Estribaciones y escurrimientos de una movilización legítima. El desafío indígena en Ecuador
"El levantamiento indígena y el paro nacional son la medida más fuerte de rechazo, hasta ahora, ante las medidas y leyes antipopulares y conculcatorias de derechos laborales, colectivos y sociales promulgadas por el gobierno del presidente Rafael Correa."
Por Fernanda Vallejo y Ramón Vera Herrera
Con esta mirada panorámica, nos asomamos a las motivaciones y entretelas de una movilización que ha sido maltratada por los medios y reprimida brutalmente por las fuerzas policiaco-militares del Estado ecuatoriano.
Dirigentas de la Conaie entrando al centro histórico de Quito, 19 de agosto, 2015 - Fotos: Braulio Gutierrez Wambra Radio Autoridades de la comunidad de Sarayaku en la cuenca del Río Bobonaza, en la Amazonia ecuatoriana |
El levantamiento indígena y el paro nacional son la medida más fuerte de rechazo, hasta ahora, ante las medidas y leyes antipopulares y conculcatorias de derechos laborales, colectivos y sociales promulgadas por el gobierno del presidente Rafael Correa.
Pese a la prensa contraria que ha recibido la movilización, ésta constituye la expresión más importante de unidad popular en los últimos 25 años.
Y es que el gobierno ha venido facilitando y profundizando legislaciones que favorecen el despojo de territorios ancestrales y campesinos mediante un abigarrado sistema de leyes, normas, decretos y políticas de Estado. Y para ello invoca las justas demandas de la sociedad tras décadas de neoliberalismo, con un discurso progresista, de izquierda y de redistribución. Entregó ya la mitad del país a empresas extranjeras mineras, petroleras, constructoras. Contrajo la deuda externa más alta de la historia ecuatoriana que, según algunos analistas, se acerca a los 12 mil millones de dólares. Pre-vendió todas las reservas petroleras, sobre todo a China (de ahí la necesidad de explotar el Yasuní). Ecuador está hipotecado por lo menos los próximos 15 años.
Esto es poco visible dentro y fuera del país, gracias a un sistema de propaganda y clientelismo renovado, pues hasta hace poco el gobierno contaba con los mayores ingresos petroleros en la historia del Ecuador.
El gobierno de Correa negoció en condiciones de dudosa ventaja las reservas en oro (pero no se cuenta con información oficial) con una empresa como Goldman Sachs. Negoció y firmó, a espaldas de la sociedad, en un proceso mantenido en absoluto secreto, un TLC con la Unión Europea.
El Estado le debe a los fondos de seguridad social mil 600 millones de dólares, y acaba de eliminar el aporte que le corresponde por mandato constitucional, del 40 por ciento del fondo de jubilaciones. Eso sí, incrementó el llamado “bono de la pobreza”, una de esas medidas compensatorias que reparte migajas.
Se profundizan las normas y los mecanismos de criminalización, sistemática y permanente de la protesta, del disenso y hasta la vida cotidiana y cada sábado el mandatario hace una denostación pública de toda figura que le resulte incómoda. Mediante una consulta popular inició el desmantelamiento de la Constitución: pudo reestructurar y controlar todo el sistema de justicia, la contraloría y la vigilancia estatal y ciudadana. La lista de agravios es larguísima.
En los últimos dos años, ha habido muertos también en incursiones militares para despejar territorio a las mineras. Son miles los desalojados a la fuerza de su tierra, en beneficio de hidroeléctricas, mineras o petroleras.
Desde el gobierno de Febres Cordero (hace 25 años) no se registraban tantos allanamientos, detenciones arbitrarias, acusaciones temerarias en el marco de una movilización —al punto que ni siquiera con la cooptación de jueces y el control de las cortes han podido, en algunos casos, tener sentencia de culpabilidad. Existen, formalmente, cerca de 200 judicializados.
Los estudiantes de los colegios son criminalizados, estigmatizados y sometidos a una suerte de “destierro” colegial.
