Acaparamiento de tierras en Colombia
Desde inicios de siglo, en los territorios latinoamericanos y del Caribe, al igual que en muchas otras regiones del Sur global, ha venido ganando fuerza un inusitado interés por adquirir tierras por medio de todos los repertorios de acaparamiento -incluidos la persuasión o el despojo-, a fin de instaurar cultivos que pueden destinarse para bioenergía, material industrial, alimentación humana o alimentación animal, pero también para el establecimiento de otros sembradíos comerciales, pasturas, plantaciones forestales, extracción de minerales e hidrocarburos, y la instauración de presas hidroeléctricas.
El fenómeno es de tal envergadura que el observatorio global Landmatrix2 registra transacciones por 5 millones 600 mil hectáreas desde el año 2000, es decir: una superficie superior a la totalidad de Costa Rica. A pesar de lo escandaloso que pueda resultar dicha cifra, el acaparamiento de tierras en la región es todavía mucho peor, pues en esa extensión sólo se tienen en cuenta acuerdos realizados por extranjeros en predios mayores a 200 hectáreas en los que existe un cambio de producción de pequeña a gran escala, además de que únicamente se consideran transacciones transparentes, y de que existe un sub-registro, por la dificultad de contabilizar otras modalidades de acaparamiento.
En Colombia la gravedad del problema puede evidenciarse no sólo por los datos suministrados por Landmatrix, sino sobre todo por los cambios del índice Gini: un indicador que refleja la inequidad del reparto de tierras en un país3. De acuerdo con este índice, entre los años 2000 y 2012 Colombia empeoró su ya inequitativa distribución de tierras —una de las más altas del mundo— de 0.85 a 0.87, lo cual es alarmante, si se considera que la concentración tendió a incrementarse con particular intensidad a partir del año 2005, hasta afectar el 56.5% de los municipios del país. El fenómeno del acaparamiento puede también constatarse en el aumento de la desigualdad de la propiedad rural, pues las haciendas mayores de 500 hectáreas que veinte años atrás correspondían al 32% de la tierra, hoy llegan a ocupar el 62% de la superficie nacional por cuenta de menos del 4% de los propietarios4.
La concentración de la propiedad ha sido una característica histórica del campo colombiano, lo cual podría ser explicado, entre algunas otras causas, por la desigualdad en su distribución durante la Colonia; por las particularidades de los procesos de colonización del país; por las diversas políticas de asignación de baldíos; y por el despojo a consecuencia de los conflictos armados que ha enfrentado el país a lo largo de su historia.
Hoy se hace evidente que enfrentamos un nuevo ciclo de acumulación capitalista caracterizado por un renovado interés de algunos grandes inversores —legales e ilegales—, por controlar tierras para monopolizar la agricultura, la biodiversidad, los bosques, el agua, los minerales, los hidrocarburos, y las rutas del narcotráfico, en una ofensiva extractivista de acumulación por desposesión que ha convertido a Colombia en el segundo país del mundo con mayor cantidad de conflictos socioambientales.
El auge minero-energético es con seguridad el mayor distintivo de este nuevo ciclo de expansión del capitalismo en Colombia. En efecto, desde el año 2002 hasta hoy, el área concesionada para labores mineras –principalmente para transnacionales– creció de 1 millón 130 mil a 5 millones 700 mil hectáreas, es decir, alcanzó un área equivalente al 5% del territorio nacional5, un crecimiento impresionante que sería poco si se logra el objetivo del gobierno de Juan Manuel Santos de expandir las áreas mineras hasta alcanzar 20 millones de hectáreas: el 20.3% del país6. Ello sin contar con la enorme cantidad de hectáreas en poder de la minería ilegal, que está asociada en muchas ocasiones a grupos criminales, y al hecho que para el petróleo, se tienen asignadas 30 millones de hectáreas para exploración y 2 millones 500 mil hectáreas para explotación7.
Los precios exorbitantes de los minerales como el oro, el carbón, el platino, la roca fosfórica, el cobre, el manganeso, el niquel, el coltán y los elevados precios del petróleo durante los primeros años del siglo XXI, han provocado un creciente interés del gran capital por apropiarse del sustento natural del que depende el sistema económico, con el propósito de abrir un nuevo proceso de acumulación de capital.
