Editorial #115 | La soberanía alimentaria es la búsqueda de la autonomía
El mundo ha perdido la sencillez con la que lo leíamos apenas hace unos años. El signo de nuestra época es la complejidad que puede tragarnos, dejándonos en la ceguera o cayendo en los remiendos y las “falsas soluciones” que promueven las corporaciones al cazar, minuto a minuto, más oportunidades para prevalecer, para lucrar, para que sus esquemas sean aceptables y sonrientes. Nadando en esa complejidad, se puso de moda invocar la soberanía alimentaria como “alternativa”.
La utilizan los espacios académicos, los movimientos rurales y urbanos, las comunidades. La Vía Campesina la reivindica y la propone como corazón del futuro. Quienes impulsan la agroecología como solución también la resaltan como eje de lucha o articulación. Es ya un referente aunque a mucha gente no le quede claro. Hay personas e instituciones que incluso confunden “soberanía alimentaria” con “seguridad alimentaria”. Al igual que “agroecología”, el término “soberanía alimentaria” es motivo de disputa.
Las corporaciones y sus voceros promueven “narrativas” sesgadas pero convenientes para su dominio y sus métodos de expansión/producción en su puja por el futuro de la alimentación y sus ganancias. Buscan vaciar el campo mediante una guerra a la subsistencia pues se quiere al campesinado inerme y sin tierra. Menosprecian, desacreditan o de plano prohíben sus métodos y estrategias siempre alegando la incompetencia o la ineficacia campesina. Y mientras, se expande sin freno el acaparamiento voraz de más y más territorios campesinos. Y sin tierra es muchísimo más difícil, si no imposible, ejercer una soberanía o autonomía alimentarias.
Existe una veta académica que, con gran arrogancia, insiste en que la soberanía alimentaria no es factible, que es una utopía solamente imaginable por quienes “romantizamos al campesinado, a los pueblos originarios o afrodescendientes y les conferimos una relación idílica con la tierra o la naturaleza”.
Lo paradójico es que proliferan los estudios de caso, los relatos y las experiencias que muestran la fuerza de las propuestas comunitarias encarnadas por mujeres y hombres que no sólo no dejan lugar a dudas de la intensa relación entre comunidades y territorio, entre seres humanos y la Naturaleza, sino que funcionan, y son responsables de una gran parte de la alimentación humana como demuestran los estudios del Grupo ETC y GRAIN.
Tal fuerza tiene un arco histórico de larga duración: un entramado de saberes de pueblos y comunidades que detalle a detalle delinean la geografía local, las relaciones entre la montaña, el bosque, las pendientes y los niveles de cañadas, laderas, cascadas, manantiales, en un manejo de los pisos ecológicos y la microverticalidad de ese manejo [como lo muestra El alimento como eje de la vida: soberanía alimentaria en la pandemia, clave para tejer el futuro de los pueblos, libro de Ana de Veintemilla, Cecilia Chérrez y José Rivadeneira, reseñado en las páginas de este número de Biodiversidad. Aunque muy significativo, este relato es apenas un ejemplo del tramado mutuo, vivo, que contradice a quienes pregonan que romantizamos].
Quienes hemos visto ese cuidado cotidiano de muchos niveles, no dudamos de que esos detalles de cuidado son justo el cuerpo de estrategias que han permitido la pervivencia de tantas comunidades, y tanta biodiversidad, a lo largo de milenios.
Primero los amos, patrones, terratenientes, invasores, y luego las corporaciones de todo tipo y en muchas épocas, son quienes pugnan por que la gente no resuelva su propia subsistencia, sufra escasez y ya no le quede otra que trabajar para ellos, produciendo lo que le conviene a los patrones, aunque lo producido no guarde relación con la vida de la gente que ahora trabaja para otros.
Hace muchos siglos se busca deshabilitar a las comunidades, en su producción propia de alimentos y los cuidados que implica, pero en realidad de manera integral negando educación, salud, justicia, apoyos, pero sobre todo voz propia, participación plena. Cuando mucho se les “consulta” para legitimar las imposiciones.
No fue un destino natural lo que llevó al campesinado a trabajar para otros. Las poblaciones fueron orilladas, forzadas a hacerlo. Les robaron sus tierras, les despojaron de todo el entorno con el que podían ser independientes y producir su propia comida. Pero robarles la tierra significa robarles su vida, sus términos de referencia, sus modos de resolver lo que más les importa (no sólo la alimentación sino todos los órdenes de la vida, empezando por aprovechar su bosque o sus aguas sin devastarlos). Las comunidades han ejercido saberes que les hermanan con la montaña, el bosque y el ciclo completo y complejo del agua gracias a intuiciones, sincronías, búsquedas, experimentaciones, certezas, narraciones, experiencias y sí, también, estrategias, técnicas, métodos, pero sobre todo un tejido de actitudes y la disposición y el ánimo de no depender. Pero a la vez no dejando intocado el entorno. Cuidar no es conservacionismo sino mutualidad, resonancia, sincronía. A esa mutualidad ahora la tienen cruzada de inquietudes, zozobras e imposibilidades. Y de normativas sin fin que la restringen.