Se ha construido infraestructura educativa, pero se aprobó una ley que despedaza la educación, desdibuja y degrada a los docentes (tras desmantelar el sindicato nacional a punta de perseguirlo y criminalizarlo); burocratiza la enseñanza e impone la tecnocracia y “meritocracia” como formas de exclusión y discriminación a estudiantes. Todo es control y persecución, vigilancia preventiva de jóvenes como potenciales delincuentes.
Diciendo recuperar la educación universitaria en crisis, se violentó el libre ingreso y la autonomía universitaria. Se estableció un sistema elitista, excluyente e impositivo de acceso a la universidad —con mecanismos forzados de crédito educativo a través de una banca, nominalmente en manos del Estado, pero con una composición accionaria muy alta de la banca privada transnacional.
Además se desmanteló la educación intercultural bilingüe (las escuelas comunitarias en territorios indígenas) y se fuerza al estudiantado indígena a salir de sus comunidades a someterse a un sistema homologador y colonizante. Las unidades educativas “interculturales” desarraigan a niños y jóvenes, en una modalidad de “reducción posmoderna de indios”, pasando por encima de una propuesta educativa reconocida por la UNESCO como modelo educativo para pueblos originarios diversos.
Mediante decreto, se han conculcado los derechos más elementales de libre asociación, desconociendo a las organizaciones de hecho (comunas, y grupos de mujeres). Todo lo que no esté registrado se considera organización delictiva. La reforma del Estado está legalizando y operativizando el despojo y la deshabilitación de la población. Para lograrlo, el gobierno ha construido cierta infraestructura necesaria y ausente durante décadas: en vialidad (sólo la suficiente para facilitar la extracción de renta de los territorios de interés), educación (por ejemplo, en 8 años de gestión no se ha logrado construir una “unidad educativa del milenio” para cada provincia), e infraestructura sanitaria (la inversión estatal en hospitales y centros de salud es deficitaria, la estrategia fue cubrir la demanda tercerizando a centros hospitalarios privados con fondos públicos).
Lo más grave es un nuevo marco jurídico sostenido en un kit de códigos organizadores centralizadores y disciplinarios, que se aprobaron por separado, pero que al mirarlos juntos se complementan y refuerzan, permitiendo una institucionalidad tergiversada donde lo público se pone al servicio de lo privado para acabar con lo comunitario: “retardatario del progreso” unidireccional y capitalista.
El Código de Ordenamiento Territorial fuerza a los gobiernos locales a establecer impuestos sobre predios campesinos y su producción y, peor aún, los obliga a fomentar la presencia de “industrias” extractivas como mecanismo de obtención de financiamiento para su gestión. Es inquietante que las regiones “más empobrecidas”, con menos posibilidad de nueva tributación, son los territorios identificados como ricos en minerales, recursos hídricos o forestales. Además, mediante estos ordenamientos hay un poder discrecional que le otorga a estos gobiernos el control sobre la gestión comunitaria del agua de riego o de consumo humano (servicios autogestionados en su totalidad, construidos con mingas), sólo por financiar los materiales.
El Código de la Producción relativiza el acceso al agua como un derecho y somete el uso del recurso a la producción de energía limpia (soberanía energética suelen llamarle algunos funcionarios) o a la generación de divisas “redistribuidas” en inversión social. El código establece parámetros de control y regulación de la producción y transformación que imposibilitan técnicamente que participe la producción campesina, pues desconoce sus estructuras organizativas, impone estándares e inversiones inalcanzables e “ilegaliza” sus mecanismos actuales de elaboración y comercialización. Todo productor campesino necesita ahora la acreditación de Buenas Prácticas para poder comercializar sus productos. Producir y vender sin esta acreditación vuelve infractor al productor. En la práctica, las organizaciones comunitarias están siendo desconocidas como legítimos sujetos productores.
El Código Financiero establece controles sobre los sistemas financieros comunitarios, que habían sido gestionados principalmente por mujeres de modo que les garantizaba liquidez cuando lo necesitaban. La nueva normatividad desmonta el ejercicio de formas de economía mutual que venían operando sin permiso del Estado. En suma, se ilegaliza la vida si no existe permiso del Estado.
