La política en la ciencia de la tecnología transgénica
"Cuestiono la supuesta objetividad científica de los que promueven los productos transgénicos. Para ello, proveo ejemplos de cómo la ciencia, incapaz de desentenderse de la realidad político-económica, se politiza, de forma que la definición de lo que es científicamente válido (“el consenso” del que nos habla Irizarry Quintero en su escrito) está inevitablemente influenciada por una lucha política en la que los productores de transgénicos invierten grandes sumas de dinero."
Por Gustavo García López | 9 de Mayo de 2014
La independencia y la objetividad científica
En un artículo reciente, publicado en 80grados, titulado Desmitificando los GMOs, Rafael Irizarry Quintero defendía los productos transgénicos o genéticamente modificados (en inglés, GMOs), argumentando que los activistas que se oponen a ellos habían generado desinformación, y que la opinión pública está “nublada”, con muchas personas enfocadas en “teorías de conspiración” que generan temor y confusión acerca de la biotecnología involucrada en su producción. Señalaba, además, que esos activistas retrasan los avances de la ciencia y que los científicos que se oponen a los transgénicos son una “minoría” comparable a la de los creacionistas y los que no creen que el calentamiento global es causado por los humanos (como veremos, estos últimos se parecen mucho más a los pro-transgénicos). El artículo en general se basaba en una oposición binaria en la que se privilegia la ciencia (su ciencia) sobre esa minoría de locos que no creen en los transgénicos. Estos argumentos no son nuevos ni exclusivos al tema de los transgénicos; han sido usados históricamente contra aquellos que confrontan procesos corporativos de acumulación de capital.
En esta columna, me dedico a de-construir ese planteamiento falaz, que repite acríticamente el mantra que hemos venido escuchando de los promotores de los transgénicos (las corporaciones y sus aliados en el gobierno, la ciencia y la filantropía), y que ha ido desmoronándose con cada vez mayor velocidad en los últimos años. Específicamente, cuestiono la supuesta objetividad científica de los que promueven los productos transgénicos. Para ello, proveo ejemplos de cómo la ciencia, incapaz de desentenderse de la realidad político-económica, se politiza, de forma que la definición de lo que es científicamente válido (“el consenso” del que nos habla Irizarry Quintero en su escrito) está inevitablemente influenciada por una lucha política en la que los productores de transgénicos invierten grandes sumas de dinero en promoción, cabildeo e investigación, y, en contubernio con gobiernos, reprimen las actividades científicas contrarias a sus intereses. Como veremos, en este contexto se hace imposible separar a Monsanto y las demás empresas transgénicas (Syngenta, Aventis, CropScience, Dupont, etc.) del debate “científico” sobre el tema.
No me detendré aquí en las razones por las cuales el modelo transgénico-tóxico representa un desastre para la salud y el medioambiente, ya que esto ha sido ampliamente documentado en otros escritos. 1 Basta señalar que hay un cúmulo creciente de investigaciones que demuestran que los transgénicos constituyen un riesgo real para la salud y al ambiente, y que, desde una perspectiva científica, lo que procedería es el principio de precaución, que requiere, como dice el dicho popular, “prevenir antes que tener que remediar”.
La independencia en la ciencia 1: el financiamiento de la ciencia “amiga”
My academic adviser told me my best bet was to write a grant for Monsanto or the Department of Homeland Security to fund my research…It was communicated to me on more than one occasion throughout my education that I should just study something Monsanto would fund rather than ideas to which I was deeply committed. I ended up studying what I wanted, but received no financial support, and paid for my education out of pocket.
-Estudiante doctoral en una universidad pública de Estados Unidos (citada en Monsanto’s college strangehold)
Una de las condiciones básicas de operación de la ciencia moderna es la independencia, neutralidad y objetividad de los científicos; en ese sentido, la ciencia se construye como el árbitro para resolver los problemas sociales. No obstante, la realidad es que, en vista de la reducción masiva de fondos gubernamentales para las universidades, que ha venido ocurriendo progresivamente desde los años 80, los científicos y sus centros de investigación dependen cada vez más del apoyo de fundaciones privadas y las grandes industrias (la farmacéutica, la de productos de belleza, la de alimentos transgénicos, la de agro-tóxicos) para llevar a cabo su labor investigativa. Hace varias décadas, Rachel Carson, (científica que se hizo famosa con su libro Silent Spring (1962),en el que denunciaba la contaminación industrial de las aguas en Estados Unidos y sus consecuencias para la salud humana y de los ecosistemas) ya nos alertaba sobre esta influencia indebida. También advertía sobre el peligro que representaba el “interés individualista” de estas industrias, su influencia sobre el gobierno y la necesidad de regularlas.
