China: el príncipe de Dinamarca
Casi un mes después de la debacle de la conferencia de Naciones Unidas sobre el clima celebrada en Copenhague (Conferencia de las Partes o CoP 15), provoca rabia y escarnio dilucidar quién hizo naufragar las conversaciones.
En muchas de las noticias, el Presidente Barack Obama es presentado como una figura que valerosamente intenta rescatar una conferencia condenada al fracaso, o como un jefe de Estado bien intencionado pero cuyas manos están lamentablemente atadas por las condiciones de la política estadounidense.
Buena parte de los medios de comunicación ha sustituido a Washington por Beijing como el villano del drama en curso en torno al clima. China efectivamente cometió errores en Copenhague, pero la imagen de los medios que coloca a Beijing como el culpable del fracaso de las negociaciones no se ajusta a la realidad ni es justo. Como Hamlet, el conflictuado Príncipe de Dinamarca de Shakespeare, China quedó atrapada entre múltiples corrientes cruzadas en Copenhague. Su incapacidad para capear esa situación la condujo a una de sus mayores derrotas diplomáticas en muchos años.
El j’accuse británico
Inmediatamente después de finalizadas las conversaciones, Ed Miliband, el secretario de energía y cambio climático británico, acusó a China de vetar un acuerdo para una reducción global del 50 por ciento de las emisiones de gases de efecto invernadero al 2050 o de reducciones del 80 por ciento para los países desarrollados, “a pesar que el acuerdo contaba con el apoyo de una coalición de países desarrollados y de una vasta mayoría de los países en desarrollo”.
Muchos activistas del clima probablemente podrían haber tomado esta declaración de Miliband simplemente como parte del juego de buscar al culpable después del controvertido final de una conferencia crucial, de no haber sido porque fue secundado –y en detalle- por Mark Lynas de The Guardian, un diario británico que habitualmente es crítico de las políticas de Washington, Londres y otros gobiernos de los países del Norte. Lynas describe así la escena de una reunión nocturna clave de algunos países elegidos, en una carrera contra reloj ante la inminencia del fin de la conferencia:
“Lo que vi me impresionó profundamente. El primer ministro chino, Wen Jinbao, no se dignó a asistir a las reuniones personalmente, sino que envió un funcionario de segundo rango de la cancillería a sentarse enfrente al propio Obama. Todos aquellos que culpan a Obama y a los países ricos en general deben saber lo siguiente: fue el representante chino quien insistió en que las metas de los países industrializados, previamente acordadas como una reducción del 80 por ciento para 2050, quedaran fuera del acuerdo. “¿Por qué no podemos mencionar ni siquiera nuestras propias metas?” cuestionó Angela Merkel visiblemente enojada. El primer ministro australiano, Kevin Rudd, estaba tan enojado que golpeó su micrófono. También el representante de Brasil señaló la falta de lógica de la posición China. ¿Por qué los países ricos no anuncian al menos esta reducción unilateral? El delegado chino dijo que no, y yo quedé pasmado, viendo como Merkel levantaba sus manos en un gesto de desesperanza y concedía el punto. Ahora sabemos por qué –porque China apostaba, acertadamente, a que la responsabilidad por la falta de ambición de los acuerdos de Copenhague recaería sobre Obama”.
Esta narración de cómo un funcionario de la cancillería china de rango relativamente bajo vetó la inclusión expresa de reducciones unilaterales ofrecida por los líderes de los países del Norte es realmente espeluznante. Pero hay algo que la nota del The Guardian olvida mencionar: la reunión fue una de varias reuniones no oficiales a las cuales Obama convocó a un número reducido de países, aparentemente con el apoyo de Dinamarca, con el objetivo de imponerle un acuerdo a la conferencia sobre el clima; y que la redacción de esa declaración fue, en realidad, una violación de los procedimientos y procesos acordados para la conferencia.
En qué se equivoco China
En donde China se equivocó no fue tanto en oponerse a la enumeración de las cifras de emisiones, sino en haber aceptado concurrir a esos cónclaves semi-secretos en los que Obama y un pequeño grupo de jefes de Estado pretendieron redactar unilateralmente una declaración. China sin duda sabía que estas reuniones, en las que participaban los líderes de algunos países del Norte elegidos- así como los de Brasil, Sudáfrica e India- lesionaban el proceso de las Naciones Unidas. En los días previos a la cumbre de Copenhague, China había escuchado a sus aliados del mundo en desarrollo exponer y denunciar la existencia de una iniciativa encubierta de Dinamarca que quería convocar una conferencia paralela con una veintena de países para imponer desde allí un “texto danés” no autorizado que planteara las prioridades y la agenda sobre el clima favorecidas por los países desarrollados.
