Argentina: pobreza y acumulación de riqueza en el país de la soja
"!En este esquema de reconfiguración de los países a nivel planetario, los territorios son vaciados de sus poblaciones, tanto en la Argentina mediante la sojización, como en Colombia con el llamado Plan Colombia, los enfrentamientos militares o la fumigación de cultivos ilícitos que, en realidad, conllevan el objetivo de expulsar a la población campesina de sus tierras, dejarlas sin arraigo, descampesinizarlas y desterritorializarlas..."
Cuando se considera la historia de nuestro país desde los iniciales tiempos del poblamiento hispano mestizo desde el Paraguay, la llegada más tarde de una inmigración europea, ávida de tierras en el siglo XIX, y los tiempos posteriores en que fuimos conocidos como la granja del mundo, no podemos dejar de recapacitar en que la pobreza y, en particular, el hambre y la indigencia en la Argentina resultan un escándalo moral sin atenuantes, no importa quién lo exprese, y más allá de todo interés subalterno que pueda haber en quienes instrumenten la denuncia. Nuestros abuelos, en un marco de vida en que tener hambre en este país era prácticamente inimaginable, solían manifestar su orgullo de ser pobres, y esa forma de manifestarse aludía tanto a la propia dignidad y a la autoestima como a un modo de cuestionar la riqueza desde la propia honestidad y en el culto al trabajo físico al que estaban acostumbrados. La actual pobreza, cronificada en sucesivas generaciones de pobres estructurales, en cambio, es vivida como exclusión y como inhabilitación de la palabra. De hecho, hoy la pobreza implica ser marginados y a la vez manipulados, tanto por el poder de la sociedad de consumo como por los punteros y las instituciones políticas territoriales.
La desnutrición infantil que conlleva la nueva pobreza, y el desamparo alimentario de tantos argentinos, más allá de las cifras con las que se lo intenta maquillar, continúa siendo un escándalo mayúsculo, en especial cuando gobierna un equipo político que se ha cuidado reiteradamente de marcar su alineamiento con la memoria de Evita y hacer diferencias con la persona de Perón. En verdad, si Evita viviera, si recordamos su pasión intransigente por los humildes y en especial por la niñez, probablemente, no sería montonera como algunos todavía afirman temerariamente, sino que sacaría a no pocos funcionarios a latigazos de un templo convertido en infame bazar chino, donde incontables niños duermen en la calle o son sometidos de manera habitual a todo tipo de abusos y vejaciones.
El siglo XXI en que vivimos es el siglo de la globalización. La pobreza se expresa como miseria moral y como pérdida de los patrimonios culturales, la pobreza es también hacinamiento urbano y prostitución, la pobreza es pérdida de soberanía alimentaria, olvido de las tradiciones culinarias e ingesta de comida chatarra. Es que la globalización implica el reinado de las corporaciones, del agronegocio, de las cadenas agroalimentarias y del supermercadismo. La imposición a cada país de un rol en la producción de commodities y el saqueo por parte de las empresas de los propios recursos naturales es connatural a esta etapa. La globalización se traduce de esa manera como agricultura industrial y megaminería con cianurización, generación de biocombustibles, producidos desde la agricultura en reemplazo de alimentos para la propia población, así como implantación de forestación para madera y pasta de papel sobre los suelos arrasados reemplazando así los antiguos montes y bosques originales que fueron el paisaje cultural de las anteriores generaciones de argentinos.
En este esquema de reconfiguración de los países a nivel planetario, los territorios son vaciados de sus poblaciones, tanto en la Argentina mediante la sojización, como en Colombia con el llamado Plan Colombia, los enfrentamientos militares o la fumigación de cultivos ilícitos que, en realidad, conllevan el objetivo de expulsar a la población campesina de sus tierras, dejarlas sin arraigo, descampesinizarlas y desterritorializarlas... Los desarraigados del campo, tanto en Colombia como en el resto de los países, son obligados a vivir en cinturones periurbanos, pasan a ser alimentados, desde ese momento, con comida chatarra y son mantenidos asistencialmente con planes sociales que devienen rápidamente clientelares, en la medida en que esas poblaciones con ciudadanías de baja intensidad resultan funcionales a simulacros de sistemas democráticos, funcionales, a su vez, a las corporaciones.
Nuestro país no ha sido entonces una excepción en el desarrollo de esas políticas globales, sino que ha confirmado reglas generales que hacen a los nuevos ordenamientos y configuraciones. La instalación en los años noventa de un modelo marco de agronegocios significó a todo nivel el reemplazo de la calidad por la cantidad, del empleo de los argentinos por las tecnologías de punta, del arraigo y de las nociones de bienestar y felicidad del pueblo por las ecuaciones de costo-beneficio y de producción en gran escala. Un momento de extrema crisis de ese modelo instaurado y mantenido a lo largo de varios gobiernos de diversos signos fue la crisis en torno a la aprobación de la 125.
En realidad jamás hubo, tal como se dijo, un enfrentamiento con la oligarquía rural sino en el espíritu de los discursos temerarios e ignorantes de una intelectualidad progresista. Esos intelectuales no conocen el país, conocen menos aún lo rural, y apostando a una visión excluyentemente urbana y a favor del crecimiento se prestaron a implementar una gigantesca operación de distracción colectiva que, de hecho, encubrió el modelo colonial de intercambios de sojas y petróleos por contenedores con baratijas. Esa ecuación configura el esquema básico de un país dependiente y neocolonizado. Lo que ellos llaman la oligarquía, que alguna vez lo fue, son los restos de una clase patricia que hoy se encuentra subordinada a los amigos del poder y a los socios fuertes del modelo de los agronegocios. Frigoríficos, feedloteros, usinas lácteas, acopiadores, exportadores, grandes pools, productores de agrocombustibles y empresas dueñas de puertos y de flotas de buques transportadores conforman un universo ante el cual el llamado campo se somete mansamente, mientras prefiere canalizar sus reclamos contra el gobierno de turno y la democracia, favoreciendo de esa manera, y en acuerdo con los hombres del poder, una ecuación que se polariza en izquierdas y derechas, o acaso en antiguas antinomias, que impide absolutamente la comprensión de lo que se discute.
Mientras tanto, los acopiadores y exportadores, además de cobrar las retenciones a nombre del Estado, imponen su implacable lógica de mercado al resto de la cadena productiva rural, sin hallar resistencias, pese a estar en su mayoría en excelentes relaciones con el gobierno que se presupone enfrenta al campo. Las grandes familias como Werthein, Grobocopatel y Elsztain, este último dueño del Banco Hipotecario, bajo estos análisis, no es la oligarquía, porque son de origen inmigratorio y porque serían modernizantes y progresistas. Sin embargo, sólo uno de ellos dispone de más de cuatrocientas mil hectáreas en Salta, donde desmonta despiadadamente. Son dueños o arrendatarios de inmensos territorios tanto en la Argentina como en Santa Cruz de la Sierra, en Brasil y el Uruguay… Si tal como se dice en las rondas de mate de los cortes, aprovechando la ausencia del Estado y la privatización de los puertos, así como las facilidades que darían la Hidrovía y el incesante fluir de barcos y barcazas, algunos productores exportaran la soja argentina como producida en sus propias tierras de los países vecinos, para de esa manera no pagar las retenciones y el impuesto al valor agregado… ¿cómo podría probárselo? Por supuesto que se comprendería que muchos de estos grandes agronegociantes se permitan poner distancia de las actuales confrontaciones o, sencillamente, ser amigos del gobierno…
Fuente: Crítica Digital