Los peligros de la ingeniería genética en la alimentación
Por Miguel Altieri y Peter Rosset
Las compañías biotecnológicas afirman que los organismos modificados genéticamente (OMG) son descubrimientos indispensables para alimentar el mundo, proteger el ambiente y reducir la pobreza en los países en desarrollo.
Esta opinión se apoya en dos suposiciones que cuestionamos. La primera es que el hambre se debe a una brecha entre la producción de alimentos y la densidad de la población. La segunda es que la ingeniería genética es la mejor forma de incrementar la producción agrícola y, por tanto, de satisfacer las necesidades futuras de alimentos.
No hay relación entre la existencia de hambre en un país y su población. Por cada nación densamente poblada y hambrienta como Bangladesh o Haití, existe una nación escasamente poblada y hambrienta como Brasil e Indonesia.
El mundo produce hoy mas alimento por habitante que nunca antes. Existe suficiente comida para suministrar casi dos kilos por persona cada día: poco mas de un kilo de granos, frijoles y nueces, cerca de medio kilo de carne, leche y huevos y otro tanto de frutas y vegetales.
Las verdaderas causas del hambre son la pobreza, la desigualdad y la falta de acceso a los mercados. Demasiadas personas son muy pobres para comprar el alimento que esta disponible o carecen de la tierra y recursos para cultivarlo ellos mismos.
Con respecto a la segunda suposición, observamos que la mayoría de las innovaciones en ingeniería genética han sido dirigidas de forma prioritaria a aumentar las ganancias de las compañías y no, como se afirma, a aumentar la productividad agrícola. Esto se ilustra al revisar algunos productos que ya son comercializados por multinacionales como Monsanto. Por ejemplo, los cultivos y las semillas resistentes a los herbicidas o plantas que son transformadas para producir su propio insecticida.
En el primer caso, la meta es ganar una mayor participación en el mercado. En el segundo, vender las semillas aun a costa de dañar a un producto clave en el manejo de las plagas: el insecticida microbiano basado en Bacillus thuringiensis en el que confían muchos granjeros como una alternativa poderosa de los insecticidas químicos. Estas tecnologías buscan intensificar la dependencia de los agricultores de las semillas cubiertas por el llamado «derecho de propiedad intelectual», que se opone al derecho de los granjeros a reproducir o almacenar semillas. Las corporaciones tratan de inducir a los granjeros a comprar los suministros de sus marcas y prohibirles guardar semillas.
La integración de las industrias química y de semillas lleva a incrementar los gastos en semillas y productos químicos, lo que resta utilidades a los agricultores. En Illinois, la adopción de cultivos resistentes a los herbicidas (semilla de frijol de soja mas pesticida) constituye el mas caro sistema de la historia moderna, que fluctúa entre 40 y 60 dólares por acre, lo que representa entre el 35% y el 40% de los costes variables. Tres años atrás, el promedio de esos mismos costes era de 26 dólares por acre y representaba el 23% del total de los costes variables.
Pruebas experimentales recientes indican que las semillas transformadas por ingeniería genética no aumentan el rendimiento de los cultivos. Un estudio del Departamento de Agricultura de Estados Unidos muestra que los rendimientos de cultivos manipulados genéticamente no fueron significativamente diferentes en cultivos de los convencionales en 12 de las 18 combinaciones de cultivo/región.
Muchos científicos explican que la ingestión de productos modificados genéticamente no es dañina. Sin embargo, la evidencia reciente muestra que existen riesgos potenciales al comer tales alimentos, ya que las nuevas proteínas producidas en dichos alimentos pueden: actuar ellas mismas como alérgenos o toxinas, alterar el metabolismo de la planta o el animal que produce el alimento, lo que hace a este producir nuevos alergenos o toxinas, o reducir su calidad o valor nutricional como en el caso de los frijoles de soja resistentes a los herbicidas que contienen menos isoflavonas. El isoflavon es un importante fitoestrógeno presente en los frijoles de soja, que se considera protege a las mujeres de algunos tipos de cánceres.
Las plantas transgénicas que producen sus propios insecticidas siguen el fallido paradigma de los pesticidas. En lugar del modelo "una plaga, un producto químico", la ingeniería genética enfatiza el enfoque de "una plaga, un gen", que igual que el primero ha mostrado su fracaso en pruebas de laboratorio, ya que las especies de plagas se adaptan rápidamente y desarrollan resistencia al insecticida presente en la planta.
Por otra parte, la tendencia de las corporaciones a crear amplios mercados para productos particulares esta simplificando los sistemas de cultivo y creando uniformidad genética en los panoramas rurales. La historia enseña que un área extensa sembrada con una sola variedad es muy vulnerable a nuevas parejas de cepas de patógenos o plagas de insectos.
Además, el uso extendido de organismos modificados genéticamente llevara inevitablemente a la "erosión genética", en la medida en que las variedades utilizadas sean reemplazadas por las nuevas semillas. El uso de cultivos resistentes a los herbicidas debilita paulatinamente las posibilidades de diversificación de cultivos y reduce así la agrobiodiversidad.
Existen muchas incógnitas acerca del impacto de los productos manipulados genéticamente. Muchos ecologistas requieren una regulación apropiada que medie entre la experimentación y la autorización de los cultivos transgénicos para asegurar una mejor evaluación de sus consecuencias ambientales.
Esto es crucial ya que muchos indicios sugieren que en el desarrollo de «cultivos resistentes», no solo se deben comprobar los efectos directos en el insecto que es el objetivo o en la maleza, sino también los efectos indirectos en la planta (por ejemplo, crecimiento, contenido nutritivo, cambios metabólicos), en el suelo y en los organismos que no son el objetivo. Aunque puede haber algunas aplicaciones útiles de la ingeniería genética (como las variedades resistentes a la sequía o cultivos resistentes a la competencia de malezas), estas innovaciones tomarán no menos de 10 años para estar listas para el uso. Una vez disponibles, y si los granjeros pueden afrontar sus costos, tales variedades pueden incrementar la productividad entre un 20% y un 35%. El resto de los aumentos del rendimiento debe provenir del manejo agrícola.
Miguel A. Altieri es profesor de la Universidad de Berkeley en California y Peter Rosset es director del Institute for Food and Development Policy.
Tribuna Libre, lunes, 27 de marzo de 2000