Cincuenta años después del trabajo de Carson, la situación ha empeorado sustancialmente. Daniel Greenberg, reconocido periodista en el tema de la intersección de la política y la ciencia, volvía a alertar en Science, Money, and Politics: Political Triumph and Ethical Erosion (Chicago: University of Chicago Press, 2002) sobre este entramado de conflictos de interés y supresión de resultados por parte de los sponsors corporativos de las investigaciones, llevando a la “erosión de la ética científica”.
Más recientemente, un informe de 2012 de la organización Food and Water Watch sobre el financiamiento de la investigación agrícola en más de 100 universidades públicas (las llamadas “land-grant institutions”), encontró que, para el 2010, la inversión de las corporaciones transgénicas y agro-tóxicas representaba casi el 25% del total de fondos, comparado con solo el 15% del Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA). 2 En 2006, la suma total de esta inversión corporativa alcanzó 7.4 billones de dólares, y casi un tercio de los profesores en programas agrícolas reportaron haber trabajado como consultores de corporaciones transgénicas.
Al financiar proyectos de investigación, las corporaciones influyen directamente en las preguntas que se hacen, y en qué puede hacerse con los resultados de los cuales muchas veces contractualmente ellas son dueñas. Así, las corporaciones han logrado evitar hacer públicos resultados que son contrarios a sus intereses, y han retirado fondos a los que logran publicarlos. Recientemente, Monsanto, Syngenta y Bayer se han negado a compartir información sobre investigaciones en torno a tres variedades de maíz transgénico, alegando que era información comercial privilegiada. En el caso de Monsanto, una corte alemana tuvo que forzar a la empresa a entregar los datos. En otro caso, la empresa dejó de entregar semillas a investigadores húngaros luego de que estos encontraron algunos resultados preliminares inconvenientes para la empresa. También comisionan estudios para producir “publicaciones fantasmas” que critiquen otros estudios desfavorables pero que aparenten ser “independientes”.
Finalmente, las corporaciones transgénicas también han logrado infiltrar la administración universitaria. En algunos casos, como South Dakota State y Iowa State, presidentes o miembros de las juntas de gobierno universitarias son además miembros de juntas de directores de corporaciones transgénicas. En Iowa State tienen el Monsanto Student Services Wing; en Minnesota, el Cargill Plant Genomics Building; en Missouri el Monsanto Auditorium; y en Purdue el ConAgra Foods, Inc. Laboratory. Todo esto no debería sorprender. ¿De verdad pensamos que una corporación cuyo principal motivo es generar lucro, va a producir información contraria al producto del que depende dicho lucro? En ese contexto, hay que preguntarse (¿retóricamente?) si una universidad con un edificio a nombre de Monsanto puede hacer investigación objetiva y crítica sobre los productos de dicha corporación.
Estudios recientes demuestran que esto es muy poco probable. Por ejemplo, dos de los expertos que sirvieron en el panel asesor científico de la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA, por sus siglas en inglés) en el proceso regulatorio de aprobación del herbicida Atrazine, concluyen en un estudio aún sin publicar, que el factor que mejor predice el impacto de los estudios sobre Atrazine es su fuente de financiamiento ( “A valuable reputation”, The New Yorker, 2/febrero/14). Lo mismo ocurre en los campos de la medicina y la nutrición; por ejemplo, estudios científicos comisionados por las corporaciones tabacaleras tenían 88 veces más probabilidad de concluir que no había efectos en la salud. 3 En otras palabras, las corporaciones transgénicas y agro-tóxicas van convirtiendo poco a poco a las universidades en centros para la investigación y desarrollo de productos y para relaciones públicas; el caso más evidente de esto último es el programa de Comunicación Agrícola de la Universidad de Illinois, Urbana-Champaign, que en 2012 recibió un donativo de $250,000 para crear un puesto de profesor.
La independencia de la ciencia 2: las relaciones públicas
…el problema con nuestra empresa es que no ha llevado el mensaje claro de la seguridad del producto…Desarrollamos semillas que rinden mejores frutos. Se trata de producir más con menos, para una mejor calidad de vida de los agricultores. Este tipo de industria agrícola es la más regulada del mundo.
-Juan Santiago, gerente de la estación experimental de Monsanto en Juana Díaz (citado en “Monsanto rechaza alegatos de opositores”, El Vocero, 28/abril/2014)
Si repites una mentira las veces suficientes, se convierte en verdad
–Idea central de la propaganda del gobierno de Adolf Hitler en la Alemania Nazi.
…una noticia mal contada es un asalto a mano armada.
