La defensa de la madre tierra y las tareas anticapitalistas del movimiento indígena
Atravesando los ciclos largos de la historia humana, las comunidades campesinas y los pueblos indígenas de todo el mundo han logrado sobrevivir hasta el día de hoy. En el corazón de esa permanencia, siempre expresada en múltiples y tenaces resistencias, se encuentra la relación que los pueblos indígenas han establecido con la naturaleza, a la que llaman con toda razón "la madre tierra", "nuestra madre tierra".
Dicha relación, que se muestra en todos los pueblos originarios habitantes de la región mesoamericana, pone por delante el carácter sagrado de la madre tierra y el uso armónico y respetuoso de los elementos que la integran. En contraste, las culturas occidentales, que de continuo cosifican la naturaleza, a la cual tratan de "dominar", "diseccionar", "explotar" y "reducir", han establecido una relación meramente instrumental y de poder sobre esa tierra. El capitalismo, en su irracional y desenfrenada destrucción de la naturaleza y las sociedades, representa la cúspide del proceso antes señalado.
Desde 1492, fecha correspondiente a la primera expansión capitalista a escala planetaria (lo que hoy llamamos globalización), los pueblos indígenas americanos han vivido una permanente guerra de conquista, organizada desde las grandes metrópolis, que ha tenido y sigue teniendo como fin el control político, cuando no el exterminio, de las poblaciones indias, su explotación intensiva y, sobre todo, el despojo de sus territorios. De hecho la primera fase expansiva de acumulación capitalista, la que Marx llamó "acumulación originaria", tuvo uno de sus capítulos estelares en la destrucción, robo y saqueo de los territorios y culturas indígenas de América y el mundo entero.
Frente a la guerra de conquista externa, misma que después de las revoluciones americanas de independencia y la constitución de las primeras repúblicas liberales se convirtió en guerra de conquista interna desplegada por las oligarquías criollas o mestizas de las nuevas naciones, nuestros pueblos han ofrecido una terca resistencia que sorprendentemente hoy mantiene con vida a muchos de ellos.
La resistencia de nuestros pueblos y su pervivencia tienen una base fuerte en su relación con la madre tierra, misma que brinda el espacio natural donde se despliegan las culturas indígenas y la "comunidad" como forma de organización esencial para los pueblos mesoamericanos y como un cruce de relaciones entre las personas y la tierra.
En alguna ocasión nos comentaba don Pedro de Haro, maraka'ame y protector del pueblo wixárika, que mientras la tierra no se rompa, ésta se encargará de cuidar y proteger al indígena, quien tampoco podrá romperse, tal como ha ocurrido en los últimos 500 años.
Sin embargo hoy la tierra se está quebrando. Está siendo rota por el capitalismo en esta nueva fase expansiva que llaman globalización neoliberal.
De hecho, lo que hoy viven las comunidades campesinas y la humanidad entera es una más cruda y permanente fase de acumulación "originaria" de capital apoyada, sobre todo, en el robo, el despojo, las guerras de invasión, la esclavitud y la semiesclavitud de millones de personas, principalmente niños y mujeres, la corrupción política y el tráfico ilegal de mercancías.
En el caso de nuestro país, secuestrado por una poderosa oligarquía neoliberal que controla el gobierno, las cámaras legislativas, los tribunales, los medios de comunicación y los partidos políticos con registro, las leyes y las políticas neoliberales orientadas al campo y a las comunidades indígenas tienen como fines principales: separar a los campesinos de la tierra y forzar la migración masiva de la población rural a las ciudades; facilitar el saqueo y el despojo de los territorios indígenas y campesinos por parte de los consorcios y bandas de capitalistas; convertir en mercancías todos los elementos que integran la madre tierra, es decir, todos los que llaman recursos naturales; dar cobijo a los procesos intensivos de explotación de la fuerza de trabajo agrícola y abaratar la mano de obra en el campo y las ciudades; desmantelar las antiguas culturas y autogobiernos indígenas introduciendo nuevos patrones y valores organizativos, alimentarios, educativos, de consumo y en la salud de las comunidades.
La primera etapa de las políticas neoliberales arriba señaladas tuvo lugar a lo largo de los años noventa del siglo pasado y su articulación se dio en torno a: la contrarreforma agraria salinista expresada en la modificación del artículo 27 constitucional, la nueva ley agraria, los programas de certificación de las tierras ejidales y comunales para facilitar su incorporación al mercado capitalista y la readecuación de la legislación nacional en materia forestal, de aguas y de asentamientos humanos; el desmantelamiento rápido y progresivo de las economías campesinas; y la integración subordinada de nuestra economía a la de Estados Unidos, sobre todo después de la firma del Tratado de Libre Comercio.
Girando alrededor de la contrarreforma indígena del año 2001, misma que fue apoyada por el conjunto de la clase política mexicana, se abrió una segunda etapa, aún más vertiginosa y voraz, que está acelerando el despojo y la destrucción de los territorios y las culturas indígenas. La introducción de maíces transgénicos, la biopiratería y el robo descarado de los saberes tradicionales indígenas, el recrudecimiento en las políticas agrarias de certificación, el programa Oportunidades, así como las continuas modificaciones del marco legal en materia forestal, ecológica, de aguas, minería y propiedad intelectual, no tienen mayor fin que desmontar la resistencia y la forma de vida de las comunidades campesinas, poniendo en manos del capital todo lo que nace la madre tierra, incluida la cultura, el trabajo y los profundos conocimientos acumulados por los pueblos indígenas en los últimos diez mil años.
Ante el actual avasallamiento neoliberal, los pueblos originarios de México tienen como disyuntiva desaparecer o pasar a un nivel de lucha que ponga en el centro la defensa de la madre tierra y la conformación de un frente anticapitalista con diversos sectores del pueblo pobre y explotado, pues está claro que la permanente guerra de exterminio contra nuestros pueblos es patrocinada por los fabulosos intereses capitalistas dominantes a escala nacional y planetaria.
La determinación del Cuarto Congreso Nacional Indígena en el sentido de ratificar su adhesión a la Sexta Declaración de la Selva Lacandona emitida por el ezln y a la Otra Campaña, ambas de claro perfil anticapitalista, así como la firme participación de los pueblos indígenas de Oaxaca en la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO), nos indican que el movimiento indígena nacional, frente a la disyuntiva propuesta, ha decidido caminar la segunda opción.
Carlos González es miembro de la organización de Comunidades Indígenas y Campesinas de Tuxpan, Jalisco
Fuente: Suplemento Ojarasca, La Jornada, noviembre 2006