¿Estamos hechos para vivir en común?
"Para poder luchar por un cambio profundo de la humanidad, hemos de ser conscientes de que se puede hacer en el sentido de la cooperación, la fraternidad y la biomímesis porque hay, como hemos visto, fundamentos filogenéticos, morfológicos e históricos para que esa haya sido la tendencia dominante de las sociedades humanas. Sin esta cosmovisión, siempre se estará instalado en una especie de pesimismo antropológico, en el mejor de los casos voluntarista."
La Revolución francesa no es sino
la precursora de otra revolución
mucho mayor, que será la última;
aspiramos a algo más sublime y más justo,
¡El Bien Común de la Comunidad de los Bienes![1]
Resumen
Contra todas las “evidencias” de la teoría económica convencional y la síntesis darwinista, hemos rastreado los sistemas de vida, la evolución humana y la aparición del lenguaje para mostrar que lo constitutivo de los seres vivos y de los humanos en particular es la propensión a la simbiosis, a la cooperación y a la vida en común. Por eso, los bienes comunes, que son la mayor parte de los bienes que interesan, han sido gestionados por las sociedades humanas con entera solvencia y eficacia, aunque ateniéndose a ciertas condiciones, no automáticamente. Concluimos el trabajo afirmando que la antigüedad evolutiva de la empatía hace que nos podamos sentir extremadamente optimistas.
Introducción
Las tesis del darwinismo social que sirven de base a la “ciencia” económica dominante parten de la hipótesis del individualismo y del egoísmo extremo. El llamado “gen egoísta” encierra el impulso irrefrenable hacia su propia y única subsistencia y reproducción. Para ello ha de volverse enormemente agresivo y, si es necesario, acabar con la vida de los competidores. El capitalismo en esencia es eso: lucha a muerte para acrecentar las ganancias, entre los propios hermanos si hace falta, seguida de otra lucha similar entre los consumidores, toda la población, para obtener más satisfacciones. El modelo económico realmente existente ha impregnado al modelo biológico y viceversa y ambos se refuerzan. Y esto es lo mejor, dicen, para el que quede vivo en la contienda. No todos son aptos para vivir en este mundo. Para paliar esta realidad científica, tendencial de base, proponen mejorar a la gente con la educación y disfrazar a las empresas de responsabilidad verde y social. En la versión neoliberal, dejar al personal a su suerte que es la que merecen.
La llamada “naturalización” de la ética y la sociedad está mal vista por parte del pensamiento progresista porque, en el fondo, participa de estas ideas darwinianas y considera que, de no remediar estos impulsos irrefrenables, no hay nada que hacer. Las locuras del nazismo y de la creencia en razas superiores, le hacen obviamente desconfiar. Eso sí, se cree firmemente en la plasticidad y creatividad humanas para solucionar este diseño humano mal hecho de antemano. Es esta una visión antropocéntrica. Gustavo Duch[2], un escritor progresista, afirmaba: “Con estos tres experimentos, las conclusiones son obvias. El chimpancé es una especie que por mucha hambre que tenga mayor es su mezquindad. Que los pocos bonobos que aún viven (...) saben de altruismo y de buen vivir. Y que el ser humano desciende del chimpancé”. Sin embargo, lo cierto es que desciende de las primeras formas de vida: las bacterias.
Es más, como dice Frans de Waal, el gran investigador de los bonobos, los simios más empáticos de todos, “comparaciones recientes de ADN muestran que humanos y bonobos compartimos un microsatélite relacionado con la sociabilidad que está ausente en el chimpancé”; y como en las primeras sociedades humanas debieron de darse condiciones de reproducción óptimas para la supervivencia de los elementos más amables de la especie, “en algún momento la empatía se convirtió en un fin en sí mismo: pieza central de la moralidad humana (…), nuestros sistemas morales refuerzan algo que es en sí parte de nuestra herencia. No están transformando radicalmente el comportamiento humano: sencillamente potencian capacidades preexistentes”[3]. La recomendación de las sabidurías antiguas (incluido el cristianismo) del “amarnos los unos a los otros” expresa que, desde hace tiempo, veníamos transgrediendo culturalmente nuestros propios impulsos filogenéticos.
Desde una visión biocéntrica del mundo sabemos que formamos parte de ese mundo, que no podemos ser superiores al universo que nos envuelve y al que le debemos la vida de cada instante, y que si estamos coevolucionando con el cosmos es porque vamos siendo viables. Ni mal ni bien hechos, sencillamente compatibles. Las múltiples referencias por parte del pensamiento ecologista a la biomímesis son redundantes, porque no tenemos que imitar a la naturaleza, somos naturaleza y la cuestión es que con la cultura, es decir la autoconstrucción social humana, acertemos a no despegarnos mucho de ella por la cuenta nos trae.