-Calle 13, Multi-viral
En los años 80, Monsanto desarrolló la hormona de crecimiento bovino recombinada (rBGH), uno de los primeros productos transgénicos, para aumentar la productividad de las vacas lecheras. En vista de cuestionamientos críticos sobre el uso de la hormona por parte de algunos científicos, el Dr. Richard Burroughs, de la FDA, analizó la información provista por Monsanto y concluyó que la empresa estaba manipulando los datos. En 1989 fue expulsado de la FDA luego de quejarse ante el Congreso de la supresión de este hallazgo por parte de sus supervisores. En respuesta, Monsanto armó un ejército de compañías de relaciones públicas, entre ellas la reconocida empresa Burson-Marsteller, para promover el rBGH. Según recuenta la entidad Corporate Watch en su artículo de perfil sobre Burson-Marsteller, la estrategia implementada fue distribuir información pro-rBGH a los medios, a la industria y al público; además, los empleados de las empresas publicitarias crearon una coalición aparentemente cívica para presionar a los congresistas e infiltrar el movimiento contra el uso de la hormona. Burson-Marsteller, de paso, ya había trabajado con Union Carbide en el manejo del desastre de Bopal, India, y con Exxon en el derrame de petróleo del Exxon Valdés; también ha laborado con las empresas petroleras en la campaña contra la regulación de las emisiones de gases de invernadero, y en defensa de las empresas tabacaleras.
Posteriormente, al asesorar a Europabio (la asociación industrial europea de corporaciones transgénicas), Burson-Marsteller enfatizó que la batalla por los transgénicos no era técnica, sino de relaciones públicas, y recomendó que una de las principales estrategias debía ser desarrollar buenas relaciones con los medios de comunicación. Desde entonces, Monsanto et al. han invertido millones anualmente en relaciones públicas y en ciencia amiga (“advocate science”) para manufacturar una opinión supuestamente científica sobre la seguridad de estos productos que se resume en que (1) los transgénicos son inocuos para la salud y el ambiente y que no existe evidencia científica sobre el impacto al ecosistema y a la salud de sus productos, (2) que los asuntos son ‘muy complejos’ para ser entendidos por la ciudadanía, (3) que sus productos son beneficiosos para los agricultores, y por eso es que los consumen, (4) que son la esperanza para combatir el hambre y la malnutrición mundial, y (5) que el “miedo” es irracional y está causado por desconocimiento de la ciencia. (Un aparte: que mucho se parecen estas declaraciones a las de Irizarry Quintero).
En las campañas publicitarias y la producción de la ciencia amiga de los transgénicos, vemos en operación dos procesos. Por un lado, está lo que David Michaels, en su libro Doubt is their product: How industry’s assault on science threatens your health (Oxford University Press, 2008) ha llamado la “manufactura y magnificación de la incertidumbre” –la contratación por parte de las corporaciones transgénicas de “científicos” y relacionistas públicos para criticar ciertos estudios. Por otro lado, está el advocacy science, mediante el cual las corporaciones transgénicas seleccionan cuidadosamente a los científicos que van a hacer las investigaciones de la seguridad de los transgénicos para los procesos reglamentarios y luego, junto al gobierno y a organizaciones no-gubernamentales, se dedican a difundir el mantra pro-transgénico. Como explica Michaels:
“Industry has learned that debating the science is much easier and more effective than debating the policy… In field after field, year after year, conclusions that might support regulation are always disputed. Animal data are deemed not relevant, human data not representative, and exposure data not reliable.”
La independencia de la ciencia 3: entrando por la cocina (el “revolving door”)
Las corporaciones transgénicas, además de invertir en “ciencia amiga” y en relaciones públicas, han invertido mucho en el gobierno, tanto en cabildeo y donativos a congresistas y otros políticos, como en ‘infiltrar’ las propias estructuras administrativas del estado. El denominado sistema de revolving door de las agencias gubernamentales ha permitido que personal de las grandes empresas pase a trabajar en agencias como el Departamento de Agricultura (USDA) y la Administración de Drogas (FDA), y en ocasiones regrese luego a sus compañías. Actualmente, más de veinte científicos ex-empleados de Monsanto, Dow y Syngenta laboran en el gobierno de Estados Unidos, la mayoría en USDA y FDA. (Véase por ejemplo este reportaje). Estudios previos de la Unión de Científicos Consternados (UCS) han encontrado que cientos de científicos de las agencias gubernamentales en Estados Unidos han experimentado presiones políticas, y que en muchas ocasiones estas presiones estaban asociadas a las corporaciones.
Como resultado, los estados en distintas partes del mundo, empezando por Estados Unidos, han creado unas estructuras legales-reglamentarias y discursivas que apoyan la ciencia hegemónica a favor de los transgénicos y hacen muy difícil cuestionarla. Así, mediante sus procesos regulatorios, el gobierno define ante la opinión pública e incluso la comunidad científica lo que es ciencia válida. Por ejemplo, en el proceso de regular Atrazine, la EPA descartó decenas de estudios que demostraban un efecto negativo diciendo que no cumplían con su “estándar de calidad” e ignoró repetidamente las recomendaciones del panel; su decisión se basó casi exclusivamente en una reseña de la literatura comisionada por Syngenta.