Pero la relación entre la generación de energía y el acaparamiento de tierras no se limita al petróleo y carbón. La construcción de cuatro proyectos hidroeléctricos —Hidrosogamoso, El Quimbo, Hidroituango y Porvenir II— ha generado el control sobre 20 mil 586 hectáreas, mientras que avanza la concentración de la tierra para el establecimiento de monocultivos de caña de azúcar y palma aceitera destinados a la generación de agrocombustibles. Estamos hablando de un incremento de cero a 41 mil hectáreas sembradas con caña de azúcar para biodisel, y de 157 mil a 476 mil hectáreas cultivadas con palma en el periodo comprendido entre 2000 y 20138.
El latifundio ganadero sigue teniendo responsabilidad en el acaparamiento de tierras, al haber aumentado la superficie sembrada con pastos en 470 mil hectáreas en los primeros doce años del siglo XXI9.
Es importante aclarar que en Colombia la tenencia de la tierra simboliza riqueza, prestigio y poder. Es necesario entonces no olvidar que el interés de mantener enormes predios para la ganadería extensiva muchas veces está asociado a la especulación, y en ocasiones vinculado al control territorial para actividades del narcotráfico. La producción forestal también está implicada en concentrar tierras en Colombia, pues el área destinada a reforestación comercial y caucho aumentó de 174 mil hectáreas al comenzar el milenio a casi 500 mil en el 2013. Si consolidamos los datos de la agroindustria y la actividad forestal, tenemos que en los primeros trece años de este siglo aumentó en un millón 370 mil hectáreas la superficie agrícola y forestal latifundista.10
Atención aparte merece el caso de la altillanura colombiana, una planicie de casi siete millones de hectáreas que hace parte de la Orinoquía: un ecosistema megadiverso considerado por los dos últimos gobiernos como la última frontera agrícola del país. El objetivo de los gobiernos de Uribe y de Santos consiste en implementar el modelo agroindustrial del Cerrado brasileño sobre al menos cuatro millones de hectáreas para el establecimiento de cultivos de palma de aceite, caña de azúcar, soya, maíz, arroz, y plantíos forestales comerciales. Aunque el objetivo no ha podido arrancar con la celeridad que los grandes inversionistas habrían querido por problemas de regulación sobre propiedad de tierras baldías, y debido a que varias iniciativas han fracasado en su propósito de eliminar los obstáculos legislativos que impiden la acumulación de tierras, no existe duda que el acaparamiento de tierras en el futuro cercano se concentrará en esta vasta región del país.
No se sabe con certeza cuánta tierra de la actividad del agronegocio ni cuánta del boom minero-energético cambió de manos y pasó a estar bajo el poder de grandes propietarios, pero a juzgar por la intensidad de las inversiones en proyectos mineros, hidroeléctricos, petroleros, agroindustriales, forestales y ganaderos, podría sospecharse que el fenómeno es mucho peor de lo que hasta ahora se ha considerado.
En términos de los efectos socioambientales, esta masiva apropiación de la naturaleza por parte del gran dinero se está expresando en el despojo de tierras de comunidades rurales indígenas; en la proletarización de campesinos desposeídos que devienen o bien en jornaleros sin tierra o bien en migrantes que engrosan los cinturones de miseria de las ciudades; en profundos cambios paisajísticos que reconfiguran los modos de vida de los habitantes atrapados en medio de las plantaciones de monocultivos; y en la desertización, deforestación y contaminación ambiental producida por la megaminería y la tecnología de la revolución verde. Los registros indican que los conflictos generados por esta oleada extractivista afectan de manera directa a más de ocho millones de colombianos y sus impactos directos ocurren en más de dos millones y medio de hectáreas11.
Pero el fenómeno del acaparamiento no se limita a la concentración directa de tierras a la vieja usanza del despojo directo. También existen otros medios mucho más discretos de ejercicio del poder. El dispositivo consiste en que el gran capital, en contubernio con los aparatos estatales, ponga a su disposición muchos predios de pequeños productores para usufructuarlos sin que medie su expulsión, al mismo tiempo que se legitima la instauración de grandes enclaves agroindustriales bajo el discurso de la inclusión de los campesinos a los beneficios de las inversiones agroindustriales.
