La noche estrellada (la formación de constelaciones de saber), por Ramón Vera Herrera
En el contexto general del resurgimiento y la presencia actual de los pueblos con trayectos históricos de larga duración, entre los que se cuentan los llamados “indios” o “indígenas” en el continente americano, son poquísimas las instituciones — y las personas— que reconocen explícita y respetuosamente el enorme cúmulo de saberes que pueden aportar los que hasta ahora han sido contemplados como objetos y no como actores centrales de su experiencia
Tomado de Chiapas número 5, 1997
Documento presentado en el Seminario "Nuevas Tecnologías: posiciones e imposiciones" realizado en Temuko, Región Mapuche entre el 27 y el 30 de noviembre de 2001 y organizado por ETC Group y CETSur*
A grandes rasgos —y pese a los esfuerzos de los organismos no gubernamentales y muchas organizaciones sociales— las sociedades dominantes —o segmentos de éstas— “exportan sus problemas y soluciones al resto del mundo o por lo menos los exponen en posición de influencia a otros pueblos del mundo”. También es cierto que hoy los procesos de cultura y “desarrollo” locales y sus representaciones “se definen y renegocian crecientemente en espacios nacionales, internacionales y/o transnacionales atravesando fronteras e involucrando actores locales y globales” por impulso de las propias comunidades y organizaciones locales y regionales.[1] Podemos avizorar un panorama en el cual será inescapable la participación activa de los diversos pueblos de la Tierra en cualquier acuerpamiento cultural que pretendan las instituciones nacionales, internacionales o transnacionales —sean gubernamentales o independientes— so pena de perpetuar un esquema asimétrico que tarde o temprano tendrá costos incalculables no sólo sociales sino de supervivencia. Es decir, los poderes económicos, políticos, sociales y por ende culturales no pueden continuar operando con una estrategia de difusión —en el estricto sentido del término— porque el resurgimiento de múltiples procesos de identidad entre los pueblos llamados “originarios”, y de los países que los alojan, están impulsando un proceso contrario —la diversificación— que requiere relaciones interculturales horizontales ante las cuales la idea de la difusión deberá sustituirse por la de intercambio y vinculación.
Hoy, comienza a ser visible la urgencia de recuperar y expandir el “conocimiento” diverso y parece necesario ir más allá de la idea tradicional de la difusión para impulsar verdaderos centros de generación, vinculación y expansión de todos aquellos saberes locales —manifestaciones culturales locales y regionales. Hoy, tenemos que abrirnos paso por veredas diversas que tal vez inicien una nueva forma de impulsar políticas culturales, no sólo por descentralizar esfuerzos, sino para permitir que desde muchos rincones, los creadores se acerquen y se narren mutuamente en espacios múltiples, respetuosos y cercanos. Todo esfuerzo por acercar a creadores y público (por hacerlos un solo sujeto diverso e interactuante) fortalecerá la generación, expansión y fuerza del saber —y su reflexión comunitaria— y como tal la creatividad social, lo que podría ser el primer eslabón de un proyecto mucho más amplio que haga florecer sabiduría desde diversos rincones.
La utopía de la diversidad cultural
El indio surge con el establecimiento del orden colonial europeo en América; antes no hay indios, sino pueblos diversos con sus identidades propias. Al indio lo crea el europeo, porque toda situación colonial exige la definición global del colonizado como diferente e inferior.[2]
Decir libre determinación es reivindicar identidad y principios de convivencia: autonombrarse, autodefinirse, gritar por reconocimiento de existencia. Deslegitimar a quienes nos imponen formas de juzgarnos. Los diversos pueblos de la tierra —con grados y duraciones de un mestizaje inagotable pero que en la larga duración se reconocen como tales, sea como choles que son “quienes hacen la milpa”, o como wixáritari que son (según versiones) “los que actúan como águila o aquéllos en quienes se concreta lo humano”—, piden espacio para pronunciarse y ejercer conjuntamente con otros grupos sociales sus propios procesos expandiendo su experiencia y sabiduría comunes: el entramado de relaciones que le dan sentido a su vida en común. Es decir su sentido en común.
Para Ivan Illich la implantación de demasiados procesos ha dislocado —alejando, situando fuera del contexto— el ámbito humano de ese sentido en común.
Quizá hoy día parece catastrófico evadir los flujos expresos y ocultos de la “globalización” pero en un sentido estricto la “globalización” de la cultura y los procesos generales políticos y sociales es por fortuna imposible. Una de las cuestiones que hoy parecen empujarnos a no movernos, a impedir un proceso de transformación, es la ilusión de que la globalización es un hecho. La simultaneidad y la expansión de muchos fenómenos crece en la población tal ilusión.
Los Estados y las grandes empresas cubren con un entramado de bienes de consumo y servicios, programas, proyectos y acreedores, “patrocinadores” y prestamistas —de variada calidad y no exentos de corrupción— a las localidades, y al mismo tiempo las excluyen de prácticamente todas las decisiones importantes mediante los mecanismos de representación y gestión y por el exceso de procesos que impide la decisión propia. Los gobiernos y el mercado cubren a las localidades con un cúmulo avasallador de decisiones tomadas en otro sitio; les imponen significados, sentido a su existencia. Las iniciativas locales y las verdaderas bondades de un sistema horizontal de bienes y servicios, financiamiento, programas y proyectos que podrían generar un “desarrollo” local o regional más cercano y pertinente son puestas en entredicho, se desvaloran. El saber generado por estos núcleos sigue local porque se le ha impedido multiplicar sus efectos. El proceso “civilizatorio” ha desarticulado su cuerpo de “conocimientos” y en el mejor de los casos lo menosprecia, remitiéndolo exclusivamente a las manifestaciones de una gloria ida: “cultura de los pueblos que se desvanecen” es frase recurrente de westerns, incluso políticamente correctos.
