Desarrollismo bobo
"La antinomia crecimiento vs ambiente es una falacia. La cuestión es quién decide el curso del desarrollo futuro: hoy lo definen enteramente los empresarios y los resultados están a la vista. Tenemos derecho a rediscutir qué destino tendrá la acumulación de capital que nuestro trabajo genera y cómo usaremos los recursos finitos que tiene el planeta".
Las noticias se suman cada vez con mayor frecuencia. Un día nos enteramos de que, por la deforestación y el calentamiento global, la Amazonia ya comenzó a emitir dióxido de carbono en mayor medida del que absorbe. Adiós al pulmón del planeta. Temperaturas inéditas alimentan incendios tremendos por todas partes y dejan decenas de miles de muertos. Bajantes extremas en el río Paraná que llegaron para quedarse. Lagunas en Chubut que cambian de color. No hay mes que no traiga novedades de ese tipo.
Hace más de cincuenta años que los científicos vienen advirtiendo sobre el calentamiento global y sus efectos y haciendo un cálculo obvio: el mundo no puede continuar por mucho tiempo más a este ritmo de contaminación y de consumo de recursos. Incluso si fuera deseable, es físicamente imposible. Pero la polea loca del capitalismo continúa girando en el aire: hay que crecer a como dé lugar, seguir sumando cualquier producción, al costo que sea. Hay que habilitar la acumulación de capital como imperativo indiscutible. Lo que necesitamos es más PBI, el resto vendrá por añadidura. Es necesario para acabar con la pobreza, nos dicen. Pero los datos muestran otra cosa: como viene sucediendo desde hace décadas, la riqueza se sigue concentrando cada vez más, lo que significa que el crecimiento no está puesto en función de los que menos tienen sino de los que más.
Hay un modo propiamente capitalista de relacionarse con el medio ambiente que es insostenible: el que permite la apropiación privada de los recursos naturales que pertenecen a todos –sea directamente para comercializarlos o indirectamente al no pagar ningún costo por deteriorarlos– y transfiere a los sectores más bajos las peores consecuencias. Los más ricos utilizan los bienes comunes para su propio enriquecimiento, mientras que los más pobres sufren la estela de contaminación y depredación que dejan a su paso. Hay una relación directa entre la concentración del capital y el deterioro ambiental. Oxfam calcula que el 1% más rico de la población mundial emite más del doble de carbono que la mitad más pobre.
No es necesario insistir en que la dirigencia política no viene estando a la altura de la situación. El revuelo por la reciente prohibición de la salmonicultura en Tierra del Fuego mostró en qué medida nuestro debate público tampoco. De nuevo escuchamos las banalidades de siempre, particularmente penosas cuando las emiten bocas progresistas: que hay un “ambientalismo bobo” que frena el desarrollo, que hay que crecer para salir de la pobreza, que la Argentina necesita dólares, que proponer cualquier límite a la producción es de un romanticismo rayano en lo imbécil o incluso una fantasía reaccionaria… Como si no hubiese decenas de ejemplos de crecimiento productivo que trajeron más bien lo contrario. Como si no estuviese ya clarísimo que, haciendo las cuentas completas, hay actividades que en el mediano plazo cuestan más que lo que aportan. Maristella Svampa y Enrique Viale desarmaron bien esos disparates aquí en elDiarioAR.
Me permito agregar al debate un ejemplo de la historia argentina que muestra los límites de ese desarrollismo bobo y la repetición de su retórica falsa. En la segunda mitad del siglo XIX se produjo el gran salto por el que la Argentina se introdujo al mercado internacional como productora de materias primas. En pocos años, desde entonces, se evidenciaron efectos incomparablemente más dañinos sobre el territorio que los que habían tenido las actividades económicas de los humanos en todos los siglos precedentes.
Uno de los primeros fue la deforestación masiva. Desde la década de 1860 se requirieron millones de durmientes para las vías de los ferrocarriles y millones de postes para alambrados y corrales en la pampa húmeda, para los viñedos de Cuyo y para otros sitios. Para abastecer toda esta demanda se recurrió a la tala indiscriminada. La zona que primero y más profundamente sufrió los efectos fue Santiago del Estero. Los quebrachales de su lado occidental fueron devastados hasta transformar en un desierto lo que antes era un espeso bosque. Solo entre 1906 y 1915 salieron de allí 20.700.000 durmientes para el ferrocarril, lo que significó la pérdida de tres cuartas partes de lo que quedaba de forestas en la provincia. Fue un desastre para la vida de los santiagueños, especialmente los de las clases populares. Los campesinos y pastores, que dependían del mantenimiento de un delicado equilibrio entre el uso del bosque y la ganadería intensiva, se vieron acorralados. La emigración a otras provincias fue el destino obligado para miles de ellos, especialmente luego de la gran sequía de 1937. Hay una relación directa entre las villas de emergencia que surgieron por entonces y la tala de las décadas previas.
