Argentina: Rosa Tolaba, la agricultura originaria recreada en la agroecología
"Los años en la agroecología situaron a estas mujeres en toda una urdimbre de nuevos mundos: ferias francas, espacios de encuentros e intercambios de saberes, conectar directamente con el consumidor, convidar y recibir semillas de otras y otros productores agroecológicos. En definitiva una transmutación integral, profunda, holística."
Desde Villa Retiro, reconvirtió su producción para volver a las fuentes de su infancia.
Por Leonardo Rossi, para Conciencia Solidaria ONG
Sentada frente a la pequeña mesa, bajo la galería, aguarda Rosa Tolaba (63). Allí estruja una mano con la otra, visiblemente grafiadas por años de trabajo agrario. Sus ojos pequeños, apenas abiertos, acunan una honda mirada bajo la corta y blanquecina cabellera. A su lado se sienta su hija Nilda (23), sonrisa permanente, enérgica. La chacra se sitúa a medio andar entre la ciudad de Córdoba y Colonia Tirolesa; Villa Retiro, cordón periurbano norte y potencial área del cinturón hortícola cordobés. Estas mujeres, junto a Mirta (34), la otra hija de Rosa, dan el ejemplo en las dos hectáreas que arriendan, tierra de la que brota una variada canasta de alimentos sanos, hechos de forma “no convencional”, dicen. Así aclaran que no usan “venenos”, “nada de químicos”, “que todo es natural” en el suelo que pisan a diario. En la jerga coloquial agronómica ‘convencional’ significa ‘uso masivo de fertilizantes de síntesis y agroquímicos’. Esa práctica se convirtió en una convención, es decir, lo normal, lo instituido socialmente, sentido común. Desandar ese camino implica dejar atrás ‘verdades incuestionables’, formas de encarar el trabajo diario, modos de hacer y, sobre todo, de ser. Se trata entonces de desaprender, recrearse, y como queda explícito en la historia de vida de Rosa, de re-existir. “A mí lo otro me hacía mal, veía que todo alrededor mío estaba mal, y ahora mi conciencia sabe que estoy haciendo verdura sana”, suelta en una frase que se completa con su respirar profundo, su silencio introspectivo, sus manos entreveradas.
El saber en su cuerpo, en su memoria
A esta mujer caminante de campos ajenos, como peona rural, como jornalera o arrendataria, no le pueden contar qué peligros implica el uso masivo de plaguicidas; cómo se degrada un suelo producto de los monocultivos o discutir la pérdida de nutrientes de la tierra bajo la lógica agro-industrial. No recuerda cuándo realizó la primera siembra, porque el enterrar semillas fue parte de su niñez. “Siempre con esta actividad. No he estudiado nada, sé sembrar y criar animales”, dice a modo de presentación. Nacida en Santa Fe, en la zona de Monte Vera, emigró tempranamente a Tarija (Bolivia), adonde su familia tenía trabajo por entonces. A los 19 regresó a Argentina, pasó por distintas provincias para finalmente, desde hace un par de décadas, afincarse en Córdoba. En ese derrotero se inició en la agricultura originaria, donde fertilizar implicaba usar bosta de vaca, de un momento a otro pasó a estar inserta en un ‘boom’ del uso de químicos industriales. Los giros territoriales y emocionales la regresaron a sus fuentes, a las raíces agrícolas de la infancia, a producir alimentos dignos de nutrir los cuerpos y de habitar los campos.
“En un momento, cuando tenía treinta años más o menos, vinieron con esos productos químicos y parecía que venía bien la verdura, grande, rápido. Pero después con el tiempo los suelos estaban cada vez peor, cada vez le echaban más y más cosas, y cada vez había más problemas”, relata con la memoria fina mientras enumera ejemplos de distintas producciones en las que trabajó, sobre todo en la provincia de Santa Fe. “La tierra parecía que se quemaba”, dice, concluyente en base a su experticia como obrera rural. El razonamiento de esta mujer lleva por detrás una problemática estructural: el agronegocios explota los suelos sin importar su capacidad de regeneración ni la posibilidad de permitir a las generaciones futuras su utilización para abastecerse de alimentos. Un estudio reciente del ETC Group apunta que la cadena agroindustrial utiliza más del 75 por ciento de la tierra agrícola del mundo y en el proceso destruye anualmente 75 mil millones de toneladas de capa arable[1]. Es decir, tierras que --como dice Rosa-- se queman y muchas veces son irrecuperables en una escala de tiempo humana.
