Colombia: el desplazamiento forzado: el resultado de la disputa por la tierra

Idioma Español
País Colombia

El desplazamiento forzado no es un delito ocasional sino un fenómeno sistemático que tiene, por lo menos en su última fase, una historia de más de veinte años. Un delito que, además, está relacionado con otros, desde masacres hasta amenazas, y, en general, con una situación permanente de violación de los derechos humanos. Al indagar en las causas del desplazamiento forzado, aludir al conflicto armado es, por cierto, una explicación insuficiente. En el fondo se encuentra la secular disputa por la tierra en sus dos acepciones principales: como recurso económico y como control territorial

El desplazamiento forzado en Colombia, tema al cual se dedica esta edición de Portavoz, puede considerarse parte de nuestra prolongada crisis humanitaria, pero sobre todo como una catástrofe social, comparable a las peores que han ocurrido en la historia de la humanidad.

Desafortunadamente, igual que ocurre con otras de las características violentas de nuestro país, su ocurrencia permanente y sistemática ha terminado acostumbrando a la opi nión ciudadana, que se hunde así en un estado de indolencia. Es por eso que el Tribunal Internacional de Opinión (TIO) sobre el desplazamiento forzado que se llevó a cabo en Bogotá entre el 21 y el 23 de noviembre pasados, de cuyos resultados se da cuenta aquí también, tuvo entre sus muchos méritos el de colocar nuevamente la problemática entre las principales preocupaciones del país.

Se discute frecuentemente sobre cifras, como si una reducción de 50% al comparar el año de 2006 con el de 2002 fuese un logro, sabiendo que en el primero se trata todavía de 220.000 personas desplazadas. Y aunque finalmente se ha reconocido que se trata de un delito de lesa humanidad, se deja de lado lo más importante de su gravedad: no se trata de un delito ocasional sino de un fenómeno sistemático que tiene, por lo menos en su última fase, una historia de más de veinte años. Un delito, además, que está relacionado con otros, desde masacres hasta amenazas, y, en general, con una situación permanente de violación de los derechos humanos. Como quien dice que, detrás de las cifras, lo verdaderamente decisivo es indagar en las causas.

Aludir al conflicto armado es, por cierto, una explicación insuficiente. En el fondo se encuentra la secular disputa por la tierra en sus dos acepcio nes principales: como recurso económico y como control territorial. En ese sentido, es posible establecer varias etapas sucesivas de esta violenta disputa. En algunas de ellas se expresa como guerra sucia contrainsurgente, cuya manifestación más conocida fue el genocidio de la Unión Patriótica. En otras, el rasgo dominante es la necesidad de control territorial por parte de los poderes narcoterratenientes. Aunque en todas, los factores se combinan. En general, puede decirse que la disputa por la tierra y la guerra misma se encuentran en el centro del proceso de reinserción de Colombia en la economía mundial. Recientemente se ha señalado, y así se concluye en el TIO, que cumple un papel primordial y nefasto el interés de las multinacionales en la explotación de los recursos naturales destinados a la exportación.

El análisis de las causas, sin embargo, está muy lejos de ser un simple ejercicio académico. En realidad, se trata de la construcción social y conflictiva de la verdad histórica. Considerado el desplazamiento como un efecto colateral de la guerra, pesa sobre su interpretación la necesidad por parte de algunos de deslegitimar la insurgencia al tiempo que se legitima la contrainsurgencia. Es por eso que, en la historia paralela de las organizaciones de derechos humanos, la primera tarea que ellas debieron asumir fue conseguir la visibilización del fenómeno. Luego, la elaboración del derecho aplicable.

En noviembre de 1991, ILSA y la Comisión Intercongregacional de Justicia y Paz, con el apoyo del Instituto Interamericano de Derechos Humanos realizaron un seminario sobre el desplazamiento en Colombia. Se vivía un período de agravamiento que había comenzado en 1987, como resultado de un recrudecimiento de los asesinatos selectivos tanto de líderes políticos nacionales como, sobre todo, en gran escala, de líderes sociales locales y regionales. La interpretación en el sentido de ser un efecto colateral de la guerra sucia era inmediata. Sin embargo, los testimonios recogidos y la sistematización de los casos daban cuenta desde entonces de dos rasgos fundamentales: la identificación frecuente de operaciones militares y paramilitares, a veces por separado, a veces en combinación, como causa inmediata. Y por otra parte, el carácter sistemático en cuanto a su despliegue geográfico, que daba la idea de un plan estratégico de copamiento territorial. No obstante, la solución ofrecida por el Estado, cuyos funcionarios estuvieron también presentes en el seminario, permanecía dentro de la idea de efectos aislados y se reduc ía al establecimiento de albergues temporales de refugio a la espera de un retorno, el cual, sobra decirlo, nunca se dio, como tampoco las investigaciones y la judicialización prometidas.