En Europa, un informe de científicos de la organización Earth Open Source, detalla cómo la Comisión Europea ha ignorado estudios desfavorables sobre herbicidas con glifosato a la vez que resalta los estudios con resultados favorables para dicho producto. En 2010, la Comisión recibió copia de un estudio del gobierno de Argentina sobre malformaciones causadas por estos herbicidas, pero lo ignoró y retrasó el análisis científico sobre los riesgos de este producto por 3 años. Para sustentar esta acción, la Comisión argumentó que el estudio no era válido y se refirió a una evaluación de 1998 del gobierno alemán. No obstante, esa misma evaluación y los estudios de la propia industria transgénica desde principios de los 80 han demostrado el problema de las malformaciones. Este año, la asesora científica principal de la Unión Europea, Anne Glover, declaró que no hay evidencia contra la seguridad de los transgénicos y que, consecuentemente, no hay que aplicar el principio de precaución en su caso. Este año, el gobierno de Inglaterra presentó un informe realizado por un grupo escogido de ‘reconocidos’ científicos en el cual se validaba el mantra de las corporaciones transgénicas. El informe fue duramente criticado por algunos científicos y activistas ya que, a pesar de que se alegó que sus autores eran científicos “independientes”, todos tenían vínculos con estas corporaciones, según reveló un investigación periodística de The Daily Mail. Uno de los autores es consultor de Syngenta, y además su departamento recibe fondos de dicha empresa; otro es miembro fundador de CropGen, una entidad que describe su misión como “to make the case for GM crops and foods”; y otro fue codirector del séptimo Congreso Internacional de Biotecnología Molecular de Plantas, auspiciado por Monsanto, Bayer y Dupont. El informe coincidió con los intentos de desregulación de transgénicos del gobierno conservador de Inglaterra y el continuo rechazo de la ciudadanía a estos productos.
Como vemos, por medio de diversas estrategias y discursos políticos, se descarta como no-válida cualquier evidencia contra los transgénicos, muchas veces sin siquiera evaluarla en sus méritos. También estas estrategias sirven para validar y promover los transgénicos. Las regulaciones del gobierno tanto en Estados Unidos como en Europa también han sido clave para definir lo que es una metodología aceptable para medir el riesgo de los transgénicos, estableciendo un proceso sumamente amistoso para las empresas. Por un lado, se permite que los estudios de riesgo sobre estos productos sean conducidos por las mismas empresas que los elaboran (el ya mencionado advocacy science). Por otro, los estudios solo duran de 10 días a 6 semanas, lo cual impide evaluar efectos a mediano y largo plazo.
La independencia de la ciencia 4: la represión de la ciencia crítica
Controversies over science and technology are struggles over meaning and morality, over the distribution of resources, and over the locus of power and control.
–Deborah Nelkin, “Science Controversies: The Dynamics of Public Disputes in the United States”
…lo que tienen es jaqueca y el imperio contraataca…
–Luis Días, a.k.a. Intifada, Días de Odio
Cuando Rachel Carson publicó Silent Spring, se enfrentó a una campaña masiva de descrédito de parte de muchos científicos de la época. Como nos recuerda Rob Nixon en Slow violence and the environmentalism of the poor (Harvard University Press, 2011), a Carson la acusaron de ser ‘anti-tecnología’, ‘histéricamente sobre-enfática’ y ‘más emotiva que acertada’, y de estar bajo ‘influencias siniestras’ (léase, de mente ‘nublada’, conspirativa, anti-científica). Muchos de los comentarios de estos científicos denotaban una misoginia increíble, pero también mostraban los fuertes vínculos ya existentes entre la ciencia y la industria. De hecho, algunos eran empleados de las corporaciones contaminantes, como el Dr. Robert White Stevens, quien ofreció 28 charlas contra Carson en un solo año. La historia ha demostrado que Carson estaba en lo correcto, tanto en términos ecológicos (el impacto era real y severo) como en términos sociales y políticos (era urgentemente necesario regular esa contaminación). Desde entonces, esta reacción de la ciencia y la industria se ha repetido en muchos otros debates ‘científicos’ –como los librados en torno a los efectos del cigarrillo, la seguridad de productos industriales como el BPA (ingrediente de los plásticos) y el cambio climático– de forma más o menos intensa, según el poder de los intereses político-económicos afectados.