Por fortuna el impulso de metamorfosis presente en todo grupo humano sigue vivo en muchos niveles y espacios. A partir de 1989 comienza a ser evidente que las comunidades, principalmente las campesinas, revitalizan o incluso inauguran corredores de sentido que fluyen fuera de las fronteras regionales geográficas. Quizá ante la ilusión de globalidad avasalladora es indispensable que la importancia de lo local se “globalice”.
Hoy existe también un interés por parte de algunos investigadores para los que dicho caudal de sabiduría es tan crucial como pugnar por la biodiversidad, pues conlleva una carga de supervivencia para todo el mundo. Dice el connotado investigador mexicano Víctor Manuel Toledo:
Nadie puede hoy negar el paralelismo alcanzado por la (ex) Unión Soviética y los Estados Unidos (las dos configuraciones extremas de una misma civilización): ambos se propusieron la desaparición del campesinado como vía para realizar el desarrollo rural, de la misma forma que ambos desencadenaron innumerables procesos de destrucción de la naturaleza. Hoy esta visión está llegando a su fin, de manera concomitante y al mismo ritmo en que la crisis ecológica del planeta se aproxima a su momento más álgido. A la luz de una crisis ecológica de escala planetaria cada vez más evidente que amenaza con alcanzar su “hora cero” en las próximas dos o tres décadas, los modelos de desarrollo rural elaborados y aplicados por la civilización occidental aparecen como uno de los aceleradores más notables de esa crisis.
Como contraparte, las llamadas culturas tradicionales, representantes de todo un conjunto de civilizaciones alternativas (pre-modernas), dominan aún sobre buena parte de los espacios rurales del planeta (especialmente en el tercer Mundo) y están llamadas a jugar un papel protagónico del lado de las fuerzas que buscan amortiguar y resolver dicha crisis. Esto es así porque como lo ha venido demostrando una cada vez más importante corriente de investigadores, las culturas indígenas (hablantes de unas 5 mil lenguas diferentes) son poseedoras de cosmovisiones y modelos cognoscitivos, estrategias tecnológicas y formas de organización social y productiva más cercanas a lo que se visualiza como un manejo ecológicamente adecuado de la naturaleza. Se trata, por supuesto, de un nuevo paradigma que no sólo ha logrado penetrar numerosos círculos académicos, organizaciones ambientalistas y conservacionistas, grandes fundaciones y agencias internacionales de desarrollo (como el Banco Mundial), sino que, lo que parece más importante, se está filtrando hacia las organizaciones sociales de base y comienza a ser materia en foros indigenistas y de organizaciones campesinas…[esto] no puede ser más paradójico: los que hasta ahora se consideraban los “condenados de la historia”, como diría John Berger, se tornan para sorpresa de todos en actores protagónicos de una nueva contienda. Esa que está librándose en todas partes del mundo y que involucra no el enfrentamiento entre fracciones (sectores sociales o naciones), sino el de la especie humana contra la destrucción global desatada tras varios siglos de expansión…[3]
El fundamentalismo y la fuerte penetración ideológica de cualquier signo han “modernizado” discurso y métodos y esto impide que muchas comunidades tengan la claridad necesaria para sintetizar lo que realmente son ni lo que podría hacerlas romper cercos y dependencias sin negar al otro. La autarquía es una tentación basada en la misma ilusión que la globalización. Ambas menosprecian al otro. La única diferencia entre los fundamentalistas étnicos y los neoliberales es que éstos pretenden hacer extensiva su idea del mundo al resto de los mortales. Los etnicistas pretenden negar que el mundo existe. Ambas formas del fundamentalismo orillan al fascismo.
Por supuesto hay que derrotar al fundamentalismo. Hay que hacer frente a su cerrazón y a ese empeño por definir su identidad por exclusión del otro. Coincidimos con el historiador inglés Eric Hobsbawm quien ha señalado[4] que una de las responsabilidades más urgentes de los historiadores es impedir el surgimiento de fundamentalismos divisionistas que con el trabajo de los sofisticadores de la realidad han logrado inventar pasados convenientes y justificaciones míticas para pretender una superioridad racial, étnica, cultural y religiosa. Germen de fascismo, esta posible “balkanización” es lo contrario de la idea de convivencia en la diversidad que exigen quienes siguen pensando que la convivencia humana es posible. Discrepamos profundamente de Hobsbawm cuando —a partir de esta posición, que nos parece sensata y pertinente—, generaliza y declara, sin muchos datos ni una investigación exhaustiva, que toda identidad se define por exclusión del otro, que toda política y grupo de identidad son excluyentes[5]. Sin querer entrar en una polémica ajena al interés de este texto, baste decir que en Latinoamérica, con contadas excepciones y contextos particulares, la mayoría de pueblos con trayectos de larga duración impugnan justamente el divisionismo que busca homogenización de los otros en aras de lo que como conglomerado se es y se cree ser. Y si el divisionismo fuera la norma y no la excepción qué. Por qué renunciar a la utopía de la diversidad, a la imagen de un caudaloso río con miles de afluentes e infinidad de vertientes, uniendo sus aguas, repartiéndolas. La experiencia humana es más vasta que nuestras previsiones.