Quizá no es una coincidencia que la mayoría de los países invitados por Dinamarca fueran los participantes del “Foro de las principales economías sobre energía y clima” convocado originalmente por el entonces presidente estadounidense George W. Bush y relanzado antes de la reunión de Copenhague por el Presidente Obama, supuestamente para “facilitar un diálogo sincero entre las principales economías desarrolladas y en desarrollo”. Pero para varios observadores del Sur, el propósito real del foro de las principales economías y de la conferencia paralela danesa era introducir una cuña entre los países en desarrollo más avanzados y los más pobres, menos adelantados y más vulnerables.
¿Dudas?
Habiendo participado en las reuniones exclusivas convocadas por Obama, es probable que China entendiera que no podía otorgar mucha legitimidad a una declaración realizada por esos ámbitos, ya que esto ofendería a la mayoría de los países en desarrollo marginados de estas reuniones, notoriamente similares a las reuniones de la “Sala verde” que congregan a los pesos pesados del comercio internacional durante las conferencias ministeriales de la Organización Mundial del Comercio. Probablemente en la consideración de estos antecedentes está la explicación de la ausencia del Primer Ministro Wen Jiao Bao en esta reunión final donde se pretendía terminar la redacción de la declaración, y su sustitución por un funcionario de rango relativamente bajo. Es precisamente ésta la reunión de la cual fue testigo Mark Lynas. China bloqueó la declaración de cifras de reducciones voluntarias de emisiones, que estaba pensada para prestarles a los grandes contaminadores del clima un barniz de responsabilidad mundial sin implicar obligaciones significativas, porque no quiso probablemente otorgarle demasiada preponderancia a un documento redactado por fuera y de manera paralela a la conferencia oficial.
Al participar de las reuniones y de la redacción de la declaración no autorizada, China se expuso por decisión propia a un serio revés diplomático. Ansioso de eludir las culpas del fracaso de una conferencia que había sido anunciada como la más importante de nuestros tiempos, el Norte pudo acusar santurronamente a China por el bloqueo de las cifras y “probar” así que China era culpable de haber arruinado la conferencia, y eso fue exactamente lo que hizo Miliband de Gran Bretaña. Al mismo tiempo, muchos negociadores de los países en desarrollo y observadores confirmaron sus sospechas de que China sostiene una agenda de prioridades a su propio servicio que no es coherente con la del Sur global. Después de todo, China participó de las reuniones de Obama y en la redacción de una declaración política no autorizada, que el destacado intelectual indio Praful Bidwai describió como una “sucia confabulación” entre el Norte liderado por EE.UU. y los grandes contaminadores del Sur liderados por China. A pesar de las respuestas punto por punto de Beijing a tales acusaciones, la percepción general que quedó es que la culpa del fracaso de las negociaciones fue de China.
Los dirigentes chinos deben sentirse muy frustrados de ser acusados como los villanos de Copenhague. Después de todo, justo antes de la conferencia, Beijing prometió que reduciría las emisiones de dióxido de carbono por unidad de producto bruto interno en un 40-45 por ciento para 2020, tomando como punto de partida los niveles de 2005. Sus normas de eficiencia de consumo de combustibles para los automotores son hoy más estrictas que las de Estados Unidos. Es el líder mundial en el desarrollo de la energía solar. Incluso Thomas Friedman –que no es precisamente un idólatra de China—habla del “salto verde” de China y de cómo el gobierno chino está decidido a resolver el desafío energético “con fuentes más limpias generadas a nivel nacional para que su economía sea en el futuro menos vulnerable a los altibajos de la oferta y para no contaminarse hasta la muerte”.
El verdadero villano
Si hubo un gobierno que efectivamente saboteó la reunión, fue el de Estados Unidos. Los negociadores estadounidenses dejaron claro ante el mundo, incluso antes de Copenhague, que Washington todavía no estaba dispuesto a asumir compromisos vinculantes, después de haber evadido las reducciones de emisiones exigidas por el Protocolo de Kioto durante más de una década. Utilizando como excusa la oposición del Senado estadounidense, los negociadores de Obama sistemáticamente echaron por tierra cualquier esperanza de lograr el acuerdo vinculante que la opinión pública mundial esperaba se produjera en Copenhague. Después de ser avergonzado por los compromisos realizados por otros países, Washington finalmente se comprometió a una reducción voluntaria de sus emisiones de gases de efecto invernadero del orden del 17 por ciento respecto de los niveles de 2005. Pero otros países consideraron la oferta de Washington como un chiste, ya que traducida a niveles de 1990 significa una reducción nimia de apenas el 4 por ciento.
Si Obama y sus negociadores tenían razón en temer un contragolpe duro de la derecha si hacían aparecer a Estados Unidos como demasiado ambicioso es una cuestión debatible. De todos modos, la diplomacia de Washington se aseguró que la conferencia de Copenhague estuviera muerta antes de empezar. Es fácil imaginar el resentimiento de Beijing ante el empuje de Obama que consiguió generar una victoria en el campo de las relaciones públicas a través de una declaración con una retórica altisonante a partir de compromisos voluntarios insignificantes y respaldados por tan poco compromiso efectivo.
