Defendamos nuestra relación con la tierra
Tal vez se puso de moda el término territorio, y quizá hasta se abusa de éste queriendo sobre todo nombrar y reivindicar nuestro ámbito propio, nuestro espacio de dignidad, de sentido común, de apertura hacia el futuro. No obstante, aunque se abuse del término, su uso enfatiza la urgencia de tales reivindicaciones. En el fondo, lo que se reivindica cuando se invocan los territorios, nuestro territorio, es la relación ancestral que la gente, las comunidades, mantienen con la tierra, con la naturaleza. Una relación que no es objetual. No es la cosa tierra, y mucho menos el objeto naturaleza lo que está en juego.
Son las vastas e intrincadas relaciones que vienen de mucho tiempo atrás y que fueron cortadas de cuajo cuando comenzó el confinamiento de los ámbitos comunes. En ese momento no sólo se expulsó a la gente de su tierra, sino que se le prohibió, con enormes castigos, incluida la muerte y la tortura, ejercer las relaciones de mutualidad y de sincronización que la gente mantenía (y mantiene) con ese entorno de subsistencia, con ese cúmulo de lazos de atención y ritmo que nos exigen detalles y sobre todo sentir o percibir, contar con un futuro abierto que permita posibilidades abiertas. Sólo así se ha podido sojuzgar, por periodos, la voluntad de los pueblos
Luis Hernández Navarro lo ha insistido al señalar que “durante muchos años la lucha agraria fue primordialmente el enfrentamiento con los ganaderos y los finqueros, que alambraban las tierras y que interponían artilugios agrarios contra ejidos y comunidades para acapararles la tierra. Hoy hay un viraje, de luchar por la tierra, a luchar por el territorio (y como tal contra las agroindustrias y los proyectos extractivos). En su conjunto las demandas de los pueblos son en defensa de su agua, del bosque, de los llamados recursos”. También señala Luis que al entender esta ampliación de la resistencia, el movimiento campesino entró en una confluencia importante al intersectarse con los movimientos indígenas.
Tras las grandes recuperaciones de los años 70, y tras la contrarreforma del artículo 27 constitucional, tras los intentos del Procede de privatizar las tierras campesinas comunales y ejidales, que hoy siguen siendo más o menos la mitad del territorio nacional, los poderes financieros internacionales —armados de instrumentos paralegales como los tratados de libre comercio— promovieron el alquiler de las tierras y las agriculturas por contrato, las asociaciones con empresas, con tal de acaparar y privatizar los ámbitos de comunidad de pueblos y comunidades en todo el país.
Hay un paralelismo que también señala Luis entre el avance de la urbanización y los polos de desarrollo (casos clarísimos los vemos en el supuesto Tren Maya en la Península de Yucatán y el Corredor Transístmico en el Istmo de Tehuantepec) y los avances de la agroindustria y el crimen organizado. La paramilitarización del país ya no tiene que defender banderas “ideológicas” estorbosas si puede esconderse tras el sicariato, mientras avanza el acaparamiento del agua (para todos los usos posibles a la vez: refresqueras, embotelladoras, minería, armadoras de automóviles, agroindustrias con sus invernaderos), más todo el uso “sacrificial” de recibir todos los desechos tóxicos habidos y por haber de industrias de todo tipo, que se van colando a los rincones más inesperados de Puebla, Morelos, Tlaxcala, Guanajuato, Veracruz, Oaxaca y por supuesto el gran acuífero subterráneo de la Península de Yucatán.