Los saberes locales
Es innegable que si no sabemos más de todo lo que se recircula en las comunidades rurales, en los pueblos indios y campesinos de México, es porque han tenido la desventaja de no contar con los instrumentos propios para ejercer un intercambio de experiencias dinámico. Sus esfuerzos se han mantenido demostrativos de que es factible ejercer la comunicación y nadie podría afirmar que cuentan todos con los instrumentos tecnológicos contemporáneos que podrían rearmar su cuerpo de saberes. Pese a estas condiciones, los habitantes de las rancherías, de los barrios comunales, de los pueblos y municipios de un país que los asalta desde muchos frentes, han mantenido sus estrategias de vinculación, sus propuestas de recreación de sus universos de sentido. Para ellos, la tradición oral, las historias plasmadas en sus vestidos y otros textiles, las figuraciones de su cerámica, la fiesta como espacio de encuentro e incluso sus esfuerzos de organización de todo orden, el teatro, la danza y la música en estos espacios, siguen siendo herramientas útiles para el ejercicio del conocimiento en sus entornos. Hoy, además, comienzan a romperse los cercos y muchas comunidades hacen uso exhaustivo, quizá todavía no muy sofisticado ni expansivo, de medios como la radio, el video, la fotografía y los medios impresos. No se trata sólo de expresión cultural aunque ésta sea muy importante y tenga manifestaciones de enorme belleza y pertinencia. Es reconocer que pese a las relaciones de violencia y pese a los sojuzgamientos internos inherentes a todo conglomerado, los pueblos indios, que traen tras de sí un trayecto de larga duración, han sabido mantener vivos algunos valores cruciales que el proceso civilizatorio ha ido cediendo por el desperdicio que es su modo de operar.
Su racionalidad fundamental, lo que le da cuerpo a estos saberes es que todos apuntan a fortalecer los vínculos comunitarios.
Esta recuperación de los lazos comunitarios permite entonces ejercer el territorio, sin la connotación de espacio delimitado. Territorio sería el ámbito en que operan los lazos comunitarios. El ámbito de operatividad de las afinidades, de la gestión conjunta, de la decisión en corto, el horizonte del sentido en común. Floriberto Díaz planteó siempre que incluso en el centro mismo de una sociedad aislante como la ciudad de México pueden recuperarse territorios de barrio, de colonia, de cuadras, en tanto se pongan en operación los vínculos entre las personas, en tanto se recircule la energía colectiva que parte de la experiencia individual de quienes decidieron reflexionar en común sobre su experiencia. [6]
Sin este retrato comunitario (la experiencia compartida y masticada por los habitantes) es difícil que exista identidad, que exista impulso para oponerse a la corriente, pero sobre todo que la historia, el hacer historia, sea posible. Dice John Berger:
…la vida en un pueblo [en un barrio]…es también un retrato vivo de sí mismo: un retrato comunitario. Al igual que en los relieves en los capitolios de una iglesia romanesca, hay una identidad de espíritu entre lo mostrado y cómo se muestra —cual si los retratados fueran también los que esculpen—. El retrato de sí mismos está construido, no de piedra sino de palabras, habladas y recordadas: opiniones, historias, reportes testimoniales, leyendas, [mitos] comentarios y rumores. Y es un retrato continuo; su trabajo nunca para.
Hasta hace poco el único material disponible para que un poblado y sus habitantes se definieran a sí mismos eran sus partes habladas. Un retrato propio —aparte de los logros físicos de su trabajo— era la única reflexión en torno al significado de su existencia. Nada ni nadie más reconocía tal significado. Sin un retrato así…el poblado se hubiera visto forzado a dudar de su existencia.[7]
Esta búsqueda común viva, aunque intangible en apariencia, no puede fijarse en leyes de la herencia, en lazos consaguíneos o raciales porque en principio el criterio para definirse a uno mismo como perteneciente a un conglomerado, incluso uno indígena, no es tanto un criterio de volumen de sangre tzotzil, zapoteca o kaiapó, sino un conjunto vasto de asunciones, presupuestos, creencias, mitos, valores, experiencias y vínculos que los investigadores mismos han definido desde tiempo atrás como “horizonte de inteligibilidad” o “territorio de sentido”. Esta serie de construcciones emotivas, intuitivas, de cosmovisión y conceptualización del mundo —con las resonancias y sugerencias que conllevan— y el hecho de ejercerlas, es lo que otorga definición a la idea de pertenencia —identidad— a un grupo social particular. Ni siquiera el lenguaje, algo importantísimo para muchos investigadores y para muchos pueblos, es garantía concreta de pertenencia a un conglomerado. Un marakame (o chamán) huichol resumió este principio diciendo: “juntar los momentos en un solo corazón, un corazón de todos, nos hará sabios, un poquito más para enfrentar lo que venga. Sólo entre todos sabemos todo”. Este mismo principio, sustrato del impulso narrativo, fue expresado recientemente en una reunión internacional en torno a estrategias culturales por Leonidas Kantule, cacique kuna de Kuna Yala en Panamá: “Así como hablan los palos de la choza entre sí, así como éstos se necesitan, así debe ser la comunidad…El brazo no dice que el dedo meñique no vale. Basta que un pedacito se machuque para que todo el cuerpo sienta el dolor”.
Esto apunta a un aspecto señalado ya por George Gasché, investigador europeo que trabaja en la amazonia peruana: “el saber se construye siempre en colectivo”, al igual que para los maestros del zen japonés la libertad no puede darse más que en compañía. La libertad en aislamiento es un contrasentido.
Entre los saberes que imbricados conforman este sentido en común, es decir los lazos comunitarios, podemos citar los siguientes, esbozados con más amplitud en otros trabajos:[8]
* Estrategias de organización social que cuestionan la idea de democracia meramente representativa y electoral y conllevan formas de democracia directa y decisión por consenso en asambleas para elegir autoridades y personas a quien se encomienda un cargo entendido como servicio y no como privilegio, y para planear sus estrategias comunes de supervivencia, perduración y cambio.
* Formas de impartición de justicia que con las precauciones pertinentes son de una gran humanidad al poner el énfasis en la reparación de la falta y no en el castigo ciego.