La legislación minera “simplifica” procesos de obtención de permisos. Se sustituyen los estudios de impacto ambiental (de por sí potencialmente tendenciosos) por documentos de compromiso de no contaminación ni afectación. Habilita a los organismos de control para encarcelar a personas o comunidades que se rehúsen a desalojar territorios declarados de concesión, como ocurrió en Tundayme, uno de los territorios ocupados por las mineras chinas. Ahí, un funcionario estatal confesaba que no existen ni los más mínimos cuidados ambientales en la exploración, al punto que la empresa prefería pagar multas por incumplimiento que invertir en tecnologías limpias (si es que las hay) y/o en mitigación.
El marco normativo violenta también derechos a la libre expresión, derechos sociales y reproductivos de las mujeres e implica retrocesos en los derechos de los trabajadores a la libre asociación, la sindicalización, la huelga, la estabilidad laboral, estableciendo incluso mecanismos soterrados que favorecen nuevas formas de tercerización que este mismo régimen eliminó en sus primeros años de gestión.
Si cuando se anunció la movilización, el Estado acusó a los paristas de hacerle el juego a la derecha, en los hechos se promueve a una derecha bancaria receptora de grandes dividendos y a una izquierda “ciudadana" vista como progresista. En realidad, el gobierno actual simplificó el tablero. Todos lo que no entren a su juego son denostados y acusados de tramar juntos contra el gobierno.
Algunos centros de investigación independientes, con sede en diversos países de América Latina, dirigieron un extrañamiento al presidente Correa por la represión desatada contra la movilización, y desmontaron la excusa de que la “derecha está detrás de la movilización”:
Hemos visto en cada uno de nuestros países que la derecha busca utilizar cualquier debilidad de las fuerzas sociales no reaccionarias, para acrecentar su poder y control sobre la economía, las decisiones políticas y el aparato estatal. Pero la derecha ha sido cómplice del gran capital transnacional en los procesos de concentración y monopolización económica junto a la destrucción de derechos humanos, sociales y económicos. Y sabemos que para ello utilizan cualquier subterfugio a la mano, incluso el presentarse apoyando causas justas.
Sin embargo, las demandas de las organizaciones que convocaron al Paro son legítimas y se apoyan en la dura experiencia que ya tenemos los pueblos de los países que han firmado acuerdos de libre comercio con la Unión Europea, Estados Unidos, y muchos otros países. En los últimos quince años hemos visto cómo se han privatizado los bienes comunes, cómo se han extraído riquezas energéticas y minerales, mientras las economías, los recursos naturales, el medio ambiente de nuestros países han sido dañados o destruidos por la ambición sin límite de capitales transnacionales. [...] El capital, y especialmente el Gran Capital, jamás ha hecho acuerdos que perjudiquen sus intereses y para ello han contado siempre con el apoyo irrestricto, abierto o solapado, de las derechas criollas.*
Probablemente la burguesía esté al acecho a ver si pesca a río revuelto, pero ésta es una movilización popular que recoge demandas estructurales de las mayorías. Empezó con una marcha desde el territorio más violentado por la minería, en la frontera sur del país, y fue brutalmente reprimida desde el 13 de agosto a lo largo y ancho del territorio ecuatoriano.
De camino entre Quito y Latacunga, justo al pie del volcán Cotopaxi que hizo erupción hace unos días y que concitó un estado de excepción que sirvió de pretexto para sacar al ejército a la calle, se encuentra la Parroquia de Pastocalle donde se asientan comunidades y organizaciones indígenas que a diario disputan al poder su derecho a gestionar de forma autónoma (y eficiente) sus medios de sustento, sus formas de producción, organización y gobierno comunitario; sus relaciones sociales, sus ejercicio propio de hacer justicia, su educación; en fin, su vida.
Son necesarios apenas 45 minutos en carro desde Quito para llegar. Basta tomar la carretera panamericana, que la “revolución ciudadana” transformó en autopista de seis carriles.