Si bien esta mujer grafica los diversos daños a los sistemas productivos, que entiende, ese modelo ‘convencional’ genera, sus recuerdos más vívidos tienen que ver con personas afectadas en la salud. “Eso hacía mal, en los lugares que trabajábamos había cada vez más personas enfermas, y cómo uno va a pensar que eso iba a curar a las verduras. ‘Cáncer’, ‘cáncer’, ‘cáncer’ se escuchaba todo el tiempo. Yo con todo eso, esa forma de vida, me sentía mal.” Otra vez, las vivencias de Rosa son las de tantas y tantos en el campo profundo que algunos todavía niegan, pero que vasta bibliografía científica valida.
Agroecología, sin dudas
Ya afincada en Villa Retiro, hastiada de un sistema que exponía su salud y la de sus hijas y nietas, Rosa encontró la posibilidad de acercarse a esa agricultura de la infancia, “cuando la verdura era tan rica”. Le llegó una propuesta de técnicos que hablaba de abonar de forma natural, de combinar cultivos, de dejar descansar parte de la chacra, en otras palabras, de transitar a la agroecología. “Ni lo pensé dos veces, enseguida dije que ‘sí’”, rememora, sobre ese nuevo camino iniciado hace poco más de cuatro años. El seguir con el otro modelo no daba para más. “La cebolla se moría, el tomatito se moría, la lechuga se moría.” Y además, esencialmente, “las chicas ya no querían seguir con los químicos, y a mí hacía mucho que todo eso me alteraba, entonces pasarnos a otra forma no nos costó nada.” Su hija Nilda asienta y agrega que “al principio fue volver a prestar más atención a las plantas, a ir aprendiendo qué hacer si hay un bicho en cada caso, porque ya no es que hay una sola receta, se echa veneno y listo”.
El entusiasmo en estas mujeres es notable. Se lo observa en su andar por entre los sembradíos y en las ganas de compartir todo ese cúmulo de saberes que brotan al expandirse la práctica de la agroecología. “Acá hay que carpir, hay que sacar los yuyos a mano, hay que trabajar”, dice Rosa, con voz socarrona, mientras se agacha a cosechar algunas zanahorias, observar el tamaño y definir si sacará una tanda para el fin de semana o esperará algunos días más. Según explican estas sabedoras de la tierra, el quehacer agroecológico “tiene sus tiempos”. Dice Rosa: “Acá no es como en lo otro, sembrar, echar veneno, hacer un montón de verdura, al mes cortar y vender”. La cuestión es bien diferente. Muchas veces, cuentan, los ciclos son más largos, y en el medio, claro, hay mucho más trabajo. “La verdura viene a su tiempo, pero viene con otro sabor y uno ya no tiene miedo de comerla”, apunta la mujer. Así ocurre con la lechuga, la zanahoria, la cebolla, la papa o la arveja, que entre otras tantas verduras, cubren la chacra. El mismo alimento que consumen es con el que abastecen a sus clientes.
La tranquilidad de no estar rociando con plaguicidas químicos, de saber que los preparados para cuidar las plantas los elaboran ellas o algún productor amigo cala hondo en la armonía del hogar, un dato muchas veces no contemplado en los análisis de impacto de los agroquímicos. Entre otros insumos, utilizan abono a base de humus de lombriz, y además se juntan todos los desperdicios de la cocina y del campo para elaborar compost. También preparan repelentes con ají, ajo, alcohol y bio-preparados con ortiga y ‘bolitas’ de paraíso. “Es un poco como cuando era chica, así se hacía todo”, dice Rosa. “Nosotras casi no compramos nada”, agrega Nilda, en reafirmación de uno de los preceptos agroecológicos, la minimización de uso de insumos externos.
Los años en la agroecología situaron a estas mujeres en toda una urdimbre de nuevos mundos: ferias francas, espacios de encuentros e intercambios de saberes, conectar directamente con el consumidor, convidar y recibir semillas de otras y otros productores agroecológicos. En definitiva una transmutación integral, profunda, holística.
Las producciones de Rosa y su familia son parte de la Feria Agroecológica de Ciudad Universitaria, que abre cada sábado por la mañana en la capital provincial. También supieron vincularse con la feria de Unquillo, en Sierras Chicas, y aportan una porción de su cosecha a los bolsones que el colectivo de Agricultores Urbanos, otra referencia del sector en territorio cordobés, mercadean cada semana. “Realmente que se puede producir de esta manera, vender y vivir bien”, aporta la madre del hogar. A ese dato clave a la hora de discutir modelos productivos, Nilda da una vuelta más: “Y a todo eso, por empezar tenemos que decir que tenemos nuestro propio alimento sano, la verdad que no podemos andar quejándonos”. “Siempre que tengamos un pedazo de tierra, hambre no vamos a pasar”. Toda una definición de cómo comprender o más bien de sentir la agricultura.