En el caso de los transgénicos y los agro-tóxicos asociados, vemos cómo a la par con toda la inversión de las empresas transgénicas (en ciencia, en relaciones públicas y en política), también se da un proceso de represión de los científicos que, con cada vez más fuerza, cuestionan los transgénicos e identifican alternativas a ellos. Las historias –que revelan un claro patrón de intento de supresión de hallazgos científicos disidentes, o lo que Delborne ha llamado impedimento (impedance), incluyen intimidación personal, pérdida de fondos de investigación, reprimendas profesionales por parte de las autoridades de las universidades en que trabajan, ostracismo e aislamiento, campañas de difamación (coordinadas por personal de relaciones públicas de las empresas transgénicas), cuestionamientos por tecnicismos, y sanciones sin precedentes por parte de las universidades. [vi] En todos estos casos, vemos que lo que es científicamente aceptable o ‘verdadero’ se define fundamentalmente en el contexto de debates políticos. Vemos además cómo la supuesta independencia e imparcialidad de las críticas ‘científicas’ quedan en entredicho al ver la secuencia de eventos y los involucrados. De hecho, las empresas transgénicas juegan un papel fundamental en definir los términos de ese debate y en la manufactura del ‘consenso’ científico. De esta forma, la ‘ciencia’ se construye en defensa de la concepción hegemónica en un momento dado. Cualquier información que sea contraria a esa visión dominante, sea de científicos o de ciudadanos (o de ciudadanos científicos), es atacada inmediatamente. Este proceso político es parte inherente, y no puede desasociarse, del debate científico.
La cantidad de científicos que han sido perseguidos de diversas formas (por las empresas transgénicas, las universidades o el gobierno) es espeluznante. Aquí, me detengo en cuatro historias: las de Ignacio Chapela, Tyrone Hayes, Árpád Pusztai y Gilles-Eric Seralini.
En el 2001, Chapela, profesor de Ecología en la Universidad de California-Berkeley, publicó en la prestigiosa revista Nature los resultados de una investigación que demostraba que el maíz de Oaxaca, México –uno de los centros de diversidad genética de este cultivo– estaba contaminado con maíz transgénico. En ese momento, en México estaba en vigor una prohibición al maíz transgénico. Esta investigación representaba un reto no solo al pensamiento científico hegemónico del momento, sino a intereses político-económicos muy poderosos. Entre otras cosas, la investigación deconstruyó el mito de la tecnología transgénica como algo preciso y bajo control, argumentos clave que han utilizado las empresas transgénicas para evitar ser reguladas. La respuesta no se hizo esperar: amenazas del gobierno mexicano, una carta firmada por cien científicos a favor de los transgénicos y en contra de Chapela, la retirada pública del apoyo al artículo por parte del editor de Nature (algo sin precedentes),una campaña masiva de descrédito de Chapela por correo electrónico firmada por supuestos científicos (que después resultaron ser empleados de una empresa de relaciones públicas que trabajaba para Monsanto),y una recomendación de rechazar la permanencia (tenure) de Chapela en Berkeley, que estaba bajo evaluación en ese momento. Estudios posteriores, no obstante, validaron los hallazgos del investigador.[vii]
La historia de Hayes está contada magistralmente en un artículo reciente de Rachel Aviv en la revista The New Yorker. Hayes, también profesor en Berkeley, recibió financiamiento de Syngenta a finales de los 90 para un estudio sobre el efecto del herbicida Atrazine en los anfibios. Atrazine es el segundo herbicida más utilizado en Estados Unidos y es aplicado a más de la mitad del maíz de ese país. Es además uno de los contaminantes más comunes en el agua potable –se estima que unos 30 millones de estadounidenses están expuestos a niveles trazos. En ese momento, Hayes ya había publicado más de veinte artículos sobre la endocrinología de los anfibios y uno de sus profesores lo consideraba el investigador más prometedor de su campo. Pero luego de que Hayes publicara varios artículos en PNAS, Nature y otras prestigiosas revistas científicas en los que mostraba que la exposición a niveles muy bajos de Atrazine –30 veces por debajo de los permitidos en el agua potable– causaba hermafroditismo y otros efectos en el sistema reproductivo de los anfibios, Syngenta respondió con una campaña masiva de relaciones públicas contra Hayes. Documentos desclasificados recientemente –producto de una demanda de 23 ciudades de Estados Unidos contra Syngenta por ocultar los efectos del herbicida– muestran que la empresa espió y estudió por años a Hayes buscando maneras de desacreditarlo y evitar que se citara su trabajo. Por un lado, Syngenta alegó que tres estudios no habían podido replicar los resultados de Hayes, y científicos contratados por la empresa criticaron su metodología en una carta a la revista PNAS. Por otro lado, comenzaron un ataque viral en los medios de comunicación. Posteriormente, otras investigaciones han encontrado una relación entre niveles de Atrazine en el agua y defectos de nacimiento.[viii] Syngenta, de paso, ha continuado su campaña de persecución contra investigadores y de promoción de sus productos por medio de entidades supuestamente objetivas, pero que reciben fondos de la empresa, como el American Council of Science and Health.