Las Alianzas Productivas implantadas desde finales de la década de los noventa resultan bastante ilustrativas de esta estrategia de acaparamiento. El objetivo de dicha política consiste en que los campesinos se conviertan en “socios” de las empresas de palma de aceite, para lo que existe una figura en la que los primeros aportan la tierra y su fuerza de trabajo, mientras que los segundos adecúan las tierras, compran la producción, proveen de insumos, asistencia técnica, y gestionan los créditos e incentivos. Los pequeños palmicultores quedan obligados a vender la cosecha a la empresa durante 20 a 30 años, muchas a veces a precios inferiores del mercado. Cuando los campesinos entregan el fruto, la empresa descuenta las deudas adquiridas por la asistencia técnica y los insumos, a lo cual también se le debe restar el crédito contraído12.
En realidad al igual que las Alianzas Productivas, la mayoría —si no todos los programas de desarrollo rural y proyectos productivos para la sustitución de cultivos ilícitos—, están orientados a encadenar a los campesinos a las cadenas productivas de alto valor para la exportación. La tarea que antaño hacía el Estado para llevar la Revolución Verde a las familias campesinas, en la actualidad pretende transferirse a los empresarios agroindustriales, quienes amasan un inmenso poder, en la medida en que las decisiones sobre lo que pasa en vastos territorios rurales termina bajo su potestad. Esto muestra claramente que el acaparamiento no se limita a una simple monopolización de tierras por parte de algunos inversores privados: es toda una forma de control territorial.
Para acaparar no siempre es estratégico adueñarse directamente de las tierras. A veces es más efectivo no despojar a los pobladores de sus tierras sino incluirlos servilmente a las poderosas inversiones, mientras las empresas se sirven de ellos para aumentar y aumentar sus ganancias. El gran capital necesita quitarse de encima todo lo que le estorbe a sus macroproyectos de inversión, y eso incluye a las comunidades que defienden sus territorios, y la manera más legítima de hacerlo es incorporarlas subordinadas a la geopolítica del desarrollo agropecuario de la gran plantación.
Lo anterior significa también prescindir de las guerrillas, que con sus acciones violentas mantienen aún el control sobre muchos territorios valiosos, impidiendo insertar sus cuerpos naturales a los flujos de la globalización neoliberal.
El capitalismo sobrevive gracias a la constante expansión geográfica, lo que aclara el relativo consenso que existe en la élite económica de firmar un acuerdo para ponerle fin al conflicto armado colombiano, y despejar así el camino para la liberación de territorios que requieren primero acapararse para luego apoderarse de las jugosas rentas de la actividad extractiva.
Hay que estar atentos, pues un eventual postconflicto puede dar pie a una agudización de esta nueva etapa de acumulación por despojo, un acrecentamiento de esta guerra que se le ha declarado a la naturaleza, un mayor impulso a este ciclo de cercamiento y privatización de lo común, y un nuevo gran pacto entre el Estado y los inversores para integrar cada rincón de la geografía nacional a las dinámicas de la valorización del capital.
Por Omar Felipe Giraldo
Notas:
1 - Doctor en Ciencias Agrarias. Investigador de Cátedras Conacyt adscrito a El Colegio de la Frontera Sur, México.
3 - En el índice Gini cuanto más cercano a 1, es más inequitativo el reparto de la tierra, mientras que entre más cercano a 0, menor es la inequidad.
4 - Instituto Geográfico Agustín Codazzi (2012) “Atlas de la distribución de la propiedad rural en Colombia”, Bogotá, Imprenta Nacional de Colombia.
5 - Datos oficiales de la Agencia Nacional de Minería
6 - La Silla Vacía, “Golpe a la política minera de Santos”, ver aquí
7 - Salinas, y. (2012) “El caso de Colombia”, Dinámicas del Mercado de la Tierra en América Latina y el Caribe: Concentración y Extranjerización, Roma: FAO
8 - Estadísticas Agroforestales 1987-2013, Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural
9 - Cifras de la Encuesta Nacional Agropecuaria 2001 y 2013
10 - Estadísticas Agroforestales 1987-2013, Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural
11 - Información tomada del Atlas de Justicia Ambiental
12 - Suárez, Aurelio (2013) “Pacto agrario en Colombia, ¿a lo Cargill siglo XXI?”, Confidencial Colombia
Fuente: Biodiversidad 85 / 2015-3, 13 agosto 2015