* Tradiciones de convivencia que le otorgan peso al papel del trabajo, al ejercicio de la intimidad de los individuos y los grupos, al aprendizaje común.
* Un sentido del respeto y la trascendencia que en muchos casos se expresa como religiosidad.
* Formas de relación con la naturaleza que han desprendido prácticas agrícolas y productivas que permiten la renovación, la diversificación y la conservación de los recursos a largo plazo.
* Una relación con el trabajo, uno minucioso y detallado, que lleva implícito un sentido mucho más amplio de la temporalidad pues se reinaugura a diario siguiendo múltiples signos. En cada una de sus acciones se van cumpliendo ciclos microscópicos que confieren orden y sentido al decurso largo de otros ciclos más envolventes, en un verdadero tejido de tiempos. Este equilibrio subjetivo del tiempo entraña también un entendimiento no lineal sino contrapuntístico en el que un suceso se contiene en el tiempo de su acción, lo que lo hace irrepetible, diverso, y permite un despliegue imaginativo que mediante su conexión con ciclos dispares o afines, agrupamientos de pasados, presentes y futuros, realzan la atención y el cuidado a todo (porque todo está vivo).
* Formas prácticas y simbólicas de asumir la curación que permiten a los enfermos fluir con su enfermedad y a la colectividad reinaugurar relaciones, además de un conocimiento extenso de la botánica curativa.
Nada de esto es despreciable. No es esta una idealización ni la recuperación de la imagen del buen salvaje. (Entre otras cosas porque el salvajismo vive también en las urbes “civilizadas” y no es su contrario la complicación de la existencia.) No es posible negar tampoco que mucho de este cuerpo está desarticulado y que en muchas comunidades no existe rastro visible. Pero como potencial sigue ahí y es nuestra responsabilidad recuperarlo, expandirlo, vincularlo donde sea posible.
Pero insistiríamos en que sería un error considerar que esta búsqueda, este tesoro común, se da únicamente en ámbitos geográficos delimitados. Un mixteco de Queens comparte un “territorio de sentido” con una mayoría de los mixtecos de su pueblo natal, aunque evidentemente el de él pueda ser más vasto y perder algunos de los anclajes que les son vitales a los de su pueblo. Entre Queens y la Mixteca hay una región. Hay corredores de sentido, que son como crecimientos y puentes.
Conocimiento o saber
¿Cómo reconsiderar entonces todo ese cúmulo de saberes presentes en la comunidad? ¿Qué vinculación tiene esto con otras experiencias y aproximaciones?
Primero que nada enfatizando que es necesario distinguir los saberes comunitarios o locales de nuestra concepción “occidental, profesionalizada” del conocimiento. El conocimiento en el sentido occidental es aquel que surge de la separación paulatina entre el trabajo y la vida cotidiana, en la medida en que el trabajo se parcializó y el conocimiento se alejó del ámbito de lo contingente en correspondencia tácita con esa parcialización de las actividades en las sociedades que tendían hacia la industrialización. La historia es larga y no es el caso cubrirla aquí, pero otros muchos autores han mostrado cómo la profesionalización del conocimiento, con el advenimiento de los monasterios precursores de las universidades, intensificó su despliegue social y la separación entre el ser humano y la naturaleza, individualizando su aprehensión. Frederique Apffel Marglin lo muestra contundentemente en este pasaje:
La profesionalización del conocimiento hizo del conocimiento un bien de consumo y una empresa individual. Lo que se compra en el mercado, el mercado académico (así como en los mercados industrial, militar y gubernamental), es la habilidad de un individuo para producir conocimiento. Para hacer posible esta compraventa mercantil, debe estar indivisiblemente en manos de un individuo, del mismo modo en que la fuerza de trabajo de una persona debe ser propiedad individual para que se convierta en un bien de consumo [...] El individualismo es la condición para la cosificación del conocimiento y por eso se enseña tan estrictamente a todos los niveles de educación —desde la primaria hasta el posgrado, con políticas de regulación y normas de esa producción individualizada de conocimiento que eufemistamente se les llama “códigos de honor”.[9]
En pocas palabras, “el conocimiento profesional, individualista, desapasionado, factual y experto reproduce los órdenes existentes, político, social y económico”, como lo ha puesto la filósofa Katthryn Pyne Addelson en su recuento sobre la experiencia anarquista estadunidense, agregando que en la acción colectiva de crear conocimiento los vínculos emocionales con personas particulares es lo que genera nuevas visiones y saber. Éste nunca está desvinculado de la emoción. “La vida en una sociedad no industrial y en las colectividades no encajonadas al consumo”, escribe Apffel Marglin, “no se divide en un ámbito donde las pasiones no tengan un sitio legítimo y otro en que sí; el todo se funde con pasión y valores” [10]
Para Eduardo Grillo, uno de los integrantes de una de las experiencias en saberes locales más interesantes en curso, el Proyecto Andino de Tecnologías Campesinas (Pratec), el conocimiento occidental puede contrastarse con la sabiduría, el mutuo aprendizaje o crianza mutua de los Andes-Amazonia como sigue:
La ciencia se funda en la clara separación y oposición entre los humanos y la Naturaleza y entre el sujeto que conoce y el objeto por conocer. Para la ciencia, la cultura es un atributo exclusivamente humano y es precisamente la cualidad que hace a los humanos y a la Naturaleza diferentes...