El caso de Pusztai, recogido por el investigador Jeffrey Smith para The Huffington Post ( “Anniversary of a Whistleblowing Hero”, 9/agosto/10), es aún más drástico. Este científico, especialista en proteínas lecitinas, llevaba 35 años como profesor en el prestigioso Instituto Rowett, de Aberdeen, Escocia, donde era el principal investigador a nivel mundial en su campo y había sido un promotor de los transgénicos; incluso Monsanto había citado su trabajo previamente como evidencia a su favor. En 1996, Pusztai ganó una competencia de fondos del gobierno inglés para desarrollar un protocolo de evaluación de seguridad para los transgénicos. Pero en sus investigaciones –en las que se alimentaba a ratas con papas transgénicas que contenían una lecitina proteínica tóxica para insectos– encontró que casi todos los órganos de las ratas quedaron afectados; además, los intestinos y el estómago mostraron crecimiento celular anormal. La respuesta del gobierno fue no financiar estudios de seguimiento que pudiesen determinar cuál exactamente era el problema de las papas (Pustzai sospechaba que era una recombinación genética inesperada). Luego de que él ofreciera una entrevista pública sobre el tema, el gobierno amenazó al Instituto con cortarle los fondos que le otorgaba. En respuesta, el Instituto suspendió a Pusztai, le prohibió hablar públicamente sobre el tema amenazándolo con una demanda, y eventualmente no renovó su contrato anual. El gobierno, según documentos desclasificados recientemente y publicados por el diario The Independent, confabuló entonces con Monsanto et al. para desarrollar una fuerte campaña de descrédito de su investigación y de promoción de los transgénicos. Al igual que en los otros casos, la campaña se basó en la participación de algunos científicos, incluyendo en este caso algunos de la Royal Society, dispuestos a defender los transgénicos. No obstante, muchos de estos científicos, a pesar de ser promovidos como ‘independientes’, tenían vínculos con las corporaciones transgénicas. Al igual que en el caso de Chapela, el Royal Society, entidad aparentemente ‘objetiva’, redactó una carta pública criticando la investigación de Pusztai. El gobierno y la Royal Society también presionaron y amenazaron al editor de la reconocida revista científica The Lancet para que no publicara el estudio de Pusztai (la revista comoquiera lo publicó). Más de diez años después, ycomo ha planteado recientemente un científico del reconocido Salk Institute en una carta abierta al presidente de México, todavía no existe un protocolo aceptable para medir la seguridad de los transgénicos.
El último y más reciente caso es el de Seralini, quien en 2012 publicó en la revista Food and Chemical Toxicology (FCT)los resultados de un estudio en que encontró que ratas alimentadas con maíz transgénico (resistente al glifosato del herbicida Roundup) desarrollaron muchos más tumores y murieron antes que las del grupo control que no se alimentó de dicho maíz. Lo mismo ocurría con las ratas que bebían agua con pequeñas dosis de Roundup. Inmediatamente comenzó una campaña para retirar el artículo de FCT, y dos años después, el artículo fue retirado de forma bastante irregular. Una investigación periodística de Jim Mathews para la entidad Spinwatch ( aquí) ha descubierto el entramado de intereses político-económicos detrás de esta acción. La retracción coincidió con el nombramiento meses antes como editor asociado de la revista de Richard Goodman, quien había laborado durante siete años con Monsanto (Goodman admitió en declaraciones públicas que se había quejado del artículo al llegar a su puesto, pero negó participar en la decisión de retirarlo). De hecho, el artículo de Seralini no fue el único retirado luego de la llegada de Goodman; la revista también retiró uno que demostraba que las toxinas generadas por el maíz transgénico BT no son digeridas (contrario a los argumentos de los pro-transgénicos) y causan toxicidad en la sangre de ratas. La justificación ofrecida para la retracción del artículo de Seralini –falta de certeza de los hallazgos– tampoco cumplió con los estándares internacionales establecidos para este tipo de acciones, que requieren que la causa sea fraude (lo cual el editor reconoció que no era el caso). También se evidencia una doble vara en la evaluación del estudio de Seralini, ya que el mismo tipo de cuestionamiento no se ha hecho con estudios que favorecen a Monsanto. El ejemplo perfecto es la crítica que hicieron algunos a Seralini por el uso de una variedad de ratas (Sprague-Dawley) que supuestamente es más propensa a tumores. El problema es que esta variedad es ampliamente utilizada en estudios toxicológicos, incluidos los estudios de Monsanto et al. en que se basó la aprobación del maíz transgénico (NK603) y el glifosato.Por otro lado, igual que hicieron con Chapela, muchos de los científicos que criticaron el estudio de Seralini, ocultaron sus conflictos de interés (contratos, recepción de fondos o empleo actual o previo con corporaciones transgénicas), a la vez que criticaron el ‘activismo’ de los autores. Por ejemplo, C. S. Prakash –quien en nombre de la “comunidad científica” comenzó la petición electrónica para que FCT retirase el artículo y firmó junto a otros científicos una de las cartas a la revista– dirige AgBioWorld, una entidad con fuertes vínculos financieros e ideológicos con las empresas transgénicas. (Prakash también había comenzado la petición contra Chapela.) De paso, algunos de los críticos de Seralini, como Anthony Trewavas (quien lideró el esfuerzo para que a Chapela lo expulsaran de Berkeley) y Colin Berry, trabajan con una organización que se dedica a negar el cambio climático. El tiempo, no obstante, les ha dado la razón a los críticos de los transgénicos nuevamente, ya que estudios posteriores no solo han confirmado los hallazgos sobre los efectos del Roundup, sino que los han expandido, encontrando, por ejemplo, que es tóxico para los humanos, causando daños a los riñones cuando se combinan con agua alta en minerales; y que los componentes no-activos de los pesticidas hacen a estos productos más tóxicos que lo que se podría pensar analizando los componentes activos de forma individual.[ix]
Postdata para Monsanto et al.