Estas mujeres entienden que en su caso el recorrido personal derivó en esta elección de vida, pero no dudan de que “en general, todo está hecho para los grandes productores”. A decir de Nilda, “para los más pequeños siempre es más difícil encontrar estos caminos, acceder a un crédito, a las máquinas, al flete, a las semillas”. En el caso de esta familia articulan con espacios del INTA y de la Subsecretaría de Agricultura Familiar de la Nación, pero son conscientes que la agroindustria y el supermercadismo son hoy enemigos difíciles de enfrentar. “Si hubiese más apoyo, acompañamiento, más facilidades para lanzarse a la agroecología, no tenemos dudas que habría más jóvenes en el campo, apostando a este tipo de producción”. Ejemplos de lo que perciben Nilda y Rosa pueden observarse en los fondos que el propio Estado destina a un sector y otro. Por ejemplo, en 2013 se orientaron en Argentina al agronegocios (en investigación agrícola, créditos, infraestructura) 540.000.000 de dólares, y sólo 40.000.000 a la agricultura familiar. En esa tónica un dato sobre Córdoba es más que elocuente. Según un relevamiento preliminar existen en la provincia más de 30.000 hectáreas que hacen de ‘zona de resguardo ambiental’, es decir áreas en las que las fumigaciones están restringidas, y que son terreno potencial de municipios y comunas para la agricultura agroecológica. La realidad es que “es poco habitual que dichos municipios establezcan programas de desarrollo, acompañamiento o mucho menos promoción de una producción alternativa, se la llame sustentable, agroecológica u orgánica”. Es decir, existen áreas donde directamente sólo puede practicarse este tipo de agricultura, lo que no existen son políticas interesadas en producir alimentos sanos, generar arraigo rural, abaratar el costo de los alimentos y reducir el impacto ambiental del actual modelo productivo.
Invitación a sanarse
Luego de relatar la intensa vida de Rosa, los aprendizajes de los últimos años, la charla se adentra en una esfera más reflexiva. Madre e hija intercambian pensares acerca de todo lo que germinó a partir de un cambio en la forma de producir, en un reencuentro con la tierra desde otros sentires. Nilda espera a su madre, deja que termine de hilvanar algunos detalles de su vida, y se larga a poner en palabras emociones que brotan desde sus fibras más sensibles. Se expresa en su rostro, en su tono de voz, en la brillantez de su mirar. “Acá había partes de tierra que estaban muertas, y ahora la tierra vuelve, las plantas vuelven, todo con más fuerza, esa tierra descansó, se sanó. Hoy podés sembrar y viene algo más lindo de lo que venía antes. Eso no sé cómo decir, pero es increíble. Y en otros lados veo los químicos que le echan, y la planta le va pidiendo más y más para cubrir todo lo que ya no tiene. Acá, otra persona, tal vez ve sólo yuyos. No lo entiende. Nosotras vemos otra cosa….”
El concierto de cantares de aves se entremezcla con el silencio por algunos segundos, Rosa piensa y sus gestos denotan un recorrido interno allá en la lejanía. “Todo esto fue como volver a lo antiguo. Y cuando recuerdo que antes se comía bien, que no se enfermaba tanto la gente, que no tenían todas esas cosas que hay ahora, creo que elegimos bien. Mi conciencia dice que estoy haciendo una verdura sin venenos, y no tengo el temor de vender a la gente, no pienso que le pueda hacer mal”, dice en voz baja. “Ojalá los jóvenes piensen en esto, en hacerse bien a ellos y a sus familias, a sus abuelos y a sus niños, porque la comida está siempre, para todos los días, y tiene que ser sana”.
Notas
[1] ¿Quién nos alimentará? ¿la red campesina alimentaria o la cadena agroindustrial?, ETC Group, 2017.
[2] Sabourin citado en Radiografía del nuevo campo argentino. Del terrateniente al empresario trasnacional. Gras y Hernández, 2016.
[3] Mapeo de zonas de resguardo ambiental de distintas localidades de la provincia de Córdoba, Lerussi M., Marinelli V., Giobellina B. y otros, en jornadas Periurbanos hacia el consenso, Córdoba, septiembre de 2017.
Fuente: Conciencia Solidaria