Aquí [el mundo andino] la conversación no se reduce al diálogo, a la palabra, como en el mundo occidental; en cambio aquí la conversación involucra todo el cuerpo. Conversar es mostrarse cada uno recíprocamente, es compartir, es la comunidad, es bailar al ritmo que en todo momento corresponde con el ciclo anual de vida. La conversación asume toda la complicación característica del mundo viviente. Nada escapa a la conversación. Aquí no hay privacía. La conversación es inseparable de la crianza. Para los humanos, hacer la chacra es cultivar plantas, animales, suelos, aguas, climas, es conversar con la Naturaleza. Pero en el mundo andino-amazónico todo, no sólo los humanos, hacen y crian la chacra, todo cría. La chacra humana no sólo la hacen los humanos sino todo, de una manera u otra participa en la creación-crianza de la chacra humana: el sol, la luna, las estrellas, el monte, los pájaros, la lluvia, el viento...incluso el hielo y la nieve.[11]
Esta crianza mutua, por lo menos entre los seres humanos, es sin duda el impulso atávico, filogenético, más importante de supervivencia. Es en este cruce de universos que se busca reconsiderar, de continuo, el sentido de nuestra existencia e identidad. El entorno cultural que se afirma en lo comunitario parece crecer en esa búsqueda común. Si bien es evidente la contradicción de los planteamientos del Pratec —y de prácticamente todas las cosmovisiones indias— con nuestra propia concepción simbolizante o metafórica, existen correspondencias entre variadas posiciones contemporáneas: el impulso narrativo, la relación de aprendizaje mutuo están presentes sin mayor problema en el retrato comunitario ya descrito más arriba por Berger, o en la búsqueda de herramientas conviviales que Illich planteara con lucidez extrema hace más de veinte años. [12] Para estos autores la búsqueda de sentido, presente en las relaciones recíprocas, es un elemento central en la transformación continua del mundo. En las cosmovisiones indias, esta transformación continua es clave para afinarse con la naturaleza, para criarse y enseñarse mutuamente, para con-vivir.
Sin embargo agregaríamos, siguiendo de nuevo a George Gasché, que es indispensable que este cuerpo de saberes tenga un segundo nivel de aprehensión que le otorga la traducción al sistema occidental de conocimiento y que nuestro sistema occidental de conocimiento pueda traducirse a los términos usuales en las comunidades. Esta traducción mutua, que implica una recreación, es también una manera de expandir ese sentido en común —ahora de un universo más vasto. Es por supuesto, una puesta en común e individual de lo que se sabe, es ejercer saber “para saber que se sabe”. [13]
El impulso narrativo-el sentido en común
Recostados boca arriba, miramos el cielo de la noche. Es aquí donde comenzaron las historias, bajo la protección de multitud de estrellas que nos escamotean certezas que a veces regresan como fe.
Aquellos que primero inventaron y después nombraron las constelaciones eran narradores.
Trazar una línea imaginaria entre racimos de estrellas les otorgó imagen e identidad.
Las estrellas tejidas en esa línea fueron como los sucesos tejidos en una narración. Imaginar las constelaciones no cambió las estrellas, por supuesto, ni el vacío negro que las circunda.
Lo que cambió fue la forma en que la gente leyó el cielo nocturno.[14]
Hay otros autores con esta concepción del saber y la importancia que tiene la narración continua, la búsqueda de sentido (principio básico del quehacer histórico, de la llamada tecnología, de la literatura, el teatro y el arte en general). Para Elías Canetti el impulso narrativo, su ejercicio oral, es un impulso primario, atávico —el legado más importante que nos llega de lo remoto— por hacer sentido en nuestras vidas. Es elemento central de nuestra relación con los otros, una actividad que ejercemos con mayor o menor seducción —léase niveles de sugerencia— que permea el ámbito de identificación-pertenencia al interior de una colectividad.
El narrador, cuenta cuentos, trovador, escritor, cronista o como él dice el dichter, sería aquel que asumiendo una responsabilidad que quizá no le corresponde y que no pasa por la culpa modelo judeo-cristiana, se erige en resguardo de la metamorfosis, ese impulso de transformación o transmutación continua, y es su resguardo en dos sentidos: por un lado, porque “hará del legado literario de la humanidad, tan rico en metamorfosis, algo suyo…” Este legado literario no se limita, por supuesto a las obras escritas, y en ellas tampoco se circunscribe a las “grandes obras de la literatura universal” santificadas por las élites literarias que obedecen a las maneras de mesa de tal o cual periodo o moda. Remitiéndose a la saga de Gilgamesh, que por lo menos tiene 4 mil años de existencia y que conocemos apenas hace cien, Canetti dice:
Me es imposible suponer completo ya el corpus de aspectos tradicionales que sirven para nutrirnos. Y aun suponiendo que ya no hubiera más obras escritas de tal importancia, sigue ahí la enorme reserva de las tradiciones orales de los pueblos primigenios.
Porque ahí no hay fin para las metamorfosis […] Uno podría pasar la vida colectándolas y reactuándolas y no sería una mala vida. Las tribus, algunas veces tan sólo unos cientos de personas, nos han legado una riqueza que seguramente no merecemos porque es nuestra culpa que hayan muerto o estén muriendo ante nuestros ojos, ojos que casi no miran. Han preservado sus experiencias míticas hasta el final, y lo extraño es que no hay casi nada que nos beneficie más, casi nada que nos llene de más esperanza que aquellas creaciones tempranas…[15]
Y si el dichter es el resguardo de las metamorfosis, no es sólo porque mantenga la herencia de un pasado rico y las tradiciones interminables de los pueblos del mundo. Otro sentido de este resguardo es para Canetti el afortunado sesgo que cualquier narrador tiene dentro de un mundo de logros y especializaciones. El que narra, sea un cuenta cuentos o el vecino, mantiene viva la transformación, la transmutación, porque el que recrea, forma sentido y éste transforma, nos hace re-conocer. Las relaciones personales vendrían a ser como veredas trazadas por todos los pasos recorridos en un inmenso territorio. La sugerencia de la imagen de las veredas es vasta. Ya Guimarães Rosa, en Gran Sertón: veredas, una de las novelas más ricas en sentidos de la literatura mundial contemporánea lo dejaba entrever.[16]
Veredas en el sertón no son sólo los angostos caminos por donde se cruza un territorio desconocido formando un dibujo impresionante visto de las alturas y una red de relaciones viajando a pie; red que se contrapone a la idea de supercarretera homogénea y ascéptica donde el que transita descuida atender el entorno. Veredas también son los brazos de agua, riachuelos y torrentes, caídas que forman microregiones, valles entre esos riachuelos. El fondo de su imagen rima con la idea de los senderos pero lo amplía, extiende su superficie. Veredas también se llamaban las comunicaciones que —en una época de correos a pie— transitaban para llegar a su destino. Como figura, las veredas implican corredores de sentido. Hasta dónde alcanzan, y por qué vericuetos y pasajes discurren, fluyen, las mil historias que tejen las relaciones en cuanto grupo, en tanto se comparten y se ejercen mutuamente.