La evidencia ya es suficiente como para romper la trampa de la prueba experimental definitiva e incorporar el elemento ético al debate. Los partidarios de Monsanto y otras empresas similares han guardado un silencio ominoso a este respecto. Su ciencia es equivocada, su metodología, errática, y su ética, inexistente.
-Julio Muñoz Rubio, 2014, “Alimentos transgénicos y el valor de la prueba experimental”, La Jornada.
Ante la realidad descrita en estas páginas, queda claro que debemos abandonar la fe ciega en la tecnología transgénica y rechazar el discurso que equipara a los oponentes de esta tecnología con fuerzas reaccionarias y tecnófobas. No somos ignorantes ni tenemos el pensamiento nublado, todo lo contrario, somos científicos y ciudadanos críticos. Tenemos no solo el derecho, sino el deber de inventariar y analizar críticamente a la ciencia y al prometeismo tecnológico que exalta a los transgénicos, y de exigir precaución en la aplicación de ésta y otras tecnologías con riesgos para la salud y el ambiente.
Como bien nos recuerda Serge Latouche, estos cuestionamientos son “lo mínimo que puede exigirse para ejercer nuestro derecho de ciudadanía”.[x] También son a su vez una reivindicación de una ciencia más democrática y participativa, en la que las opiniones ciudadanas y de agricultores sean tomadas en cuenta, y no sean descartadas como simple manifestación de la ignorancia. Es el mismo error que cometieron los ecólogos y manejadores de recursos naturales; hoy día, después de más de cuarenta años y un premio Nobel (Elinor Ostrom), se reconoce ampliamente que las comunidades tienen conocimientos ecológicos sumamente valiosos para manejar de forma sustentable sus recursos.
Si somos percibidos como una minoría, es porque hemos sido marginados por el dinero y las estrategias represivas de una alianza de sectores corporativos, científicos, gubernamentales y no-gubernamentales que buscan defender sus intereses político-económicos a toda costa.
Tampoco somos tecnófobos, sino que queremos otra forma de tecnología, que no atente contra la salud y el medioambiente y que no sea para el control y lucro de unas pocas corporaciones, sino para beneficio de nuestra sociedad. De hecho, ya esa tecnología existe: se llama agro-ecología, permacultura y agricultura orgánica.
Nublados están quienes siguen creyendo que la ciencia financiada por Monsanto et al. es objetiva y continúan obviando las serias implicaciones de los transgénicos para nuestra ecología y nuestra sociedad. Estoy seguro de que si les preguntáramos a los afectados por los transgénicos y los agro-tóxicos –los muertos (asesinados, suicidados, intoxicados), los deformados y encancerados, los ahogados en deuda, los desplazados–, la respuesta sería un rotundo no. Así que dejémonos de patrañas de una vez y por todas. La evidencia está ahí, no solo en las revistas académicas, sino en la calle en donde protesta la gente, en los campos, en el agua: el discurso de que los transgénicos son “buenos” no solo es incorrecto científicamente, es contrario a la justicia social y ambiental y a la democracia real a las que aspiramos.
[v] Le debo esta cita a Delborne, J. 2008. Transgenes and Transgressions: Scientific Dissent as Heterogeneous Practice. Social Studies of Science vol. 38, num. 4, pp. 509-541.
