El clima, el gran nivelador
Debemos actuar de forma conjunta porque, por una vez, nos enfrentamos a un desafío que ignora por completo la riqueza, la raza, la religión y todas las demás divisiones que colocamos entre nosotros.
De repente, el tiempo y el clima se han convertido en el centro de nuestras vidas y exigen nuestra atención plena porque sus caprichos afectan ahora al Norte Global. Una de las mayores y menos expresadas falacias de nuestros días es que el cambio climático es un fenómeno reciente que debe preocuparnos, sobre todo en lo que se refiere a “nuestras” emisiones y huella de carbono. Pero lo cierto es que los gases de efecto invernadero se almacenan, y lo que actualmente observamos es un efecto acumulativo de lo que se ha emitido en los cerca de 200 años desde la revolución industrial.
No hace falta incidir en que la humanidad está en peligro y en que debemos trabajar conjuntamente para resolver los desafíos que conlleva el cambio climático. No obstante, si de verdad queremos tener opciones de éxito, la búsqueda de soluciones a esta amenaza debe venir de una posición de honestidad. Por ello, lo primero que debemos deconstruir es el engañoso término corporativo “nosotros” cuando hablamos de la responsabilidad de los orígenes y motores del calentamiento global.
Las poblaciones de los trópicos (o del Sur Global) no experimentan las variaciones estacionales extremas propias de las zonas templadas. Sin embargo, las regiones de convergencia intertropical en las que viven siempre han estado sujetas a condiciones meteorológicas adversas como sequías o inundaciones. En Kenia y en gran parte del continente africano, por ejemplo, las comunidades indígenas rurales han desarrollado mecanismos de resiliencia a lo largo de la historia, como reservar el uso de recursos clave —manantiales o zonas de pastoreo en zonas altas— para tiempos de crisis.
En la mayoría de las comunidades esta no era solo una consideración material, sino también social y hasta espiritual. Esto era posible porque el uso de recursos dependía de las decisiones de un grupo selecto de ancianos y algunas de estas áreas reservadas representaban también lugares destinados a rituales culturales y funciones espirituales. La naturaleza, de este modo, formaba parte de un contínuum que incluía a las personas, sus estructuras culturales, creencias espirituales y necesidades fisiológicas.
La presión estaba ahí
En cambio, los habitantes de las regiones templadas del Norte Global siempre se han visto a sí mismas como ajenas a la naturaleza y han hecho uso de ella como un recurso de consumo y explotación. Históricamente, el volumen de gasto estaba limitado por la capacidad física de quien adquiere. Pero con la llegada de la revolución industrial y el uso de máquinas, la capacidad adquisitiva creció exponencialmente. También surgió el capitalismo y, con él, el consumo y la destrucción de la naturaleza pasaron a estar motivados por el ánimo de lucro, muy por encima de las necesidades individuales. El suelo y el medioambiente tuvieron que lidiar de pronto con una sociedad que deseaba y podía obtener mucho más de lo que necesitaba a nivel fisiológico y por limitaciones geográficas. La presión estaba ahí y cualquier estudiante de historia reconocerá fácilmente que esto impulsó el colonialismo, la guerra y la degradación medioambiental, desembocando en la crisis ambiental que afrontamos hoy.
Ahora bien, pretendemos plasmar toda esa inestabilidad, imprevisibilidad y violencia eventual de las condiciones atmosféricas con un término deliberadamente difuso: cambio climático. Cambio climático es un concepto que parece referirse a algo actual, fluido y urgente. Cuando empleamos este término para describir condiciones meteorológicas extremas, evoca algo que ocurre en este preciso momento, causado por nuestras acciones.
Esto hace que sea un término muy útil porque alimenta el relato de la crisis. Científicos y científicas pueden ganar millones de dólares en becas y basar toda su carrera en esta narrativa sin desarrollar nada tangible. Profesionales de la política y partidos políticos pueden aprovecharse de esta crisis para llegar al poder o a posiciones de poder dentro de los gobiernos de coalición. Las potencias mundiales pueden usarlo fácilmente en foros globales como pretexto para intentar reducir las ambiciones industriales de sus rivales. En el extremo del espectro ético, incluso los adultos lo hemos utilizado como excusa para poner a una adolescente en la primera línea de las batallas geopolíticas de las que deberíamos proteger a los menores.
La economía del “lavado verde” de imagen
Una de las facetas más absurdas de esta quimera que conocemos como cambio climático es la aparición de la monetización del medioambiente y la aceptación de términos estrambóticos como créditos de carbono y compensación o comercio de emisiones. Previamente, observábamos cómo el capitalismo y sus hábitos consumistas se habían convertido en la causa del desastre medioambiental que afrontamos. El hecho de que podamos pensar que el capitalismo, el mercadeo y la especulación pueden emplearse para mitigar el daño provocado a lo largo de los años es el colmo de la hipocresía, un cuadro de disonancia cognitiva grave, o ambas a escala global.
Que el dinero cambie de manos en estas transacciones no tiene ningún impacto en las emisiones. Significa, ni más ni menos, que los que contaminan pagan por ello. Los costes se trasladan a los consumidores, de modo que los mayores responsables de la contaminación no pierden nada. Y como la mayoría de las emisiones se originan durante la producción de bienes esenciales, al final todo se reduce a un sencillo intento de fraude por el que los compradores pagan y luego sufren las consecuencias atmosféricas en forma de condiciones climáticas extremas.
La peor parte de esta hipocresía es la falacia del almacenamiento de dióxido de carbono o “secuestro de carbono” desarrollada a través de la apropiación y colonización de tierras y espacios marinos en los trópicos. A ello se suma la creación acelerada de nuevas áreas protegidas impulsadas por la premisa terriblemente errónea de que las personas ricas y la biodiversidad sobrevivirán mágicamente a las embestidas de una atmósfera desestabilizada dentro de islotes de tierra separados del resto del mundo.
El difuso término cambio climático nos ha permitido materializar toda una economía de “lavado verde” de imagen (greenwashing) basada en la compra-venta de dióxido de carbono (CO₂) intangible. Gracias a él han emergido todo tipo de publicaciones académicas y carreras políticas, por no hablar de la incesante búsqueda de alternativas que de alguna manera nos excusen de cambiar nuestros patrones de consumo. Los prejuicios que forman parte integral de la naturaleza humana han encontrado un cómodo hogar en el soplo de aire tóxico en el que se ha convertido la ciencia climática.
Los países industrializados señalan a la ganadería en el Sur Global e ignoran los automóviles, las industrias y las gasolineras en sus propios países. Señalan al crecimiento de la población en el Sur Global, mientras ignoran la densidad existente y la incomparable huella de carbono en el Norte. Las personas que impulsan esto son científicos irónicamente financiados por las corporaciones que más daño provocan. Por ello no debemos permitir que la ciencia se convierta en materia de culto incuestionable, como busca ser. Debemos analizar cuánto se difunde de la misma manera que examinamos lo que nos rodea.
Las condiciones meteorológicas extremas, en su imprevisibilidad y potencia, son en realidad un recordatorio de que nuestras fronteras internacionales, las Áreas Protegidas, las conferencias internacionales, los descabellados planes financieros y la investigación científica no significan nada si no reducimos las emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera. Debemos actuar de forma conjunta porque, por una vez, nos enfrentamos a un desafío que ignora por completo la riqueza, la raza, la religión y todas las demás divisiones que colocamos entre nosotros. El clima, el gran nivelador.
*Mordecai Ogada es experto ecologista y conservacionista de Kenia, consultor de Survival International y autor de The Big Conservation Lie, junto a John Mbaria.
Fuente: El País