Pedro Uc lo señaló cuando dijo que no había que ver el territorio desvinculado del agua: “en la Guerra de Castas y en la rebelión de Jacinto Canek, era instrumento de guerra y despojo contra los mayas el envenenarles el agua de sus lugares remontados para matarles o limitarles. Eso hoy se vuelve a repetir con las granjas porcícolas y los grandes hoteles, con los monocultivos de soya. Todo esto envenena el agua. Es a fin de cuentas una estrategia de contrainsurgencia para entregarnos a las empresas de bebidas azucaradas y agua embotellada. En esa lucha por nuestro territorio, nosotros reivindicamos nuestra relación con plantas y bejucos, con árboles sagrados, con cenotes, con la lluvia y el rocío, con el granizo y con las lágrimas. Pero las empresas cambian granjas, turismo ‘verde’, tren, parques eólicos, todo el paquete mientras les entregamos el agua”. Y ahí viene entonces el complemento: “proliferan los ataques contra los defensores mientras nos quieren anular nuestra relación con el agua. Buscan desviar canales, tapan los huecos naturales, y si hay cenotes los rellenan atentando contra la visión y el cuidado originario”.
A principios de septiembre, en un comunicado, la Asamblea de Defensores Mayas Múuch’ Xíinbal insistió en que los proyectos para la Península “han deforestado —y lo siguen haciendo— miles de hectáreas en nuestro territorio peninsular; han saqueado —y lo siguen haciendo— los vestigios arqueológicos de nuestro pueblo, como los hallados en el trazo del tren, y ya han acumulado concesiones de agua subterránea, privatizando el vital líquido indispensable para la vida humana y la agricultura en las comunidades mayas. Estos megaproyectos contaminan la tierra, el agua, el aire y los alimentos que todos consumimos. La calidad de vida está en declive y el futuro de muchas generaciones está en riesgo. La cultura maya que nos da identidad, sentido y dignidad está en riesgo, así como la vida de los defensores de los derechos humanos de los pueblos indígenas: más de 60 defensores de la tierra, los ríos, el agua, las semillas y el territorio en México han sido asesinados o desaparecidos en los últimos tres anos”, correspondientes a la nueva administración.
El comunicado es importante también porque enfatiza un elemento muy preocupante: el tono agresivo y provocador del titular del Fondo Nacional de Fomento al Turismo, Rogelio Jiménez Pons, que acusa a la asamblea de ser un “grupo de ultraderecha” y de querer “joder” al presidente.
Estas declaraciones de Jiménez Pons no auguran nada bueno. Pese a las reiteradas presunciones de que en este gobierno se respetan los derechos humanos, y hasta de mentirosos tildan a quien se atreve a contradecirles, el alegato peleonero de Jiménez Pons abre la puerta, por decir lo menos, para que los oscuros sicariatos se sientan convocados a recrudecer las condiciones en diversas regiones del país buscando provocar. El clima es de enfrentamiento, asesinatos y desapariciones; se perpetra hostigamiento e infiltraciones en una reunión del Congreso Nacional Indígena; se reprime salvajemente con la punta del pie, garrotazos y golpes de escudos, jalones y arrastrones a las y los integrantes de una caravana de migrantes procedentes de Centro América, Haití y varias regiones de África por haber tenido que huir de las extrema condiciones de inviabilidad y violencia, por haber sido expulsados también de su relación con su tierra y la naturaleza; se asesinó a Rodrigo Morales ahora en 2021 y siguen desapareciendo defensores y defensoras en Morelos, gente que lucha por el cierre del basurero de Milpillas y contra el “relleno sanitario” en Loma de Mejía, lo que se suma al asesinato de Samir Flores, de Amilcingo, en 2019 y de Isaac Medardo Herrera Avilés, de Jiutepec, en 2020.
Las oscuras fuerzas buscan, en todos los casos, romper la relación que la gente mantiene con su territorio, que en el fondo es una de las cuestiones fundamentales a cuidar: la relación de las comunidades con su tierra, con sus ámbitos de comunidad, con sus propias sincronías y búsquedas.
Si esto no se entiende, el gobierno camina a un despeñadero que no parece tener contemplado.
Sólo con transparencia y claridad podremos salir al paso de estas oscuras fuerzas provocadoras.
Fuente: Suplemento Ojarasca - La Jornada