Ya no es nada fácil ejercer esa intrincada y estrecha relación con lo que los pueblos llaman territorio: su espacio de reproducción y subsistencia, el entorno que se volvió sagrado con el paso de los milenios.
La desigualdad extrema impuesta, casi siempre con violencia (expresada en horror, zozobra, imposición y opacidad) ha obligado a la gente a abandonar sus cuidados de la montaña y la puso a trabajar para otros, les volvió así personas esclavizadas, asalariadas o rentadas, o implicadas en contratos con empresas, laborando en una tierra rentada que tal vez antes era suya.
De cualquier modo, dejar de producir los propios alimentos ha ocasionado a lo largo de la historia catástrofes tremendas en todas aquellas poblaciones que lo han permitido.
En directo, las corporaciones y los gobiernos han erosionado o erradicado muchos saberes que configuran la inteligencia milenaria campesina. Les es urgente generar obligación y normalizar que la gente trabaje para otros y se someta al trabajo asalariado.
Necesitan romper el breve espacio de independencia o libertad que campesinas y campesinos han reivindicado desde siempre. Pasar de ser campesinos a obreros es un cambio radical en su relación con el mundo. Es pasar de una labor creativa a un trabajo asalariado al que se le extrae plus valor en el caso de los asalariados, o a un trabajo equiparado al de máquinas o animales en el caso de los esclavos.
Quien sigue en su breve espacio de libertad, puede aún defender la idea de un mundo en libertad. Y la inteligencia o los saberes para lograrlo. Quienes trabajan en esclavitud o en un trabajo asalariado, tal vez ya perdieron la memoria de cómo resolver en autonomía lo que más les importa, y sólo buscan un trato más humano, una “mejor calidad de vida”.
Las condiciones de guerra contra la subsistencia que fundamentan el capitalismo promueven la escasez, la precariedad, la fragmentación de la gente y la idea de que es incapaz. Como imaginario público proponen que la única solución es industrial y que no importa si trastoca escalas naturales y todo tipo de relaciones pues lo único crucial es producir ganancias. Nos roban así la vida imponiendo normativas, restricciones y disposiciones y aludes de despojo y devastación.
Al poder le va la ganancia en escindir a la gente de sus fuentes, medios y estrategias de subsistencia. Ese poder no busca nunca promover libertad sino dependencia, ignorancia, sumisión. Hoy la sumisión tiene que ser total. Requiere quebrar a la gente de tal modo que ya no sea creativa, ni pueda resolver su propia vida. Aumenta así la gente desarraigada, fuera de los límites naturales de su entorno, de su tejido de tiempos, fuera de su hogar, es decir, de su territorio. Gente ajena a sus saberes más antiguos y a la memoria viva, actual —lo que la exilia hacia la incertidumbre y la zozobra. La soberanía alimentaria es el intento por romper esa sumisión.
De nuevo en la historia, resulta cada vez más insuficiente la idea lineal de una agricultura que abrió el monte para sembrar en vastas extensiones inaugurando civilización y progreso. La producción antigua de los alimentos seguro no empezó ahí y sigue empeñada en otras muchas cuestiones que no se agotan en la llamada agricultura: es una inteligencia plena de estrategias que lo cuidan todo con relaciones plenas de imaginación y justicia. Mantener el territorio es ejercerlo, entre quienes ahí vivan y convivan.
Hoy, para alcanzar esta soberanía alimentaria hay que dar muchas batallas simultáneas. Reconstituirnos. Prestar atenciones a muchos niveles. Producir los propios alimentos no basta. Trabajar la agroecología y cuidar el suelo ayudan, pero no son suficientes. Hay que ir entendiendo, paso a paso, nivel a nivel, todas las políticas públicas, las normativas, los estándares, los criterios, las restricciones técnicas, jurídicas, administrativas, las dependencias con que el aparato del poder ejecutivo y la estructura jurídica complicitan con hacendados y corporaciones, y terminan poniendo en sus manos los instrumentos de sojuzgamiento que estallan la violencia que puebla las noticias con muerte y desapariciones de gente que resiste y lucha. Tenemos que desmontar el aparato.
Hoy soberanía alimentaria y autodeterminación o autonomía son una misma lucha. Y para conseguirla habrá que defender nuestra vida, que es nuestro territorio más primero.
Biodiversidad abre la discusión desde varias aristas y nos recibe de nuevo con este número.
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