[vi] Martin, B. 1999. Suppression of Dissent in Science. Research in Social Problems and Public Policy, vol.7, pp. 105–135. Delborne, J.2008, nota 26. Véase también John, B. 2014. Perverted Science – The Manipulation of GM Research: How “inconvenient” GM research is stifled, starved, marginalized and patronized. Ver aquí.
[vii] Piñeyro-Nelson, A., Van Heerwaarden, J., et al. 2009. Transgenes in Mexican maize: molecular evidence and methodological considerations for GMO detection in landrace populations. Molecular Ecology, vol. 18, núm. 4, pp. 750–761. De acuerdo a una de las autoras de este estudio, todavía persiste un clima difícil para publicar artículos críticos sobre el tema. Sobre la contaminación transgenética en Estados Unidos, véase Mellon, M., y Rissler, J. 2004. Gone to Seed. Transgenic Contaminants in the Traditional Seed Supply. Cambridge, MA: Union of Concerned Scientists.
[viii] Winchester, P.D., Huskins, J. y Ying, J. 2009. Agrichemicals in surface water and birth defects in the United States. Acta Pediatrica, vol. 98, num. 4, pp. 664-669; Agopian, A.J., Cai, Y., Langlois, P.H., Canfield, M.A., Lupo, P.J. 2013. Maternal Residential Atrazine Exposure and Risk for Choanal Artresia and Strenosis in Offspring. The Journal of Pediatrics, vol. 162, num. 3, pp. 581-586; Agopian, A.J., Lupo, P.J., Canfield, M.A., Langlois, P.H. 2013.Case-Control Study of Maternal Residential Atrazine Exposure and Male Genital Malformations. American Journal of Medical Genetics Part A., vol. 161, núm. 5, pp. 977-982.
[ix] Mañas, F., Peralta, L., Ugnia, L., Weyers, A., García Ovando, H., y Gorla, N. 2013. Oxidative stress and comet assay in tissues of mice administered glyphosate and AMPA in drinking water for 14 days. Journal of Basic and Applied Genetics, vol. 24, num. 2, pp. 67-75; Oliveira Cavalli et al. 2013. Roundup disrupts male reproductive functions by triggering calcium-mediated cell death in rat testis and Sertoli cells. Free Radical Biology and Medicine, vol. 65, pp. 335–346; Jayasumana, C., Gunatilake, S., y Senanayake, P. 2014. Glyphosate, Hard Water and Nephrotoxic Metals: Are They the Culprits Behind the Epidemic of Chronic Kidney Disease of Unknown Etiology in Sri Lanka?” International Journal of Environmental Research and Public Health, vol. 11, núm. 2, pp. 2125-2147. Carman, JA, et al. 2013. A long-term toxicology study on pigs fed a combined genetically modified (GM) maize am and GM diet. Journal of Organic Systems, vol. 8, núm. 1, pp. 38-54; Mesnage, R., Defarge, N., Spiroux de Vendômois, J., y Séralini G.-E.. 2014. Major Pesticides Are More Toxic to Human Cells Than Their Declared Active Principles.BioMed Research International, vol. 2014.
[x] Latouche, S.2011. La sociedad de la abundancia frugal. Contrasentidos y controversias del Decrecimiento, p. 41. Barcelona: Icaria.
- Además de las demás referencias en el texto, véase: Altieri, M. y Rosset, P. 1999. Ten reasons why biotechnology will not ensure food security, protect the environment and reduce poverty in the developing world. AgBioForum, vol. 2, núm. 3-4, pp. 155-162;Peña, D.G. 2014. Twelve risk studies that confirm harm from consumption of GMO crops. GE Watch.; Philpott, T. 2014. Why I’m Still Skeptical of GMOs. Mother Jones, enero 7; Ruiz Marrero, C. 2006. Biotecnología en Puerto Rico: Mitos y peligros. Ambiente y Sociedad, año 7, núm. 273. www.ecoportal.net; Smith, J. 2007. Genetic Roulette The Documented Health Risks of Genetically Engineered Food. Yes! Books. [ ↩]
- Véase además a John, B. 2014a. Perverted Science: The manipulation of GM research. How “inconvenient” GM research is stifled, starved, marginalized and patronized; Philpott, T. 2012. How Your College Is Selling Out to Big Ag. Mother Jones, mayo 9; Union of Concerned Scientists. 2012. Heads they win, tails we lose: How corporations corrupt science. Cambridge, MA: UCS. [ ↩]
- Lesser, L. I., Ebbeling, C.B., Goozner, M., Wypij, D. y Ludwig, D.S. Relationship between Funding Source and Conclusion among Nutrition-Related Scientific Articles. PLOS Medicine, vol. 4, num. 1, pp. 41-46; Union of Concerned Scientists. 2012. Heads they win, tails we lose: How corporations corrupt science. Cambridge, MA: UCS [ ↩]
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