Planeta con hambre
No es que no haya comida, sino que está cara. La expansión de cultivos para biocombustibles es la gran responsable. El hambre acecha y no se vislumbran soluciones. Por Mauricio Sáenz, editor internacional de SEMANA
El hambre ataca, y la gente se levanta. Hay protestas en Guinea, Marruecos, Mauritania, Mozambique, Níger y Senegal. En Camerún causan 40 muertos. En Haití, cuatro. En Costa de Marfil y Burkina Faso las manifestaciones se convierten en saqueos y violencia, mientras en Egipto siete personas mueren en peleas por recibir pan subsidiado. Uzbekistán, Yemen, Bolivia e Indonesia viven algo parecido, mientras los gobiernos de Camboya, Filipinas, Pakistán, India, Tailandia y Vietnam prohiben exportar el arroz para asegurar al menos una menguada ración a sus habitantes más vulnerables.
Los altos precios de la comida la han puesto fuera del alcance de millones, y la situación no hace más que agravarse.
Al anunciar una reunión de emergencia para junio en Roma, el secretario general de la FAO, Jacques Diouf, afirmó que en los últimos nueve meses el precio de los alimentos ha subido 80 por ciento en promedio alrededor del mundo, y que hay escasez de arroz, maíz y trigo. El presidente del Banco Mundial, Robert Zoellick, dijo esta semana que al menos 33 países enfrentan protestas e inestabilidad debido a la carestía de la comida, y que los países más desarrollados deben contribuir de inmediato con 500 millones de dólares de ayuda de emergencia para el Programa Mundial de Alimentos de la ONU. El propio secretario general de la ONU, Ban Ki Moon, unió su voz a las alarmas en los últimos días.
Parte de la culpa corresponde a factores climáticos, como las sequías que afectaron las cosechas de trigo de Australia y Canadá; y demográficos, como el aumento de la población de China e India, que unido al crecimiento de sus economías, han incrementado enormemente su consumo y, por ende, su demanda de alimentos.
Pero la siembra para producir biocombustibles como el etanol, que proviene de una decisión política, es el mayor sospechoso de ser el principal responsable de la inseguridad alimentaria que se cierne sobre millones de personas en el mundo. Investigaciones como la publicada en la edición de noviembre de la revista Environment, de la Universidad de Stanford, han demostrado que los beneficios que proporcione esa agroindustria podrían ser superados por sus inconvenientes. Y en concreto, que el estímulo a esa agroindustria ha disparado el precio de los alimentos en el mundo, y lo ha puesto por fuera del alcance de las poblaciones más pobres.
Esa no era la idea cuando, hace apenas dos años, la ONU y su agencia de agricultura y alimentos, la FAO, se unieron con entusiasmo al coro de quienes promovían esas siembras como una salida a la dependencia de los combustibles fósiles y al calentamiento global. Por primera vez en muchos años, se argumentaba además, que los productos agrícolas romperían la tendencia a la baja, y traerían un ingreso decente a millones de personas.
Un reporte de la Energy Future Coalition, una ONG compuesta por conglomerados interesados en la producción de etanol, sostenía además que “los biocombustibles atraerían inversión para mejorar la producción agraria, lo que mejoraría la producción de alimentos, aceleraría el desarrollo económico rural y aliviaría la pobreza y la migración a las ciudades”. Los defensores de la iniciativa explicaban también que ya había un superávit de producción mundial de alimentos. Pero las cosas no han salido tan bien como se esperaba.
El furor mundial por el cual los agricultores están sembrando para producir biocombustibles nació en los países desarrollados, motivado por su deseo de reemplazar los combustibles fósiles, controlar el efecto invernadero y disminuir su dependencia de los países productores de petróleo. Como ni Estados Unidos, Canadá o Europa podrían producir lo necesario para sus ambiciosas metas, lo lógico era que los países del tercer mundo entraran en el negocio.
Con el liderazgo entusiasta de Brasil, un país que lleva varios decenios produciendo grandes cantidades de etanol para sus automóviles, muchos países crearon sus propios programas. La lista incluye, según la FAO, a Argentina, Colombia, Ecuador, Indonesia, malawi, Malasia, Mozambique, Filipinas, Senegal, Suráfrica, Tailandia y Zambia.
Lo malo es que la primera generación de siembras para producir etanol incluye productos que tradicionalmente han servido a la humanidad para alimentarse, como caña de azúcar, maíz y soya, entre otros. Por eso, la esperanza de que con la creciente demanda de etanol, crecieran los ingresos de los agricultores, se vio opacada por el hecho de que, como se siembran menos alimentos, y por lo tanto hay menos oferta, el aumento del precio de estos puede contrarrestar el efecto positivo.
Porque además, en la práctica y en la gran mayoría de los casos, no son precisamente los campesinos pobres los que disponen de la tierra y la capacidad de inversión para sembrar a gran escala con destino a producir biocombustibles. De tal manera que las víctimas de los aumentos de precio no necesariamente son los mismos que se benefician con los mejores ingresos provenientes del etanol. Un estudio de la Universidad de Minnessota, realizado en 2003, predecía que si el valor de los alimentos subía por factores como la producción de biocombustibles, la cantidad de personas en situación de inseguridad alimentaria “crecería en 16 millones por cada punto porcentual de incremento en los precios reales de los alimentos básicos”.
Y lo peor es que, tal como han comprobado los científicos, no está demostrado que el uso de etanol como ingrediente de la mezcla carburante contribuya en forma significativa a disminuir el efecto invernadero o a mejorar el medio ambiente. Entre otras cosas, porque los cultivos agroindustriales demandarán también usar enormes cantidades de fertilizantes. Y porque esos cultivos destinados a los motores igual compiten por las tierras y el agua con los alimenticios.
En todo caso, la tendencia hacia la producción de biocombustible parece ser irreversible, así una autoridad en la materia, Jean Ziegler, quien asesora a la ONU en el tema del acceso a la comida como derecho humano, la considere un “crimen contra la humanidad”. En su reporte de agosto pasado a la Asamblea General, Ziegler acuñó la famosa ecuación según la cual con la cantidad de maíz necesaria para producir suficiente etanol para llenar el tanque de un carro se podría alimentar a un niño durante todo un año.
Ziegler considera necesario acelerar al máximo la producción de biocombustibles de segunda generación, que se basan en productos vegetales no alimenticios, como la celulosa o los residuos de las cosechas, cáscaras y otros desechos. Y que los gobiernos se aseguren de que la producción de biocombustibles no esté a cargo solamente de los conglomerados agroindustriales, sino más bien, y en gran medida, de la agricultura familiar. Ello garantizaría que la bonanza de precios causada por la demanda mundial de biocombustibles como el etanol llegue a quienes más lo necesitan.
Lamentablemente, los biocombustibles de segunda generación están al menos a diez años de ser perfeccionados, por lo que la inflación mundial en los precios de los alimentos no tiene un final a la vista. Por eso, Ziegler pide en el documento urgentemente una moratoria de cinco años en los programas, para evitar una catástrofe humanitaria. Y recuerda a los gobiernos que el derecho a la alimentación, considerado como un derecho humano fundamental, significa que están obligados a no tomar ninguna acción que pueda resultar en el aumento del hambre, la inseguridad alimentaria y la desnutrición.