El enemigo cómodo: los subsidios agrícolas, por Luis Hernández Navarro

La Organización Mundial de Comercio (OMC) se encuentra al borde de un ataque de nervios. En el tema agrícola, asunto central de su quinta reunión ministerial, no hay acuerdo. Y como ha señalado Carlos Pérez del Castillo, quien preside el consejo general de este organismo, "si no hay un avance importante en agricultura, Cancún se cae"

Tan grande es el pánico, que los tres mosqueteros de la globalización neoliberal -Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional y Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE)-, todos a una, hicieron un llamado a romper con las políticas comerciales que dañan el desarrollo económico e instaron a los países ricos a reducir los subsidios agrícolas (La Jornada, 6 de septiembre de 2003). Estos organismos multilaterales no son los únicos en atacar las subvenciones agrícolas. Muchos go-biernos, el de México en primerísimo lugar, ven en ellas la causa de todos los males. Olvidan que la actividad agrícola necesita apoyos y que una disminución de éstos en los países desarrollados no creará necesariamente mejores condiciones de competencia para los países pobres.

Los subsidios a la agricultura son necesarios por multitud de razones. No hay actividad económica más incierta que la producción de alimentos. El clima, las plagas, la inestabilidad de los mercados provocan zozobra. Los subsidios se requieren para dar al productor certidumbre en sus ingresos. Además de cultivar alimentos, en la sociedad rural se concentra un conjunto de bienes que los mercados no valoran: medio ambiente sano, agua, biodiversidad, recreación y cultura. El conjunto de la sociedad (no sólo los campesinos) debe absorber los costos del cuidado y reproducción de esos bienes. Las subvenciones son necesarias también porque la producción agroalimentaria es una actividad estacional, pero quien la hace posible necesita vivir todo el año, y por las enormes desigualdades que existen en la riqueza y vocación productiva de la tierra y los recursos naturales destinados a sembrar o a criar animales.

Ciertamente, subsidios como los destinados a la exportación tienen un efecto pernicioso sobre las naciones con economías débiles. Sin embargo, quienes promueven la desaparición indiscriminada de subsidios pretenden ignorar que el problema central para los países pobres no está allí, sino en el dogma de que la liberalización del comercio brinda beneficios a todo el mundo y es buena de por sí. Esconden el hecho de que las naciones desarrolladas imponen a las importaciones agrícolas del sur aranceles de ocho a diez veces más altos que a los bienes industriales.

Más que la disminución de los apoyos internos a los productores rurales, lo que los países en desarrollo necesitan son mejores instrumentos para proteger y promover su propia producción de alimentos. Sin negar la importancia que tiene el acceso a los mercados de las grandes potencias, lo relevante es recuperar la soberanía alimentaria.

El comercio mundial de alimentos es mucho más limitado de lo que regularmente se cree. La mayoría de la población del planeta come productos cultivados dentro de sus países. Del arroz que se consume en el mundo sólo 6 por ciento proviene de exportaciones y es importado fundamentalmente por países pobres. Tan sólo el volumen de carne de vacuno que se adquiere dentro de Estados Unidos es el doble de lo que se intercambia internacionalmente. El comercio mundial de este producto apenas sumó 5 mil millones de dólares en 2002, esto es, 0.1 por ciento del comercio global de alimentos. Sólo el trigo tiene un papel relevante en los intercambios comerciales planetarios: se exporta 17 por ciento de su producción.

Abrir los mercados agrícolas es, sobre todo, una necesidad de las grandes potencias. Estas controlan alrededor de 70 por ciento de las exportaciones e importaciones de alimentos. Además, por lo regular este comercio no se realiza entre estados nacionales, sino que está en manos de unas cuantas empresas trasnacionales como Cargill, General Foods o Nestlé. Incluso, muchas de las exportaciones de naciones pobres -regularmente de productos tropicales- están en manos de esos gigantes corporativos. Es el caso del plátano en Centroamérica. Muy pocos países en vías de desarrollo exportan cereales y productos animales. Entre ellos figuran Brasil, Argentina, Uruguay, Tailandia y Vietnam.

Se afirma que los agricultores ricos del norte perjudican a los campesinos del sur. No es cierto. Ambos tienen enemigos comunes. La propuesta de la OMC para liberalizar el comercio de los productos agrícolas no está destinada a abrir los mercados del norte a los países del sur, sino a favorecer a los grandes consorcios agroalimentarios.

Los enemigos de los campesinos no son los agricultores de los países desarrollados, sino las grandes trasnacionales, así como las políticas que limitan el derecho de los países a seguir una política de soberanía alimentaria. Esas mismas empresas explotan también a los agricultores del norte.

El fundamentalismo de mercado ha expropiado a las naciones en desarrollo los instrumentos necesarios para defender su producción de comida, les ha quitado el derecho a proteger su propia agricultura. Culpar de los problemas de los mercados agrícolas a las subvenciones destinadas a apoyar a los productores directos y a conservar el medio ambiente es un absurdo. La única y verdadera aberración es la que proviene de negar a los pueblos el derecho a cultivar sus alimentos.

Fuente: La Jornada, México

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