En esos años se instaló también la célebre empresa La Forestal, de capitales británicos, que depredó por su parte los bosques del norte de Santa Fe, del Chaco y de Formosa para producir tanino, con idénticos resultados. Había desembarcado tras un negociado fraudulento con el Estado a fines del siglo XIX por el que se le permitió adquirir el 12% de la superficie santafecina por un precio irrisorio. La Forestal llegó a poseer más de dos millones de hectáreas y se transformó en el principal proveedor mundial de tanino. El sueño exportador del desarrollista.
Basta leer los diarios de la época para encontrar los mismos argumentos que reaparecen hoy. La explotación maderera en toda esa región prometía traer mejoras de todo tipo, empleos, infraestructura, bienestar. En fin, la “civilización”, el “progreso”. El legado de ese crecimiento, sin embargo, fue bien otro. Cuando a fines de los años cuarenta se fue agotando la riqueza de los quebrachales, La Forestal comenzó a levantar campamento. En los años sesenta terminaría de marcharse, desmantelando incluso los puertos y ferrocarriles que había construido. Con la tierra devastada y sin empleo a la vista, la población de la zona se redujo a menos de la mitad. Algunos pueblos desaparecieron por completo. Tras su partida, poco y nada quedó de la promesa de “civilización” con la que había llegado la empresa. Lo que tampoco quedó fue el recurso del quebracho, desaparecido para siempre. Vayan a visitar esa zona, a ver cuánto desarrollo quedó allí.
El ejemplo sirve para reiterar algo que ya debería estar claro: no cualquier crecimiento productivo es equivalente a desarrollo. Dólares en manos de empresarios no son dólares en el país. Promesas no son realidades.
En nuestros debates recientes, algunas voces pretendieron colocarse en un lugar intermedio entre los “ambientalistas” y el capital. Con cierta imaginación conceptual, hay quienes confían incluso en que el propio desarrollo de la economía capitalista, librada a sus propios impulsos, encontrará alguna mágica solución tecnológica para los problemas que causa. Mientras tanto, the show must go on.
Pero el horizonte político es ineludible: un compromiso con la democracia sustantiva implica que, como sociedad, tenemos derecho a decidir a qué ritmo queremos crecer, en qué rubros mucho, en cuáles menos y en qué otros acaso decrecer. ¿Necesitamos más viviendas? Claro, muchas más. Ahí hace falta crecer mucho. ¿Es buena idea producir muchos celulares berretas que haya que cambiar al año? Quizás sea mejor producir menos, más durables. ¿Queremos desquiciados derrochando energía para minar criptomonedas por todas partes? Claramente no.
También tenemos derecho a conocer los costos ambientales y a decidir cuáles nos parece conveniente soportar (y cuáles nos parece éticamente correcto dejar a nuestros nietos). ¿Vale realmente la pena ver desaparecer una montaña y pagar costos sanitarios y de saneamiento del suelo durante 100 años para habilitar una nueva minera que genere 30 puestos de trabajo y 0,01% más de PBI durante un breve lapso? No es (solamente) una cuestión de principios. Haciendo la cuenta completa, ¿es realmente conveniente? ¿Quién lo decide?
La antinomia crecimiento vs ambiente es una falacia. La cuestión es quién decide el curso del desarrollo futuro: hoy lo definen enteramente los empresarios y los resultados están a la vista. Tenemos derecho a rediscutir qué destino tendrá la acumulación de capital que nuestro trabajo genera y cómo usaremos los recursos finitos que tiene el planeta.
La alternativa contraria es seguir marchando pasivamente a una catástrofe anunciada. Seguir fingiendo que nada ocurre. Seguir confiando en que producir mucho nos traerá felicidad. Para ponerlo en una imagen, seguir fumándonos el Amazonas para que el dueño de Amazon pueda darse el gusto de ser turista espacial. Acumular (literalmente) al cohete.
Fuente: El Diario AR