Oídas en los cruces de caminos como regalo de confianza entre viajeros, escurriéndose en la canción que creímos no haber atendido, cómodo fuego que habla desde el silencio de su arder pero que enciende espejos en nuestro propio cine, suspiro de quien yace abrazado a su amor en la penumbra, invocación que muestra y mide, que impulsa y niega, la narraciones son tal vez la forma más ancestral de la metamorfosis. Al relatar traducimos y eso nos transforma. Vivimos contándonos historia tras historia porque cambiamos todo el tiempo. Cuando sentimos que cambiamos, cuando lo reconocemos, nace también una narración. Puede ser el reporte mínimo y quizá más atávico de nuestros contactos o toda la riqueza de nuestro ser con otros, pero en su cauce, por sus cauces, flota a la deriva su impulso: recrear, hacer sentido de la experiencia. En esta recreación que siempre es nueva vive la metamorfosis; la diversidad es su espíritu, la identidad su centro y su energía.
Es posible que esta identidad tome cuerpo en el equilibrio entre lo mostrado y cómo se muestra (antes se decía entre forma y fondo), porque en su nivel más íntimo es siempre uno mismo quien se interroga, uno se retrata en lo que escoge, en lo que resalta, en el flujo y la textura que adquieren las palabras, en las reverberaciones que uno intuye, en lo que se calla. Pero la experiencia es continua, indivisible y siempre más vasta que cualquier trazo de sendero. “Nunca tengo la impresión de que mi experiencia sea totalmente mía, y muchas veces me parece que me precede. En todo caso la experiencia se dobla sobre sí misma, se refiere hacia atrás y hacia adelante, hacia sí misma mediante los referentes de la esperanza y el miedo; y por el uso de la metáfora, situada en el origen del lenguaje, compara de continuo lo semejante y lo diferente, lo pequeño con lo grande, lo cercano y lo distante. Y así, el acto de aproximación a un momento dado de la existencia implica escrutinio (cercanía) y la capacidad de conectar (distancia).”[17] Entonces lo que se calla es un hueco en la certeza, es el misterio. Hacer sentido es hallar uno de tantos equilibrios entre certeza y misterio: ese equilibrio hallado es, a fin de cuentas, el cuerpo de lo narrado (por extensión diríamos que es también el cuerpo del saber construido en colectivo, el ámbito de la experiencia compartida).
Y si el impulso narrativo es a fin de cuentas la búsqueda de sentido, qué le da su ser, qué lo hace eficaz, qué lo ha hecho sobrevivir como principio básico de relación, cuál es la naturaleza del significado.
Primero que nada distinguir su ser de la factura literaria. Se ha pretendido siempre diferenciar entre lo profesional del escritor —o para el caso del videoasta, fotógrafo o pintor—, del quehacer no profesional, artesanal se le dice también, cuando no primitivo. Pero esta distinción no fue clara sino hasta el siglo xvii, y en otros espacios, como Europa oriental, hasta el siglo xix. “El artesano sobrevive en tanto los criterios para juzgar su trabajo sean compartidos por clases diferentes. El profesional hace su aparición cuando se hace necesario que el artesano abandone la clase a la que pertenece y ‘emigre’ hacia la clase dominante, cuyos criterios de juicio son diferentes”. Esto significa que su entrenamiento le enseñó a hacer uso de técnicas convencionales de composición, perspectiva y simbolismo propias de una experiencia social, que en la mayoría de los conglomerados correspondía —y sigue correspondiendo— a las maneras de la clase a la que sirve, convenciones que pretenden registrar o preservar “verdades eternas”. Lo ilógico de esta forma de proceder, que sentó las bases de mucho del quehacer estético de la cultura occidental, fue que dejó fuera un vasto universo de experiencias y formas de abordar el quehacer de los creadores, lo que se concretó en un alejamiento de los creadores respecto de la experiencia y a su vez, el que los creadores “no profesionales” vieran esta serie de convenciones como una restricción más que les imponía la clase dominante.[18] Para nosotros entonces, es importante la distinción entre narración como factura profesional, cualquiera que sea la forma que adopte, y el impulso narrativo cuyo ser libre de convenciones adopta las formas de las que puede echar mano.
