Editorial #111 | Un caos climático impuesto con engaños
"Los agronegocios impulsan más monocultivos, más invernaderos, más apropiación de bosques y fuentes de agua, sin darse cuenta que tarde o temprano los efectos pueden ser irreversibles. Ahora lo extreman todo con la digitalización y automatización de la agricultura".
La fotografía muestra a un integrante de la brigada corta-fuegos de San Francisco Cherán en Michoacán, México, cavando zanjas para detener uno de los tantos incendios que devastan sus bosques. Esa comunidad, de hecho, reafirmó su proceso autonómico en su lucha contra los talamontes criminales que en muchas ocasiones han utilizado el incendio como modo de hacer irreversible la deforestación en la zona. Su lucha contra los incendios y la tala ilegal, les llevó a un proceso organizativo que les tiene en un autogobierno comunitario que es ejemplar en México y América Latina, semejante a tantos otros en Guatemala, Honduras, Costa Rica, Panamá, Colombia, Ecuador, Chile, Argentina, Paraguay, Uruguay y Brasil, justo donde mantenemos una presencia como Alianza Biodiversidad. Y es que los incendios han proliferado y son una arma del crimen organizado y de las corporaciones del agronegocio que buscan avanzar sobre los territorios de los pueblos, sin importarle nada las repercusiones planetarias de sus acciones.
La situación por la que atraviesa la humanidad, y con ella a cuestas el planeta Tierra, es resultado de muchísimos años de descuido, irresponsabilidad, cinismo, demagogia, engaños, voracidad (tal vez en primer lugar) y un menosprecio vociferante o mudo, pero que se expresa en el racismo, la sin razón, la discriminación, la imposición y todo lo anterior expresado en la violencia como la moneda de cambio del capitalismo realmente existente. Del capitalismo como vampiro universal. O peor aún, un sistema donde el vampirismo cuenta con todas las prerrogativas mientras las víctimas que serán succionadas de su sangre para engordar a sus opresores son sometidas o toda suerte de obstáculos para tenerles en la precariedad, la zozobra y el desánimo. Mientras trabajen, siempre, para la maquinaria de la extracción.Suena como una radionovela de los años cuarenta o como un panfleto alemán de principios del siglo XX, pero las imágenes distan mucho de ser mentira.
En esos panfletos, había por ahí ya anunciadas las entretelas de lo que hoy llamaríamos crisis climática. En esos relatos ya se delineaban genios del mal que en sus castillos incrustados en las escarpadas cumbres de alguna isla secreta buscaban alterar los ciclos de las mareas, envenenar los océanos del mundo y todas las fuentes de agua en las ciudades, incendiar bosques y praderas, configurar, en laboratorios, monstruos de toda especie y el cruzamiento transgresor de especies diferentes.
Todas las sagas terminaban siendo una lucha del mal contra el bien, porque en el imaginario de entonces, el sistema era siempre apacible y duradero, la democracia estadunidense o la aristocracia europea, que no se acalambraban con nada. Sólo eran levantiscos o provocadores de calamidades o conspiraciones los imperios clandestinos de la Transilvania rumana, serbia o gitana, los magyares húngaros, los turcos, las tribus del desierto, los pueblos africanos emparejados en una sola raza, toda ella esclavizable, la pléyade de diversidades del continente americano que eran desechables, como lo era la población china, india, japonesa, polinesia o peor aún los “indochinos”: infinidad de pueblos borroneados que no alcanzaban a tener identidad.
A esas sagas, sin embargo, las guerras y su geopolítica le fueron creciendo realidad. La primera guerra mundial asentó el sentido de una proporción que no habían tenido las naciones occidentales que suponían ser mejores y estar mejor dotadas física y estratégicamente.Y de pronto, el mundo contemporáneo se hizo global, y las irresponsables acciones de las corporaciones avanzaron el acaparamiento, la deforestación, el afán incendiario para abrir la frontera agrícola arrancando de cuajo todo con tal de crecer con desmesura los monocultivos de soja, de maíz o trigo o canola o los terribles invernaderos de ahora. Y los bosques cayendo abatidos, abriendo la brecha permitiendo que las especies silvestres, y las bacterias y virus recónditos en sus hábitats, llegaran a nichos humanos que antes no eran suyos. Más las granjas industriales. Todo el sistema agroindustrial, minería, la fracturación hidráulica, el desmonte indiscriminado, los métodos de mecanización agrícola, las inundaciones inesperadas, los vertiginosos aludes de lodo como ahora en Quito tras desmontar 45 hectáreas de árboles y aplanar su suelo para un depositario de cenizas mortuorias para familias pudientes.
Mientras la ola de catástrofes remiten a imágenes del fin del mundo, los poderosos buscan utilizarlas como pretexto para hacer más negocio sin importar el futuro: emprenden su capitalismo verde, o ahora azul con bonos de canje de deuda por dizque conservación, y promueven servicios ambientales, o mecanismos de “deforestación evitada”, que en realidad resultan mecanismos de especulación. Esto llanamente quiere decir que sus esquemas profundizan la devastación, aprovechan el despojo y les reditúan ganancias y prestigio entre los organismos internacionales que siguen esta farsa como si fuera algo auténtico.
Por si fuera poco, los agronegocios impulsan más monocultivos, más invernaderos, más apropiación de bosques y fuentes de agua, sin darse cuenta que tarde o temprano los efectos pueden ser irreversibles. Ahora lo extreman todo con la digitalización y automatización de la agricultura.
Los pueblos lo saben y están dispuestos a defender sus territorios, sus formas de vida, su relación con la naturaleza y son las guardianas, los guardianes que pueden, todavía, darle vuelta a esta situación novelesca, pero en extremo peligrosa.
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