Hace unos días, en su habitual monólogo sabatino, el presidente Correa increpaba a quienes participaban en las manifestaciones del levantamiento reciente y les preguntaba de qué se quejaban, si tenían ahora una autopista de primera, con tantos carriles. Pero esta autopista digna del primer mundo, no fue capaz de facilitar la movilización de un camioncito con heno u hoja de banano que atenuara el impacto de la erupción de ceniza sobre el ganado lechero que la gente campesina de la región cría como parte de su sustento. Y fue la organización, con su estructura de cuidado mutuo, la única capaz de resolver los apremios de las personas y sus animales, la que gestionó una vez más, de modo autónomo, el sitio dónde evacuar a las familias, su sistema de comunicación inmediata, las provisiones mínimas para que la gente subsista fuera de sus chacras, la evacuación del ganado, la obtención de piensos y hierba para éste.
Mientras, los funcionarios estatales, fuera de decretar estado de excepción, ordenar la evacuación de las poblaciones y controlar la información sobre la crisis, se descubrieron sin un plan, sin capacidad de reacción, sin preparación, sin criterio, sin iniciativa. De qué sirve entonces una mega autopista si no resuelve problemas o necesidades concretas. ¿A quién sirven las modernas carreteras?
Hace un par de meses, la Unión de Organizaciones del Norte de Cotopaxi-Unocanc, se despertó con una dolorosísima tragedia: a las 6 am, un destartalado autobús perdió los frenos en un punto de la vía dejando como saldo varios muertos y heridos: niños y niñas, jóvenes entre 6 y 17 años. En su mayoría venían de la comunidad de Chisulchi y como todos los días, después de que cerraron las escuelas comunitarias, se trasladaban hasta la unidad educativa del centro parroquial —una edificación construida y equipada por la revolución ciudadana.
Como todo es ahora ordenado y planificado, no se autoriza el transporte comunitario pero sí obtuvo permiso de funcionamiento un vehículo viejo que es parte de una empresa de transporte interparroquial. Los sucesos llevaron a la organización a preguntarse de qué sirve una edificación costosa, si el precio son los estudiantes; si es ése, acaso, el tipo de renovación educativa que buscaban y planteaban en sus luchas contra el neoliberalismo hace menos de una década.
En este país, todo cambió para que nada cambie. O tal vez sí, las cosas cambiaron para que un renovado capitalismo se inserte con más profundidad y violencia en los territorios, los cuerpos y las vidas de comunidades y familias. El Estado que redistribuye, que asume por mandato constitucional la construcción del Sumak Kawsay, resultó ser un caballo de troya para la implementación de reformas a la estructura institucional y normativa del país —en aras de una plena y total expansión de un capitalismo transnacionalizado, más depredador y explotador de la historia ecuatoriana.
El rompecabezas de la reestructuración del Estado en Ecuador está casi completo. No se trata de la aplicación del proyecto popular que llevó a Alianza País a la conducción del gobierno sino (por el contrario) la configuración de un nuevo modelo que facilitará una mayor y más violenta acumulación del capital, fundada en el despojo de territorios campesinos y pueblos originarios en aras de la extracción minera y petrolera, sin límites ni restricciones. Se profundiza también un modelo agro-exportador extensivo de monocultivo que incorpora tecnologías más violentas, que consagra el progreso capitalista como única vía de existencia “ciudadanizando la sociedad”.
La sociedad queda sola, individualizada en sus relaciones con el Estado, en condiciones de indefensión, fragilidad y dependencia. Ocultos tras un discurso de izquierda y aparente redistribución, la autodenominada “revolución ciudadana” logró vulnerar los tejidos sociales y comunitarios, debilitarlos y fragmentarlos, pero no los ha podido desaparecer pese a pretender constituir estructuras paralelas que los desplacen y sustituyan.
La movilización indígena, y el paro nacional son un profundo rechazo de la sociedad a que el gobierno (con las empresas) le arrebate la vida, la gestión comunitaria, y el margen de independencia del que había gozado hasta hace poco. Sobre todo porque, a cambio, el Estado ecuatoriano insiste en ofrecer como progreso para toda la ciudadanía lo que en realidad es un despojo generalizado que beneficia a unos cuantos intereses nacionales y extranjeros.
*Carta pública al presidente Rafael Correa, firmada por Acción por la Biodiversidad, el Centro Ecológico Ipé, el Grupo Semillas, la Red de Coordinación en Biodiversidad, la FECON, REDES-AT, el Grupo ETC y GRAIN
Fuente: La Jornada, Suplemento Ojarasca