Arte y ecología política
"En los trabajos que dan vida a este libro hay un diálogo entre arte y activismo que hace espacio a ese debate. Esto permite dar visibilidad a objetos y sujetos que tienden a verse excluidos de los marcos consensuales de percepción y busca subvertir la experiencia de un continente que, a partir de las empresas coloniales, ha ocupado un lugar central en la construcción de la idea de modernidad".
INTRODUCCIÓN
LA ECOLOGÍA POLÍTICA Y LOS MALESTARES DEL EXTRACTIVISMO
La ecología política combina la economía política, la historia ambiental y diferentes enfoques de las ciencias sociales para dar cuenta de relaciones de poder que caracterizan los conflictos ambientales y que dan forma al surgimiento de diferentes demandas sociales y acciones colectivas. La ecología política latinoamericana se destaca por su interacción con los movimientos sociales para cuestionar y construir alternativas frente a las desigualdades ambientales, sociales, políticas y territoriales. En ese sentido, ha aportado a la construcción de agendas sobre justicia ambiental, soberanía alimentaria, autodeterminación de los pueblos, debates sobre el buen vivir y la discusión sobre los extractivismos, entre otros temas. Por lo tanto, es preciso entender que la ecología política no es solo un área de estudios, sino también un campo que incluye las múltiples formas de acción colectiva en torno a conflictos ambientales y territoriales, entre ellas las diferentes expresiones artísticas que se comparten en este libro.
Como señalaba Héctor Alimonda (2011), es importante entender la persistente colonialidad que afecta a la naturaleza latinoamericana. Tanto como realidad biofísica (su flora, su fauna, sus habitantes humanos, la biodiversidad de sus ecosistemas) como su configuración territorial (la dinámica sociocultural que articula esos ecosistemas y paisajes) aparece ante el pensamiento hegemónico global y ante las elites dominantes como un espacio subalterno, que puede ser explotado, arrasado, reconfigurado, según las necesidades de los regímenes de acumulación vigentes. La ecología política latinoamericana trae al centro de la discusión el análisis de las formas específicas y subordinadas de organización de las relaciones sociales, políticas y la estatalidad en esta región el mundo.
En los trabajos que dan vida a este libro hay un diálogo entre arte y activismo que hace espacio a ese debate. Esto permite dar visibilidad a objetos y sujetos que tienden a verse excluidos de los marcos consensuales de percepción y busca subvertir la experiencia de un continente que, a partir de las empresas coloniales, ha ocupado un lugar central en la construcción de la idea de modernidad.
Desde comienzos del presente milenio, tanto en Argentina como en otros países de América Latina se han multiplicado las expresiones de descontento en torno a diferentes procesos de apropiación intensiva de la naturaleza que tienen impactos ambientales en la biodiversidad, en la calidad del agua, la fertilidad de la tierra y en la preservación de los ecosistemas. Una sostenida alza de precios de las materias primas (el denominado “boom de los commodities”), permitió un crecimiento histórico de buena parte de las economías de los países latinoamericanos. Esto signó a los recursos naturales no solo como motor económico sino como sostén de sus políticas; de este modo, el extractivismo se ha vuelto una parte integrante del proceso de acumulación del capital. Lo cierto es que las acciones colectivas que reclaman por las consecuencias de estos procesos de apropiación intensiva de la naturaleza han aumentado exponencialmente y, entre otros aspectos, se reclama por el desplazamiento masivo de actividades preexistentes y los efectos sobre la calidad de vida y la salud de trabajadores y trabajadoras rurales, campesinado, población indígena y grandes contingentes de las clases populares y medias de las grandes ciudades (Merlinsky, 2017).
Estas expresiones, que han ganado la calle y se manifiestan en el espacio público, abren debates en torno a los supuestos beneficios del desarrollo. ¿Cuál es el impacto de diferentes actividades extractivas en diferentes entramados de la vida? ¿De qué manera estas actividades producen alteraciones irreversibles en el territorio? Estas preguntas impulsan diversas acciones colectivas, abren procesos de cambio, aportan a una reinvención de lo común, producen formas variadas de experimentar el territorio, las cuerpas y los lazos entre múltiples naturalezas (Merlinsky, 2018).
La apropiación intensiva de la naturaleza refiere a un proceso económico que se destaca por la explotación de grandes volúmenes de recursos naturales a un ritmo acelerado incompatible con los tiempos de reposición de los ecosistemas. Su expansión extraordinaria en América Latina implica grandes flujos de valor de cambio condensados en rentas diferenciales a escala mundial que reportan ganancias siderales al capital concentrado. La finalidad principal es propiciar la exportación de materias primas para abastecer a países centrales y emergentes, un proceso que también ha sido definido como la “maldición de los recursos”, en virtud de que hace más volátil las economías latinoamericanas, considerando que la creciente especialización en productos extractivos implica una mayor vulnerabilidad a la oscilación de los precios internacionales.
El uso intensivo de bienes comunes como el agua, los minerales, la tierra, en fin, usos del suelo y el territorio, implica rentas extraordinarias para grandes corporaciones internacionales e incentiva comportamientos en los que las élites económicas y políticas locales se orientan a la captura de éstas.
