Ante la crisis civilizatoria: la hora de los pueblos
Sobran muestras de que el proyecto de modernidad capitalista impuesto por la civilización occidental nos arrastra peligrosamente al colapso planetario. Vivimos una crisis sistémica integral, cuyas guerras, refugiados y cambio climático son los elementos más dramáticos.
En México, ante la reciente lista de agravios denunciada por las comunidades indígenas y el EZLN por conducto del Congreso Nacional Indígena, los pueblos han respondido con una propuesta sorprendente: presentarse a las elecciones presidenciales de 2018, mediante un Concejo Indígena de Gobierno y una portavoz de la etnia nahua de Jalisco, María de Jesús Patricio Martínez. Su propuesta abre un camino nuevo para la esperanza. Una esperanza que va mucho más allá de la lucha por la alternancia política promovida abajo y a la izquierda.
Una reflexión superficial entendería la apuesta sólo como una estrategia indígena para sobrevivir ante la situación de exterminio que acosa históricamente a los pueblos y que se ha intensificado en estos tiempos de capitalismo tardío. No obstante, la propuesta del movimiento indígena representa una oportunidad invaluable para que todas y todos los mexicanos comencemos a construir un proyecto alternativo al que se ha venido imponiendo desde la Conquista. Un proyecto propio, soberano, que coloque como protagonista a nuestra civilización de matriz cultural mesoamericana. Se trata no sólo de comenzar a cerrar el ciclo de dominación que se abrió hace 525 años, se trata también de enfrentarnos adecuadamente a la crisis sistémica actual con las herramientas culturales que nuestra civilización originaria nos aporta.
En 1972, el Club de Roma dio la alarma al mundo sobre la imposibilidad de continuar con el modelo de desarrollo industrial, estableciendo límites al crecimiento. Iván Illich (1926-2002), pensador inclasificable, fue mucho más allá, en La Convivencialidad (1974), aseguró que la lógica industrial, corazón de la modernidad y el desarrollo, no sólo era peligrosa en el ámbito de la producción, sino que también generaba la contra-productividad de las instituciones de servicios: la tecnología, la escuela, la salud y el transporte, por nombrar algunas de ellas. Illich, que vivió gran parte de su vida en México, inspirado por el espíritu comunitario de los pueblos mexicanos, abogó por sociedades que priorizaran lo vernáculo, que recuperaran la escala humana y que pusieran cotos al crecimiento de la industria de fabricación y de las instituciones de servicios. Hoy es la hora de Illich, la hora de los pueblos.
En una línea similar, en 1987 el célebre antropólogo mexicano Guillermo Bonfil Batalla indicó magníficamente: Se trata de ver Occidente desde la comunidad y dejar de ver a la comunidad desde Occidente. Lúcidamente en su obra maestra, México profundo, señaló que las alternativas de organización política y económica presentadas por Occidente –capitalismo o socialismo– en un principio opuestas o irreconciliables, tienen en realidad los mismos objetivos y se polemiza solamente sobre qué camino es mejor o más corto. No obstante, ambos proyectos proponen un país industrializado que asegure a sus habitantes niveles de consumo cada vez más altos, particularmente consumo de bienes materiales. En cambio, nuestro autor propuso redirigir Occidente y otorgar a nuestra civilización originaria, a la cultura mesoamericana, el protagonismo. Hoy ha llegado ese momento, es la hora de los pueblos.
Sin embargo, el México de hoy continúa preso de los valores de la civilización occidental. Para Bonfil, gran parte de la población ha asumido el proyecto modernizador como propio y se ve a sí misma como portador de la civilización universal que, por su carácter único y superior, entraña la negación y la exclusión de cualquier proyecto civilizatorio diferente. Para Occidente, el proceso civilizatorio es uno sólo y se define a partir de los mismos supuestos básicos: la historia es un proceso infinito de avance rectilíneo; el avance consiste en un dominio y una capacidad de explotación de la naturaleza cada vez mayores, en beneficio del hombre; los beneficios que genera el avance se expresan y realizan en un consumo cada vez mayor, finalmente, la trascendencia del hombre se cumple en este proceso.
El México profundo, en cambio, ha heredado en mayor o menor medida un proyecto civilizatorio diferente. A grandes rasgos, existe una actitud completa de simbiosis con la naturaleza. No es vista como enemiga ni se asume que la realización se alcanza a medida que se aleja de ella. Se reconoce al hombre y la mujer como parte del orden cósmico y se aspira a una integración permanente, que sólo se logra mediante una relación armónica con el resto de la naturaleza. Los pueblos aprenden en la vida, en la familia, no en la escuela neocolonial y es en el servicio comunitario donde encuentra la trascendencia.
La economía indígena, al contrario del proyecto occidental, genera escasos márgenes de excedentes y, por tanto, un nivel bajo de acumulación. Las culturas indias tienden a la autosuficiencia que ofrece una seguridad básica, un margen más amplio para subsistir. Quien acumula individualmente, en vez de gastar en lo que la comunidad establece, pierde prestigio y autoridad. El trabajo comunitario y el sistema de cargos, basados en la democracia directa, a diferencia de la democracia representativa occidental, son una vía para la trascendencia. No se recibe salario, se adquiere el compromiso de devolver lo que otros hacen por uno. La autosuficiencia y la economía de prestigio tienden a igualar los niveles materiales de vida y obstaculizar la gestación de diferencias de riqueza.
Finalmente, para los pueblos indios la unidad con el cosmos se expresa también en el tiempo. Se trata de un tiempo cíclico, no rectilíneo. Una espiral inacabable, termina un ciclo y comienza otro nuevo, que no son iguales, pero pasan por las mismas fases. En esta lógica, los pueblos indios son conscientes de la posibilidad de un nuevo florecimiento. El nuevo México no renunciará a los grandes aportes que ha cosechado a lo largo de su historia, pero se posicionará ya no como un país atrasado y subdesarrollado según los cánones impuestos, sino como una nación auténtica con sus propias metas. Solo así se podrá hablar por fin de una descolonización verdadera. Es la hora de los pueblos.
Por Carlos Soledad
Twitter: @CarlosSoledadM
20 de agosto, 2017
Fuente: La Jornada