El problema del crecimiento de China
Aunque China no fue el villano de Copenhague, sí jugó el papel de cómplice. Participó de las reuniones en los encuentros no oficiales de los ricos y poderosos propiciados por Obama, incluso mientras intentaba al mismo tiempo liderar el agrupamiento del “G77 y China” en el proceso formal de Naciones Unidas. Las demandas contradictorias de estos dos roles ponen de manifiesto la situación paradójica de China en el mundo: es simultáneamente un país en desarrollo y una superpotencia económica con una huella de carbono enorme. Su impacto económico y ecológico en el mundo es hoy más grande que el de la mayoría de los países desarrollados, pero su liderazgo y población siguen viéndose a sí mismos como parte del mundo en desarrollo.
En 2009, China desplazó a Estados Unidos como primer mercado mundial de automóviles y a Alemania como el mayor exportador. Se prevé que este año se transforme en la segunda economía mundial, desplazando a Japón, y se estima que para el 2030 habrá desplazado a Estados Unidos del primer lugar.
El crecimiento de China ha sido tan acelerado en las últimas dos décadas que, según señala el analista Zachari Karabell, “nada menos que 300 millones de personas integran la clase media o media alta según cualquier definición, y esa cifra es equivalente a la población de Estados Unidos y la Unión Europea”. No obstante, cientos de millones de personas en la China rural viven en la pobreza, con un ingreso promedio de US$285 por año. Su aspiración colectiva es salir de la pobreza y del hambre, y Beijing teme que el costo a pagar si esto se frustra será infernal.
Llevar a una porción cada vez mayor de su población al nivel de clase media para evitar el descontento es por lo tanto la meta principal del liderazgo chino. Sólo se puede cumplir con esta meta, desde su punto de vista, si se sigue avanzando en la senda del crecimiento alto, el cual depende del carbón, al menos en el corto plazo. China es hoy el mayor consumidor mundial de carbón, y el uso del carbón le otorga el dudoso honor de ser el mayor emisor de gases de efecto invernadero del planeta. Tal como señalara Richard Heinberg “si bien China está transformándose rápidamente en el líder mundial de las tecnologías de energía renovable, no hay ninguna perspectiva realista de que pueda prescindir del carbón si no abandona sus altas tasas de crecimiento del PBI”.
La posición oficial de China, en la etapa previa a Copenhague, era que la reunión debía terminar con un acuerdo legalmente vinculante que comprometiera a Estados Unidos y a los otros países industrializados que son lo que han contribuido con el 80 por ciento del dióxido de carbono acumulado en la atmósfera, a reducciones profundas de sus emisiones de gases de efecto invernadero, y al mismo tiempo limitara la acción exigida a los países en desarrollo, como la propia China, a metas voluntarias. No obstante, la estrategia china de crecimiento alto dependiente del carbón es tan desestabilizadora, que incluso si la COP13 hubiese logrado un acuerdo que especificara reducciones obligatorias para los países desarrollados, la presión sobre Beijing para que aceptase reducciones obligatorias similares habría crecido, puesto que ya desplazó a Japón como la segunda mayor economía mundial y está acercándose a Estados Unidos. Y la presión no vendría solo del Norte sino también del Sur.
Su fijación inequívoca con el crecimiento acelerado, que es el eje en torno al cual giran tanto su política interna como su política exterior, es lo que motiva a China a tratar de posponer tanto como sea posible el día en que tendrá que aceptar límites obligatorios a sus emisiones de gases de efecto invernadero. Por eso, el débil acuerdo emanado de Copenhague y pergeñado por Obama y cuyo objetivo central era ser funcional a los Estados Unidos, también sintoniza con los intereses visibles de Beijing.
Pero el planeta no puede esperar. Y la idea de que es posible brindarle el estilo de vida de la clase media estadounidense al grueso de la población mundial sin provocar una crisis climática es una ilusión peligrosa. Hasta que no tenga el coraje de apartarse finalmente del camino del desarrollo de alto crecimiento iniciado y liderado por el Norte y que es mundialmente desestabilizador, Beijing estará condenado al papel de Hamlet en la política mundial en torno al clima. Continuará exigiendo flexibilidad como país en desarrollo, mientras sigue confabulando encubiertamente para desactivar cualesquier medidas climáticas severas que puedan obstruir su ascenso como superpotencia económica. El mundo no está en condiciones de permitirse la puesta en escena de esta tragedia en el escenario mundial.
Walden Bello es diputado de la Cámara de Representantes de Filipinas en representación del Partído de la Acción Ciudadana (Akbayan), presidente de la Freedom from Debt Coalition, y analista del Instituto Focus on the Global South con sede en Bangkok.
Fuente: REDES