Porque el impulso narrativo está ligado al desarrollo del tiempo de la conciencia o tiempo interno —y a sus relaciones con la imaginación-fabulación. Por eso es importante relacionarlo con la percepción del tiempo. Uno de sus ejes es entonces la velocidad de aparición-desvanecimiento de los fenómenos sociales. El mundo vive un entramado de fenómenos —la famosa globalidad— cuya tasa de cambios se ha acelerado, es decir, el número de sucesos por unidad de tiempo se ha hecho mucho mayor. Esta nueva dimensión de lo temporal, exterior, que borra mucho la experiencia de lo social que en alguna otra época fuera expresión de permanencia relativa, hoy es garantía de evanescencia. Siguiendo este argumento, decimos que el impulso narrativo es búsqueda de sentido porque intenta ser un puente entre lo desconocido —que incluye el cambio (lo futuro) y lo átavico y misterioso que nos conforma desde siempre—, y lo conocido —las certezas que nos otorgan nuestras concepciones, nuestro ser individual y comunitario, nuestra permanencia aparente (el pasado y el presente continuo) como humanos en el mundo social “objetivo”, y nuestras disposiciones y viajes internos, individuales o subjetivos, incluida nuestra convivencia con la naturaleza en crianza mutua, como para los integrantes del Pratec. Es decir, certeza y misterio, las dos diadas del significado, son también la frontera borrosa entre permanencia y cambio y están indisolublemente ligadas a nuestra percepción del tiempo interno o tiempo de la conciencia.
Un suceso se contiene en el tiempo de su acción, lo que lo hace irrepetible, diverso; su conexión con ciclos dispares o afines, agrupamientos de pasados, presentes y futuros, se percibe y sintetiza según el flujo de la conciencia: lo subjetivo, la imaginación. En principio todos respondemos a esto y a la vez estamos atrapados en la dimensión temporal de nuestra estructura orgánica. Mente-cuerpo, alma-cuerpo son otras maneras de nombrar este equilibrio. Puestos en este equilibrio, es mucho más accesible para nosotros, occidentales profesionalizados o en vías de desprofesionalización, acceder a las cosmovisiones indígenas que no hacen una distinción dualista entre materia y espíritu. Para Berger, como para los pueblos indios del continente, el problema es de temporalidad, no de animado-inanimado.
Pero nuestra sociedad profesionalizada, neoliberal, ordenada y confortable, le otorga a esto un valor ínfimo. Tiende a situar muy bien sus diversiones, su “tiempo libre” donde la conciencia podría tomar más foco, y las controla también más y más. A contrapelo, la primera tarea de cualquier cultura, dice John Berger,
es proponer un entendimiento del tiempo de la conciencia, de las relaciones de pasado a futuro contempladas como tales. La explicación ofrecida por la cultura europea contemporánea —la cual, durante los últimos dos siglos ha marginado más y más otras explicaciones— es aquella que constituye una ley uniforme, abstracta, unilineal del tiempo aplicable a todos los sucesos, y de acuerdo a la cual los “tiempos” pueden compararse y regularse. Esta ley mantiene que El Arado y una hambruna pertenecen al mismo cálculo, cálculo indiferente a ambos. Mantiene también que la conciencia humana es un suceso, puesto en tiempo como cualquier otro.
Entonces, una explicación cuya tarea es “explicar” el tiempo de la conciencia, la trata como si fuera tan pasiva como un estrato geológico. Si el hombre moderno ha sido con frecuencia víctima de su propio positivismo, el proceso empieza aquí, con la negación o la abolición del tiempo creado por el evento de la conciencia.[19]
Sin el entendimiento de la disparidad de duraciones y ciclos en los que la experiencia humana se mueve, sin tender relaciones entre lo que permanece y aquello que se transforma, no puede asirse la idea misma de la diversidad. La garantía de una identidad en lo diverso, el reconocimiento de ser iguales, es ser reconocidos como centro único de la propia experiencia —eso subjetivo, esa conciencia— y como tal diferentes. Somos iguales porque somos diferentes.
Sin el entendimiento de que la gente, enfrentada a la inmutabilidad aparente, tiende a rebelarse para no ser objeto de la historia sino su sujeto activo, tampoco puede reconocerse la necesidad vital de los cambios políticos.
Paradójicamante entonces, el impulso narrativo es una respuesta a lo inmutable, cuando es vital oponerse al curso de la historia, y al mismo tiempo una respuesta de lo que permanece como refugio ante el cúmulo inasible de cambios que nos dispersan y nos diluyen. Relatar nuestra experiencia es un paso central hacia nuestro sentido de identidad y pertenencia, es nuestra vuelta al refugio de la permanencia, aunque ésta sea efímera. Este es quizá el verdadero sentido de la historia. En ella reside otro de los fuegos que habría que encender: en la pertenencia mutua sí hay un reconocimiento del otro, como igual. Nada produce tanto esta pertenencia como compartir nuestro propio relato. Según Berger:
A veces parece que el relato tiene una voluntad, la voluntad de ser repetido, de encontrar un oído, un compañero[…] los relatos atraviesan la soledad de la vida, ofreciendo hospitalidad al que escucha, o buscándola. Lo contrario de un relato no es el silencio o la meditación, sino el olvido. […] ¿En qué consiste el acto de relatar? Me parece que es una acción contra la permanente victoria de la vulgaridad y la estupidez. Los relatos son una declaración permanente de lo vivido en un mundo sordo. Y esto no cambia. Siempre ha sido así. Pero otra cosa que no cambia es el hecho de que a veces ocurren milagros. Y nosotros conocemos los milagros gracias a los relatos[…][20]
El descuartizado resucita
Al sentar las bases firmes para investigar, entender, revitalizar, expandir y hacer una primera síntesis del ámbito mitológico en Mesoamérica, dentro de lo que él llama tradición religiosa mesoamericana, Alfredo López Austin[21] fue muy certero en elegir al tlacuache como centro de su discurso. Dentro de esa misma tradición —seguramente por varios de sus rasgos de comportamiento en la vida que comparte con los campesinos de Mesoamérica— el tlacuache es el robador del fuego; aquel que birla conocimiento a los dioses para brindarlo a los seres humanos. Este marsupial tiene también una curiosa recurrencia a la aparente —o real— resurrección. Como imagen y alegoría, el tlacuache es entonces rima o pariente de Prometeo, el titán encadenado por sustraer el fuego y mostrarlo al hombre y que en su tortura regenera su hígado todas las noches después de que le ha sido devorado por tremenda ave de rapiña.