En el principio fue la cooperación
Aquí resuenan atronadoras las palabras de la célebre microbióloga Lynn Margulis cuando afirma que “la vida no conquistó el planeta mediante combates, sino gracias a la cooperación. Las formas de vida se multiplicaron y se hicieron más complejas
asociándose a otras, no matándolas”[4]. Qué lejos quedan el “gen egoísta” y el chimpancé.
Pero indaguemos a fondo en este asunto de la cooperación. Primera sorpresa en los mismos orígenes de la vida: un paso fundamental de la vida desde los organismos provistos de células sin núcleo (procariotas, reino formado por bacterias) al de los organismos con células nucleadas (eucariotas, reino de las Protoctistas, los Hongos, Los Animales y las Plantas), se dio por la fusión de bacterias que desarrollaron una relación de simbiosis y al final perdieron su capacidad de vivir fuera del huésped como organismos independientes. Esto ocurrió hace unos 2.000 millones de años y el resultado fueron los primeros protoctictas (amebas, plancton, algas, etc.). Esta gran división en el mundo vivo, según el tipo de células, fruto de una simbiosis es la mayor discontinuidad presente en este planeta y constituye la división fundamental de los seres vivos. En el principio fue la cooperación, no el verbo ni la acción[5].
Y es que las bacterias, esa grandes desconocidas salvo por el terror que nos producen, “además de ser las unidades básicas estructurales de la vida, también se encuentran en todos los demás seres que existen en la Tierra, para los que son indispensables. Sin ellas, no tendríamos aire para respirar, nuestro alimento carecería de nitrógeno y no habría suelos donde cultivar nuestras cosechas”[6]. El mundo de la vida es bacteriocéntrico.
La cooperación en otros reinos de la vida
Unas referencias solamente para darnos cuenta del orden de magnitud de lo que hablamos.
“En las aguas superficiales del mar hay un valor medio de 10.000 millones de diferentes tipos de virus por litro, su papel ecológico consiste en el mantenimiento del equilibrio entre las diferentes especies que componen el plancton marino (y como consecuencia del resto de la cadena trófica) y entre los diferentes tipos de bacterias, destruyéndolas cuando las hay en exceso”[7]. Sin la cooperación de los virus con los demás seres vivos la autodestrucción estaría asegurada.
Todos los líquenes, de los que se estima que hay unas 25.000 clases, son el resultado de
asociaciones simbióticas entre hongos y algas, seres vivos que no se parecen en nada. Hoy día se sabe que una cuarta parte de los hongos documentados están “liquenizados”, es decir necesitan vivir fotosintéticamente en asociación con algas.
Las micorrizas son protuberancias simbióticas producidas por la alianza de un hongo y una planta en las raíces de ésta. El hongo suministra nutrientes minerales (fósforo y nitrógeno del suelo) y las plantas le proporcionan alimento fotosintético. Hay micorrizas en las raíces de más del 95% de las especies vegetales. Este hecho ha llevado a decir a algunos biólogos que “los vegetales se formaron a partir de la simbiosis entre algas y hongos”[8]. Eso hace que: “millones y millones de kilómetros de raíces son tapizadas por un fino manto fúngico: el abrazo entre dos reinos, hongos y plantas, protagonistas de una “historia de amor” de más de 400 millones de años”[9].
En su conocida obra El apoyo mutuo [10], cuenta Kropotkin que el capitán Stanbury, en uno de sus viajes por las Montañas Rocosas, en el siglo XIX, observó un pelícano ciego que era alimentado, y bien alimentado, por otros pelícanos que le traían pescado desde 45 kilómetros. Esta observación y muchas otras parecidas sobre el mundo vivo, que nos depara Kropotkin en el libro citado, le llevan a la conclusión de que en la naturaleza, además de la lucha mutua, “se observa al mismo tiempo, en las mismas proporciones, o tal vez mayores, el apoyo mutuo, la ayuda mutua, la protección mutua entre animales pertenecientes a la misma especie o, por lo menos, a la misma sociedad (…) de manera que se puede reconocer la sociabilidad como el factor principal de la evolución progresiva”.
La cooperación humana
La coevolución podemos hacerla descender hasta nuestros parientes más cercanos y observar cómo ha sido. Nos referimos a los 200.000 años de homo sapiens y a nuestros primos los bonobos.
