
Los mejores salamines del condado
Claudio Demo es ingeniero agrónomo e integra junto con otros productores de Río Cuarto, Córdoba, la cooperativa de carne y chacinados Cooperchac. “Tenemos los mejores salamines de la zona. No les ponemos nada, no están adulterados. Solo los hacemos como los hacían nuestros abuelos en el campo”, cuenta Demo, orgulloso.
Los productores de Cooperchac practican la producción mixta: tienen cerdos, vacas, gallinas y agricultura. Los últimos años no fueron fáciles. “Te puedo nombrar unos 50 productores de la zona que hace 10 años hacían cerdo y hoy no hacen más porque las condiciones del mercado, manejadas por empresas procesadoras como Paladini, no nos favorecen. Hace poco, se abrió la importación de carne porcina de Brasil y terminamos vendiendo a un precio menor al costo”, asegura. A su vez, señala que en el gobierno de Cristina Kirchner se hicieron inversiones para capacitar a los pequeños productores. “¿Pero de qué sirve si luego el mercado es manejado por las empresas concentradas?”, plantea.
Por eso, cuando supieron del acuerdo con China, Demo redactó junto con otros productores una “Propuesta para una producción porcina sustentable”. Allí, integrantes de organizaciones como la Federación de Cooperativas Federadas (Fecofe) y la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT) señalan que la agricultura familiar tiene capacidad y experiencia para producir la misma cantidad de toneladas que las megagranjas, pero con resultados positivos para el ambiente.
En el documento, proponen que, con intervención del Estado y “sin esperar que lluevan inversiones chinas”, la producción se puede incrementar a 1.200.000 toneladas en tres años. Esa cifra se alcanzaría apoyándose en los más de 30.000 productores familiares que hoy están en actividad, más la suma de 10 o 15.000 que hubieran dejado la actividad en estos años o que quisieran iniciarse en la producción porcina.
“Nosotros necesitamos un trabajador cada 30 madres, mientras que ellos necesitan uno cada 100-120 madres. Para un país que tiene una desocupación altísima, eso sería una inversión. Además, las megagranjas implican la importación de materia prima y tecnología de China. En cambio, si les das un crédito a los pequeños productores, van a ir a comprar insumos a la ferretería de la esquina y van a apoyar la industria local”, argumenta Demo.
Por otro lado, el productor explica que, en la agricultura familiar, las ganancias se miden con una lógica distinta de la capitalista. “Nuestra rentabilidad de capital es más baja, pero para nosotros los animales tienen otro significado. Tienen nombres, les conocemos la historia. Además, al tener integrada la agricultura y el ganado, nada en nuestra producción se pierde ni termina siendo una molestia ambiental. Los excrementos del cerdo se usan como fertilizante para el suelo. Tenemos casos de productores que tienen una producción de maíz espectacular y no ponen un gramo de agroquímicos”, asegura.
Con un poco de ayuda del Estado
Para Demo, la propuesta de los pequeños productores no solo es viable, sino que es más sustentable que las megagranjas, ya que cuando China recupere la posibilidad de producir en su país, nada garantiza que la demanda por la carne porcina argentina se sostenga. “Tenemos todo para hacerlo: la experiencia, los productores, el conocimiento generado por las universidades y el INTA (Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria). Solo necesitamos que el Estado apoye nuestro trabajo”, remarca.
Mientras el hermetismo oficial continúa, el debate público en torno al acuerdo porcino sigue a punto de ebullición. “No tengo dudas de que el acuerdo va a seguir avanzando. Lo que sí creo es que van a cambiar un poco la escala para bajar la presión social”, opina Folguera. Por su parte, Frank reconoce que hubo un avance positivo por parte del Gobierno al reconocer en varias ocasiones la existencia de dos sistemas de producción, el de la agroindustria y el de la agricultura familiar, campesina e indígena. “El error es querer apoyar a las dos por igual. El Estado tiene que limitar a la agroindustria y apoyar más a la agricultura familiar”, indica.
"El Estado tiene que limitar a la agroindustria y apoyar más a la agricultura familiar."
Fernando Frank
Para Forcinito, es urgente realizar una evaluación ambiental estratégica que incluya participación ciudadana, en especial de las comunidades que tendrán impacto directo. “Si los riesgos son grandes, hay que aplicar lo que en economía ecológica se llama principio precautorio y apostar por otro tipo de proyectos, enmarcados en una transición agroecológica justa”, afirma.
Verzeñassi coincide y agrega que utilizar modos de producción más soberanos tiene relación directa con brindar una alimentación más sana. “Desde el consumo también podemos modificar algunas prácticas. Es cierto que si estás contando las monedas para llegar a fin de mes es difícil que te pongas a pensar en la calidad de lo que consumís. Pero es ahí donde el Estado tiene la obligación de garantizar que el acceso a alimentos de calidad sea un derecho y no un privilegio para quienes lo pueden pagar”, finaliza.
Fuente: La Nación