Editorial #118 | Territorios: lugares de encuentro y sentido
Revista Biodiversidad, sustento y cultura
Tendemos a hablar de la tierra como una cosa. Los terratenientes invasores, quienes se han empeñado en privatizar ámbitos que por milenios fueron comunes, están empeñados en que la miremos como algo que puede medirse, fragmentarse, subdividirse, escuadrarse, asignando “usos” diversos a los diferentes “lotes”, “predios”, “fincas”. Las reglamentaciones agrarias a lo largo de los siglos han contribuido a “normalizar esta percepción que borra casi la totalidad de lo que implica ese lugar significativo donde la gente resuelve su subsistencia a partir de la profunda y vasta relación que guarda con un entorno que nunca es sólo un pedazo de suelo (con o sin árboles o vegetación).
Pero necesitamos añadir la relación que como personas, como comunidades, colectivos, organizaciones, o incluso corporaciones mantenemos con ese ámbito, es decir, con ese tramado de relaciones que configuran lo que hoy se conoce en el mundo como territorio.
Para eso debemos hacer las distinciones necesarias para quienes habitan o habitamos o quienes ocupan, invaden, erosionan, devastan o desfiguran un territorio en particular, que nunca es abstracto. Siempre está en relación con los grupos humanos que tejemos a lo largo de milenios o siglos o años nuestra relación con ese territorio, nuestro tejido de relaciones que son ese territorio.
En muchos lenguajes del mundo, en muchas culturas campesinas, originarias, la tierra, un “predio” de suelo o tierra, no puede separarse del agua que es consustancial a ella, del “monte” o “montaña”, “el matorral”, “el bosque”, insistiendo en esa trama de relaciones, de biodiversidad, de ciclos temporales con sus propias velocidades de aparición, desaparición y repetición: toda una organización oculta de todos estos hilos, muchos de ellos anclados a los humanos. Es un enorme y complejo tapiz eso que llamamos territorio, pero sin duda no es distancia, sino lugar de encuentro de interacciones cruciales y significativas.
Ante el panorama del acaparamiento de tierra y la ocupación que los caciques, terratenientes, corporaciones o entidades del crimen organizado hacen de los ámbitos donde la gente reproduce las condiciones para resolver lo que más le importa por sus propios medios y estrategias de imaginación y creación, nuestro entendimiento debe abrirse.
A la gente no la despojan de la tierra, o no solamente. Las comunidades son despojadas de su vida para que sirvan a los fines del capitalismo y para que los poderes se aposenten y ocupen esos lugares significativos tornándolos, en gran número de casos, en espacios de ausencia de sentido, en no-lugares, en espacios-distancia, espacios-vacío, sin ese capelo de convivencia que es el corazón de los territorios que son habitados a plenitud por sus comunidades.
“Con los siglos, las corporaciones (reforzadas por las políticas neoliberales y dotadas de instrumentos gubernamentales de maniobra, como los tratados de libre comercio que legalizan y potencian estas políticas y las tornan inamovibles), han intentado arrancarnos de nuestras fuentes de subsistencia —de la tierra, el agua, los bosques, las semillas—, es decir, de nuestro territorio. Nos erosionan y nos arrebatan los medios de subsistencia (nuestras estrategias y saberes) con los que las comunidades logramos por siglos buscar y defender nuestro centro de referencia, nuestra vida, nuestra historia, la justicia y nuestro destino como comunidades y pueblos*”. La criminalización de los cuidados ancestrales de los pueblos, que justo les permitían tener espacios de autonomía, va extremando las condiciones de su relación con los Estados, pero también orilla a las comunidades a enfrentar al crimen organizado para defender sus bosques y sus cultivos. La invasión perpetua de los territorios, expresada en incendios y deforestación, en ataques armados, en persecución de quienes defienden esos enclaves de resistencia, esos bosques, esos manantiales, es parte de una guerra de deshabilitación continua de la gente, y esa deshabilitación necesita romper los lazos entre los pueblos y su territorio: dicho en otras palabras, tiene la urgencia de impedir que la gente entienda la profunda trama de relaciones entre las comunidades y el mundo. Es la expulsión, el exilio, el rostro menos invocado pero más visible de esa guerra contra la gente pues ocupa sus ámbitos más cruciales para servir a la agroindustria, al extractivismo de agua, minerales, petróleo, gas y mano de obra. La especulación inmobiliaria y financiera, la bioprospección, la economía verde, el desarrollo turístico, la economía criminal y cada vez más una industria de los cultivos suntuarios de exportación, con los invernaderos como símbolos de lo urbano, tecnocrático-digital en los ámbitos rurales, más la cauda de envenenamiento con agroquímicos, están desfigurando esos ámbitos de cuidado y convivencia que se mantuvieron por siglos y cuya memoria se mantiene viva en varias partes de Latinoamérica. Las zonas de sacrificio resultantes que se multiplican en el continente nos hablan de la sinrazón del despojo y la devastación.
Si hace algunos años se invocaba como motivo el desplome de la tasa de ganancia de las corporaciones, hoy se tiene que invocar también la voracidad de expandir y profundizar en sus productos de tecnociencia con los que sustituyen procesos reales y sumergen al mundo en la evanescencia digital que aparece y desaparece capas y mediaciones de la vida en la tierra.
Es un ataque contra nuestra historia de entendimiento: con el agua, las semillas, el bosque, los modos de cultivo, de socialidad, de toma de decisiones. Es un ataque contra lo comunitario, un ataque contra la significación profunda, histórica, de los lugares. No son sólo pedazos de tierra que pasan de una mano a otra.
Cuando el mundo [y el futuro] sean un “adónde sea”, no importará que seamos obreros en cualquier parte, en cualquier galpón. Ya nadie podrá habitar nada. El mundo podrá estar lleno pero estará vacío y siempre estará fuera del centro de donde emanaban las condiciones diáfanas de nuestra existencia en nuestra situación, única, insustituible, nuestra.
Con el siguiente portafolio, Biodiversidad, sustento y culturas busca reunir las aristas de una figura que no sólo hurga el suelo, o reconsidera los cultivos y las semillas, sino que intenta dar cuenta del complejo horizonte actual de crisis climática, digitalización, edición genética, violencia en aras de un férreo control del mayor porcentaje de procesos tendidos en la vida cotidiana y de largo plazo de comunidades, pueblos, tribus, naciones. Ese conflicto, control o autonomía, son centrales en el dilema de la simbólica tierra, nuestra madre, hermana, hija, ancestra, abrazo primordial.
* Preaudiencia “Territorio, subsistencia y Vida Digna, San Isidro, Jalisco, México, junio de 2013
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