¡Qué culpa tiene el tomate...!
Eso, qué culpa tiene el tomate. El tomate, esa fuente de sabor, de color, que durante siglos ha sido el referente de los platos frescos del verano, ensaladas, gazpachos, salmorejos, pipirranas... y que ahora, no sabe a nada
Qué le ha pasado al tomate para eso, que no sepa a nada. Claro que ahora tenemos tomate todo el año, ya no hay que prepararlo en conservas, desecándolo como hacen en Mallorca, ni adquirir los tomates canarios en el otoño, cuando se acaba la temporada en la península. Ahora basta con acercarse a cualquier mercado, mercadillo, hipermercado e incluso gasolinera que allí estarán, esperando a que los compremos y hagamos de ellos conspicuos protagonistas de nuestros platos.
Lo peor es que el tiempo nos ha borrado el recuerdo del sabor y del olor del tomate. Y muchos, ni lo echan de menos, pues no lo han conocido.
Llamaban la atención lo perfecto de forma y color de aquellos tomates que venían de Holanda, cultivados en invernaderos con un sistema de calefacción que terminaba por hacerlo poco rentable. Las nuevas técnicas agrarias, orientadas a una mayor producción en un mínimo espacio y a poner a nuestra disposición sus productos en cualquier época del año nos han traído los huertos bajo plástico, el cultivo hidropónico y las cámaras con atmósfera controlada.
El plástico, además del impacto paisajísticos, provoca el ambiental. Metros y metros de cubierta que deben ser renovados periódicamente y cuyos residuos no son fácilmente controlables ni degradables, aunque favorecen el microclima que posibilita programar las cosechas independientemente de los ciclos naturales, además de preservar de plagas e inclemencias meteorológicas. También la disposición en "pupitres" facilita la atención y la recolección de los productos. No viene mal amortiguar la dureza de las labores del campo.
Quizás esto sea lo de menos, pero, ¿qué es lo del cultivo hidropónico? Se trata de suprimir el sustrato natural, la tierra, por un sistema de alimentación de la planta que, por goteo, va aportando los nutrientes y el agua necesaria para el rápido desarrollo de la planta. En el mejor de los casos implantados en una tela de fibra de coco. Las semillas, los abonos y nutrientes, de laboratorio, para garantizar la trazabilidad del producto. Hay que olvidarse de guardar la simiente, que en muchos productos es estéril para tener que adquirirla para el nuevo cultivo. Nada de dejar tierras en barbecho para que se recuperen, podemos adquirir los nutrientes justos y necesarios para la semilla que nos han vendido. Rápido crecimiento, homogeneidad del producto y sencilla evaluación de costes.
Pues ahí está nuestro tomate, rodeado de plástico, con la temperatura y humedad controlada y alimentado mediante complejo sistema de riego. Como en la U.C.I. de un hospital.
Ya está nuestro tomate maduro, no todavía no, pero podemos recolectarlo y dejar libre el invernadero para una nueva plantación. Pero, ¿qué hacemos con un producto que aún no ha madurado?, pues sencillamente ponemos la tecnología al servicio de la agricultura y empleamos las cámaras con "atmósfera modificada". Tras la recolección sometemos al producto a un enfriamiento rápido, mediante el denominado "hidrocooling". El frío retrasa la maduración, pero hasta cierto punto; es aquí donde entra la posibilidad de controlar y modificar la atmósfera de conservación del producto, que, con una alta concentración de anhídrido carbónico y una baja concentración de oxígeno, podemos ralentizar meses la maduración y diferir la puesta en el mercado del producto. Es decir madurar sin sol.
Tenemos tomates que no saben a nada. ¿Es este el precio que hay que pagar por disponer de un producto todo el año? Ojalá...
El resultado de tanta agricultura intensiva es el de las llamadas "zonas muertas" del mar en donde se han acumulado el nitrógeno procedente de los abonos utilizados y que acaba con los recursos pesqueros en muchas partes del planeta. Y como ejemplo, el pobre tomate, qué culpa tendrá el tomate. Triste elegido para ilustrar esta precipitación al vacío de muchos productos. Y es que, recuerdo la intervención de Pepe Rodríguez (El Bohío) en unas jornadas de maridaje en el pasado Salón de la Alimentación en Madrid; puntualizaba "... y esto es un tomate, un tomate de verdad, vamos que me los trae un señor que conozco y los cultiva él", mientras montaba su "ensalada de cochino".
La dicha la encontré el pasado verano cuando, una amiga de mi mujer aparece con unas bolsas, "... mira, huele" –"Cabernet sauvignon" pensé yo-. Ese característico olor a pimientos verdes de esa variedad de uva, no eran pimientos que olían a pimientos, de ahí mi sorpresa. Y en la otra bolsa tomates, tomates que olían a tomate. Pero, ¿qué era aquello?. "Un vecino de una calle paralela a la mía que tiene un huerto y que vende lo que le sobra", nos contó. Todos distintos, con alguna irregularidad en el color o en la forma, alguno con algún picotazo de un pájaro, pero todos sabían a algo, que todavía mi memoria recuerda. ¿Tendrán nuestros hijos la posibilidad de conocer estos sabores perdidos?
Y después vendrán los transgénicos, cuyo principal argumento es que con ellos se puede erradicar el hambre. Justificación que no se cree nadie cuando uno ve como se destruyen los excedentes agrícolas y ganaderos para evitar la caída de los precios y por haber superado las cuotas de producción; o como se abandonan y no se recogen los frutos aquellas plantaciones con subvenciones al cultivo y no a la producción, subvenciones cuyo único fin es fijar la población rural. No podrían utilizarse estos excedentes en paliar el hambre y a la vez fijar la población rural. Seguro que no interesa. Aunque el principal problema de lo transgénico será ecológico. Desaparecerán variedades, como está ocurriendo ya con la agricultura y ganadería intensiva, premiando la producción a la variedad y al sabor, y desaparecerán también aquellas aves, insectos y microorganismos que, desde el inicio de los tiempos, han ido alimentándose de estos productos que, a pesar de esta presión han seguido subsistiendo y ha habido de sobra para alimentarnos. Esta alteración en los ecosistemas se verá al cabo de varios años, y cuando los cazadores se quejen de que no hay codornices, de que ya no vienen las tórtolas, tampoco los zorzales, alguien se dará cuenta de que, a los pesticidas, funguicidas y otros tratamientos de la agricultura intensiva se les une la inmunidad de los transgénicos a otros organismos vivos que terminarán por desaparecer. Al igual que muchos agricultores.
Afortunadamente en la cocina se busca el sabor, y cuando el cocinero se preocupa de esto por encima de criterios de costes y uniformidad en el producto, se favorecerá el mantenimiento y desarrollo de los productos biológicos y de temporada, porque las reglas que marca la naturaleza son por las que debemos regirnos. La cocina no es más que aprovechar y transformar los productos disponibles al ritmo que la naturaleza nos da opción a disponer de ellos. Todo lo demás, por mucha tecnología que se le aplique, es sacrificar las variedades y los sabores a un precio demasiado elevado para la naturaleza, y a un precio, el del sabor, que quien gusta del buen yantar tampoco está dispuesto a pagar.