Ya se ha visto más arriba que compartimos con nuestros primos más cercanos, los bonobos, una gran sociabilidad por eso se ha podido hablar de “cien mil años de solidaridad” como sugerían los economistas Gintis y Bowles[11]. Y por eso a la entrada al remozado Museo Arqueológico de Madrid, en el panel referido a los orígenes de los seres humanos, se lee lo siguiente: “Hace más de 6 millones de años comienza en África nuestra historia evolutiva. Hoy somos los únicos representantes vivos del grupo de los homínidos. ¿Qué nos define y nos diferencia como humanos? La frontera convencionalmente se estable en el aumento del cerebro (…) y en el desarrollo de estrategias sociales basadas en la solidaridad y el altruismo” (sic).
¿A qué se debe esta matriz altruista del homo sapiens? De acuerdo con De Waal[12], la empatía es constitutiva del ser humano, por eso “no decidimos ser empáticos: simplemente lo somos (...) lo cual significa que la empatía es innata (...) A lo largo de 200 millones de años de evolución mamífera, las hembras sensibles a sus retoños dejaron más descendencia que las que eran frías y distantes: las madres que no respondían no perpetuaron sus genes”, de aquí que, dice, “la antigüedad evolutiva de la empatía hace que me sienta extremadamente optimista (...). Es un universal humano. (...) De hecho yo diría que la biología constituye nuestra mayor esperanza”.
Por eso, en la pasada década se pudo descubrir en unos primates un singular grupo de neuronas que se activaban simplemente cuando se contemplaba el movimiento de otros monos, se les llamó neuronas espejo. Se ha comprobado que también existen en el cerebro de los humanos y que también permiten hacer propias las acciones, sensaciones y emociones de los demás. Constituyen la base neurológica de la empatía, lo que demuestra que somos seres profundamente sociales. La sociedad, la familia, y la comunidad son valores realmente innatos.
En un libro reciente sobre la historia y el significado de la guerra, su autor John Keegan, después de consignar los millones de personas que no han regresado de los campos de batalla nos dice: (pero) “es el espíritu de cooperación, y no el de la confrontación, el que hace que el mundo siga, y casi todos los seres humanos viven la mayor parte de sus días en un ambiente de compañerismo, buscando por todos los medios evitar la discordia”[13]. E insiste: “el hombre que hace la guerra tiene capacidad para limitar la naturaleza y los efectos de sus actos, como muestran los primitivos”. De nuevo la cooperación como trama de la sociabilidad y su realización en el mundo primitivo.
La cooperación ha hecho posible el lenguaje humano
Las recientes tesis de Tomasello[14] sobre los orígenes de la comunicación humana vienen a afianzar y son congruentes con la tesis que venimos desarrollando.
En efecto, este autor considera que los móviles comunicativos de los seres humanos son a tal extremo cooperativos que no solo prestamos servicios a otros dándoles información sino que manifestamos nuestros deseos, con la expectativa de que así nos ofrecerán ayuda voluntaria. Y la tesis que mantiene es que al ser la comunicación humana altamente cooperativa, es un ejemplo especial de la actividad cooperativa que nos caracteriza, y que es única en el reino animal.
Y explicando todo esto desde una perspectiva evolutiva, considera que todo comenzó con actividades mutualistas en las que un individuo que ayudaba a otros se ayudaba a sí mismo, para después extenderse a situaciones más altruistas para cultivar la reciprocidad y ganar en reputación social. “En tal caso, por razones que desconocemos, en algún punto de la evolución humana los individuos que podían colaborar entre sí porque tenían móviles cooperativos, contaron con una ventaja adaptativa”. Esta perspectiva, siguiendo a Tomasello, concibe los aspectos más fundamentales de la comunicación como adaptaciones biológicas para la cooperación y la interacción social, considerando los aspectos más netamente lingüísticos del lenguaje como construcciones culturales.
Tomasello concluye su trabajo con estas esperanzadoras palabras: “Nuestra tesis, entonces, es que la estructura cooperativa de la comunicación humana no es un accidente ni una característica aislada sino una manifestación más de la forma extrema que tiene el espíritu de cooperación entre nosotros”.
Hechos para cooperar: los bienes comunes
Si estamos hechos para cooperar, y así contestamos a la pregunta que nos hacíamos en el título, ¿cuál ha sido nuestro comportamiento en el manejo de los bienes comunes? Ya hemos apuntado que las sociedades primitivas, durante 150.000 años no conocieron otra manera de sociabilidad más que la de la propiedad y la gestión comunitaria de los bienes comunes. Las aspiraciones de Babeuf ya han sido realizadas en el pasado.