Así, el extractivismo es también un fenómeno de carácter político que genera graves problemas para la democracia. En los territorios extractivos se crean nuevas legislaciones –o bien estados de excepción– que cercenan derechos laborales y que incluso pueden bajar los pisos de protección ambiental. Cuando estas estrategias políticas son más agresivas, se producen verdaderas “zonas de sacrificio”, territorios de economías de enclave con pocos efectos multiplicadores y en los que el orden global –que implica la primacía de los intereses de las industrias extractivas– domina sobre la escala local.
Esto puede llevar a graves violaciones de derechos humanos con el propósito de silenciar las voces de las lideresas y líderes ambientales. En Argentina, estos procesos tuvieron un auge en la década de los noventa y se intensificaron con el comienzo del nuevo milenio, particularmente desde 1996, cuando se consolidó la orientación hacia una economía exportadora basada en el agronegocio a partir de la autorización de la producción y comercialización de la semilla y productos derivados provenientes del primer organismo vegetal genéticamente modificado: la soja tolerante al glifosato Roundup Ready comercializado por la multinacional Monsanto. Para captar la magnitud de este proceso alcanza con decir que de un total de casi 40.000.000 de hectáreas sembradas a nivel nacional en la campaña 2016/17, la soja y el maíz representaron el 67% del área agrícola total (Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca, Presidencia de la Nación). La expansión de la frontera agrícola de monocultivo se completa con la expansión de la minería de oro y plata, la extracción de litio, diferentes proyectos de represas en la Patagonia, la explotación petrolífera y, más recientemente, la incorporación de la técnica de la fractura hidráulica para extraer hidrocarburos no convencionales. En las grandes ciudades, los procesos de apropiación intensiva de recursos naturales y bienes comunes están asociados a los usos especulativos del suelo urbano y a la mercantilización de los servicios colectivos.
Como señala Henri Lefevbre (1991), la ciudad ocupa un lugar estratégico en el proceso de acumulación capitalista, dado que la producción y los servicios –y también la vivienda y el espacio público– son objeto de rentabilidad; de ese modo, el agua, los impactos de la contaminación, las inundaciones, el déficit en servicios de transporte y saneamiento así como servicios educativos y de salud se vuelven escenarios privilegiados de confrontación social. En las grandes ciudades de América Latina, la liberalización de los mercados del suelo, la concentración del capital inmobiliario con gran capacidad de gestión financiera –con el beneplácito de los gobiernos locales– y la irrupción de inversiones para el desarrollo de megaproyectos con alto impacto territorial (Pintos y Narodowski, 2012) produce consecuencias irreversibles en las áreas de reserva ambiental (el ejemplo del Delta del Río Paraná es muy elocuente), al tiempo que genera desplazamientos de la población de bajos ingresos hacia sitios de alta degradación ambiental.
Es la mayor exposición a los riesgos ambientales lo que implica impactos en la salud, una de las razones poderosas que explica la importancia que asumen los movimientos por la justicia ambiental en los centros urbanos. Se reclama por el derecho a la ciudad, entendido como una forma de reconocimiento a todos los ciudadanos y ciudadanas de poder disfrutar de los beneficios de la vida urbana, algo que hace referencia a diferentes ámbitos de organización de la vida social, desde la salud, educación, vivienda, alimentación, transporte hasta el trabajo y el ocio. Los conflictos ambientales abren disputas en torno a la disyuntiva entre valor de uso y valor de cambio, entre defensa de la vida y devastación del territorio, entre la salud y la rentabilidad, entre los derechos territoriales indígenas y la frontera extractiva. En estos escenarios se despliegan nuevos formatos de acción colectiva que ponen en cuestión diferentes concepciones sobre la democracia y su sentido para la defensa de lo común. Los conflictos muestran que el ambiente es ontológicamente plural, porque desafían la concepción de la naturaleza como “recursos disponibles” para nuevos proyectos. Habitualmente las empresas y gobiernos utilizan un lenguaje económico que se refiere a un análisis costo-beneficio con todas las externalidades traducidas a dinero, y a partir de una evaluación de impacto ambiental que permitirá decidir la viabilidad del proyecto. Sin embargo, como ha señalado Joan Martínez Alier,
los afectados, aunque entienden el lenguaje económico y aunque piensen que es mejor recibir alguna compensación económica que ninguna, acuden a otros lenguajes que están disponibles en sus culturas. ¿Vale argumentar en términos de la subsistencia, salud y bienestar humanos directamente, o hay que traducirlos a dinero? ¿Cuál es el valor estético de un paisaje, no traducido en dinero sino por sí mismo? ¿Cuánto vale la vida humana, no en dinero sino en sí misma? Son preguntas que nacen de la observación y participación en conflictos ambientales en diversos lugares del mundo (Martínez Alier, 2004: 17).
Un elemento decisivo para que estos conflictos salgan a la luz y tengan repercusión pública es el cambio en su escala de influencia, es decir, cuando se transforman en cuestiones políticas que van más allá del ámbito inicial en que los afectados hicieron público el reclamo. Como veremos, las prácticas artísticas pueden ser herramientas poderosas para aumentar la escala de influencia de los conflictos ambientales.
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Fuente: CLACSO