Durante la siguiente etapa, entre 1992 y 1997, caracterizada por los acuerdos de paz y la entrada en vigencia de la nueva Constitución, los esfuerzos de las organizaciones de derechos humanos se ubicaron en el terreno jurídico, a pesar de que el desplazamiento, aunque ya visibilizado, no era todavía objeto de judicialización en sí mismo. La acción internacional de estas organizaciones consiguió exponer la responsabilidad del Estado a la mirada de la comunidad internacional, pero este logro fue contrarrestado con la política del gobierno de entonces, de colocarse como otra víctima más, en lo que algunos llamaron con ironía la doctrina del “Estado, espectador impotente”. Doctrina que a su vez se complementaría en la siguiente etapa, 1998-2002, con la presentación pública de los grupos paramilitares como un ejército completamente privado, lo que, como es lógico, exonera al Estado de responsabilidad, salvo por omisión.

Esta oscura y atroz etapa significó un nuevo recrudecimiento del desplazamiento forzado y al mismo tiempo, el cumplimiento del plan estratégico intuido antes, es decir el copamiento territorial en más de la mitad del país, de manera que se esfumó definitivamente la ilusión del retorno. Con ello --podemos decir hoy-- se demostraba que el desplazamiento forzado era, antes que un efecto colateral, un objetivo en sí mismo. Sin embargo, la elaboración jurídica se encontraba sometida a las “doctrinas” antes mencionadas. Por fortuna, a nivel internacional, los nuevos desarrollos creaban una base importante. Aparecen los conocidos “principios Deng” sobre el desplazamiento y Acnur reajusta su mandato, antes concentrado en el refugio como figura internacional. La tipificación del desplazamiento y la reiteración de la responsabilidad del Estado pueden considerarse logros fundamentales. No obstante, la respuesta del Estado colombiano se reduce habilidosamente a la asistencia humanitaria, con las exigencias de registro y las limitaciones tantas veces denunciadas. El análisis de las causas pasa a un último plano.

El Plan Colombia inaugura la etapa que hoy vivimos. Apunta a la recuperación del papel institucional de las fuerzas armadas en la guerra contrainsurgente. Parte de esto y en cuanto solución de las contradicciones de la etapa anterior es la ley de “justicia y paz”, que aporta una buena dosis de legitimidad al crimen cometido. En este orden de ideas y en el propósito de aclimatar la imagen del éxito de la “Seguridad Democrática”, el desplazamiento pasa a considerarse cosa del pasado. La disputa jurídica se desenvuelve entonces en el mito del posconflicto, del cual lo menos que se puede decir es que cínicamente aceptaría que “el desplazamiento que había que hacer ya fue hecho”. (El territorio ya fue apropiado por los agentes interesados). Y como, supuestamente, no habría más –aunque el Plan Colombia no sólo lo reproduce sino que lo contempla explícitamente-- se reitera simplemente la política de asistencia humanitaria, incluyendo retornos condicionados y controlados.

Por definición, los paramilitares no existen y por lo tanto no son agentes de desplazamiento; el único responsable es el terrorismo, del que sólo quedan reductos en extinción, por lo que podría esperarse que desaparezcan. En consecuencia, en términos jurídicos, lo que existen son desplazados y no desplazamiento. Y como pasado un tiempo, estos desplazados, también por definición, ya debieron retornar o reubicarse social y económicamente, la responsabilidad del Estado tiende a extinguirse. Es esto lo que explica la encarnizada disputa por las cifras y los registros que las validan.

La discusión desarrollada en el Tribunal Internacional de Opinión, durante el proceso de preparación y después, denuncia, por supuesto, la colosal impunidad y reclama justicia, pero también, y pensamos que es igualmente importante, señala que, desgraciadamente, el desplazamiento sigue vivo aquí y ahora, por encima de todas las argucias retóricas de los teóricos del posconflicto.

Héctor-León Moncayo S., investigador ILSA*

* Héctor-León Moncayo Salcedo, economista y profesor universitario, es miembro del equipo de investigación y de la junta directiva del Instituto Latinoamericano de Servicios Legales Alternativos. Fue su director ejecutivo entre 1992 y 1998. Hace parte también del consejo de redacción de “Le Monde Diplomatique”, edición para Colombia.

Fuente: ILSA

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