Para los tiempos recientes vamos a fijarnos en los trabajos de Elinor Ostrom, primera mujer premio Nobel de economía en el año 2009.
El comité que la seleccionó para el premió razonó diciendo que “ha puesto en cuestión la afirmación convencional de que la gestión de la propiedad común suele ser ineficiente, razón por la cual debería ser gestionada por una autoridad centralizada o ser privatizada. A partir de numerosos estudios de casos de manejo por parte de sus usuarios de bancos de pesca, pastizales, bosques, lagos y aguas subterráneas, Ostrom concluye que los resultados son, en la mayoría de los casos, mejores que en las predicciones de las teorías estándar. Sus investigaciones revelan que los usuarios de estos recursos desarrollan con frecuencia sofisticados mecanismos de toma de decisiones, así como de resolución de conflictos de intereses, con resultados positivos”.
Y la galardonada, en una entrevista afirmaba que: “Hemos estudiado varios cientos de sistemas de irrigación en el Nepal. Y sabemos que los sistemas de irrigación gestionados por los campesinos son más eficaces en términos de aprovisionamiento de agua y presentan una mayor productividad que los fabulosos sistemas de irrigación construidos con la ayuda del Banco Mundial y la Agencia Norteamericana de Ayuda al desarrollo (USAID), etc. Así, sabemos que muchos grupos locales son muy eficaces”.
Pero no solo se dan estos éxitos de gestión de bienes comunes en muchas experiencias recientes, sino que lo más llamativo son las múltiples experiencias que llevan cientos de años funcionando bien”[15]. Como cabría esperar, dado el carácter cooperativo que hemos venido reseñando.
Como todo esto resultaba contradictorio con las tesis de la economía convencional dominante, el libro principal de esta autora no ha sido posible encontrarlo comercialmente en librería alguna. Sencillamente, después del Nobel no han reeditado su obra magna.
Conclusión
Para poder luchar por un cambio profundo de la humanidad, hemos de ser conscientes de que se puede hacer en el sentido de la cooperación, la fraternidad y la biomímesis porque hay, como hemos visto, fundamentos filogenéticos, morfológicos e históricos para que esa haya sido la tendencia dominante de las sociedades humanas. Sin esta cosmovisión, siempre se estará instalado en una especie de pesimismo antropológico, en el mejor de los casos voluntarista.
Podemos concluir con De Waal, diciendo bien alto que “la antigüedad evolutiva de la empatía hace que me sienta extremadamente optimista”.
Notas
[1] Babeuf en 1796, tomado de Davidson, N ( 2012): Transformar el mundo, Barcelona, Ediciones de Pasado y Presente, p.168
[2] Duch, G. (2011), en Rebelión 20.01.2011, aquí
[3] De Waal (2007), Primates y filósofos. La evolución de la moral del simio al hombre, Paidos, p. 223-224
[4] Margulis, L. (2002). Una revolución en la evolución, Universitat de València, p.108
[5] “En el principio fue el verbo” (Evangelio de San Juan); “en el principio fue la acción” (Fausto de Goethe)
[6] Margulis (2002), o.c. p.108
[7] Sandín, M. (2011): “La guerra contra bacterias y virus: una lucha autodestructiva”, Biodiversidad en América Latina y el Caribe, Nº 243, 7 de enero.
[8] Margulis y Sagan (1995): Microcosmos, Barcelona, Tusquets Editores. p.190
[9] Ignacio Arroyo : “Un vistazo al inframundo”, Ecoportal 26/09/14
[10] Kropotkin, P. (1989, [1902]), El apoyo mutuo, Ediciones Madre Tierra. Pp. 43, 86,88
[11] Carpintero, O. (2010): “Entre la mitología rota y la reconstrucción: una propuesta económica ecológica”, en Revista de Economía Crítica, nº 9, primer trimestre. p. 158
[12] De Waal, F. (2011): La edad de la empatía. ¿Somos altruistas por naturaleza?
Barcelona, Tusquet. p. 96, 267 y 69
[13] Keegan, J. (2014): Historia de la guerra, Turner Noema, Madrid, pp. 515 y 516
[14] Tomasello, M. (2013): Los orígenes de la comunicación humana, Buenos Aires, Katz editores, pp 16,17, 19, 172
[15] Ostrom, E. (1990). El gobierno de los bienes comunes, FCE, 2000, pp. 110-145
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Por moc.liamg@ocap.ehcup, 1 de octubre de 2014