La imagen funciona, porque hoy día como hemos dicho hay evidencia de que la tradición indígena, al igual que el astuto ladrón del fuego, transmuta y permanece, establece y renueva su tejido ideológico en prácticamente todos los ámbitos de la vida humana donde tiene vigencia. Como tlacuache, el saber ancestral —pese a sufrir transmutaciones interminables— resucita aquí o allá, variando los rasgos de sus personajes, acomodándose o sincronizando con otras tradiciones y no obstante conserva elementos que permiten reconocer su pasado y su trayecto.
Resucitar al tlacuache que desde distintos rincones revive y transmuta es —valga la redundancia— darle vida a la vida. Para Berger el crimen más grande del poder es “el crimen de negar a la gente su identidad. El crimen de empujar a un pueblo a juzgarse a sí mismo mediante los criterios de sus opresores...”[22].
Ramón Vera Herrera*
Tomado de Chiapas número 5, 1997
* Este texto fue posible gracias al apoyo, la colaboración y la asesoría del Centro de Estudios para el Cambio en el Campo Mexicano (Ceccam), Opción sc y la revista Ojarasca. Agradezco a Gustavo Esteva el haberme puesto en contacto con el trabajo de Frederique Apffel Marglin y por ende con el trabajo del grupo andino de recuperación de saberes locales Pratec. Agradezco las valiosas aportaciones de Maru Arroyo (quien imaginó esto hace 17 años), Alfonso Arroyo, Ángeles Arcos, Jasmín Aguilar, Norma Amirante, Tania Barberán, Andrés Barreda, Armando Bartra, Hermann Bellinghausen, Ana Esther Ceceña, Javier Elorriaga, George Gasché, Alfonso González, Juan Cristián Gutiérrez, Male Hope, César Moheno y Sergio Rodríguez Lazcano.
* Editor de la revista Ojarasca, hoy suplemento del periódico mexicano La Jornada.
[1] Ver por ejemplo Daniel Mato: “Beyond the Mall: a view at the culture and development program of the 1994 Smithsonian’s Festival of American Folklife in the context of the globalization process —a ‘Latin’ American perspective.” Manuscrito en proceso, sin publicar.
[2] Guilllermo Bonfil: Utopía y revolución: el pensamiento político de los indios en América Latina. Nueva Imagen, México, 1988. p. 19.
[3] Víctor Manuel Toledo: “Toda la utopía”, Ojarasca número 2, noviembre de 1991, p. 14
[4] Ver “Una nueva amenaza para la historia”, Ojarasca 31-32, abril-mayo de 1994. pp 8-14.
[5] Eric Hobsbawm: “La política de la identidad y la izquierda”, Nexos 224, agosto de 1996, pp 41-47.
[6] Floriberto Díaz: “Un camino propio”. Ojarasca 35-36, agosto-septiembre de 1994, página 10.
[7] John Berger: Pig Earth. Writers and readers, Londres, 1979.
[8] Ver en Chiapas número 4 , julio de 1997: “El infinito devenir de lo nuevo”, página 7.
[9] Frederique Apffel Marglin, compiladora: “Introduction: Knowledge and life revisited”, Production or regeneration? An andean perspective on modern knowledge. Zed Books, 1996, Londres.
[10] Ver Apffel Marglin, op.cit.
[11] Op. cit.
[12] Ivan Illich: La convivialité. Editions du Sevil, París, 1973. Ubicando la herramienta en su acepción de proceso, Illich afirma: “La herramienta es inherente a la relación social. En tanto actúo como humano, me sirvo de herramientas. Según que yo la domine o ella me domine, la herramienta me liga o me desliga del cuerpo social. En tanto yo domine la herramienta, doy al mundo mi sentido.; cuando la herramienta me domina, su estructura conforma e informa la representación que tengo de mí mismo. Para Illich, las herramientas conviviales, aquellas que pueden propiciar creatividad y convivencia, son aquellas que crean sentido, que liberan, que dan autonomía, pero que además crean colectivo; no el colectivo que borra al individuo, sino aquel colectivo formado por personas que no son negadas por otros. Qué cercano esto a la idea de la comunalidad andina del Pratec y a la idea de la comunalidad planteada por Floriberto Díaz.
[13]Para más sugerencias sobre estos aspectos véase etsa: “Los alcances de la noción de ‘cultura’ en la educación intercultural. Exploración de un ejemplo: sociedad y cultura bora”. Manuscrito que puede solicitarse al proyecto del Instituto Superior Pedagógico Loreto en Iquitos, Perú.
[14]And our faces, my heart, brief as photos. Nueva York, Vintage Books, 1991.
[15]The writer’s profession. Conferencia dictada en Munich en enero de 1976.
[16] Editorial Seix Barral, traducción de Ángel Crespo, 1967, p. 219.
[17]Ibid 7, Página 6.
[18] John Berger: “The primitive and the professional”, en About looking. Vintage Books, p. 71
[19]Ibid 14.
[20] John Berger en María Nadotti: “El silencio y la palabra”, conversación con John Berger y Ryszard Kapuscinsky. Linea d’ombra, noviembre de 1994.)
[21] Alfredo López Austin: Los mitos del tlacuache. Alianza editorial mexicana. México, 1990.
[22] John Berger: G. A novel. Vintage Books, Nueva York, 1972, página 226.
* Editor de la revista Ojarasca, hoy suplemento del periódico mexicano La Jornada.