Comida hay, pero a precio de petróleo
El que 1.000 millones de personas pasen hambre pese a haber comida para todos se debe a que ya no se produce para la economía nacional, sino para la mundial. No deciden los Gobiernos, sino las multinacionales
En el mundo hay comida para todos. Los precios de los productos alimenticios, teniendo en cuenta la inflación neta, son más bajos que hace 40 años, y la dieta ha mejorado. Sin embargo, 1.000 millones de personas padecen hambre. Son las contradicciones de una economía globalizada en la que las realidades locales se desvanecen. Así lo denuncia el informe del grupo Evaluación internacional de la ciencia y la tecnología agraria para el desarrollo (en sus siglas en inglés, IAASTD), un grupo de 400 científicos auspiciado por el Banco Mundial y Naciones Unidas. El documento se publicó a principios de abril, en medio de una crisis alimentaria que trae recuerdos de la Gran Depresión.
El 65% de la subida de precios de los alimentos se debe al transporte oceánico.
Un consejo: compremos alimentos locales y de temporada y hagamos la compra más a menudo.
El problema no es la escasez de productos agroalimentarios sino su coste, que, en muchos países, los hace inaccesibles para los más pobres. El aumento de los precios está unido al aumento del precio del petróleo, la voracidad de la demanda asiática y las difíciles condiciones climáticas que se han vivido en algunos países. La inflación alimentaria multiplica el número de hambrientos y globaliza la crisis. "El alto coste de la vida aflige a los 1.000 millones de personas que viven bajo el umbral de pobreza -el 70% de ellos en África- y a los otros 4.000 millones que viven en los 58 países más pobres del mundo. Toda esa gente, de pronto, ha dejado de poder comprar los productos expuestos en las estanterías de los supermercados", explica Willie Reimer, director de la ONG estadounidense Food, disaster and material resources. Pero también afecta a los países occidentales, en los que viven los 500 millones de ricos de la aldea global. En Estados Unidos, segundo exportador de productos agrarios del mundo, 28 millones de personas comen gracias a los bonos de comida que reparte el Gobierno, el número más elevado desde que se creó el programa, hace 40 años.
Las tres cuartas partes de la población mundial corren el riesgo de pasar hambre, no porque haya escasez, sino debido al coste de la vida. Según el informe de IAASTD, para evitar la catástrofe no bastan ni los transgénicos ni el abandono de las políticas de apoyo a la producción de biocombustibles, que no influyen en la subida de los precios más que en un 10%. La crisis alimentaria es estructural porque está unida a la aplicación de los principios neoliberales en el sector agrario de los países en vías de desarrollo. De acuerdo con dichos principios, el mercado mundial es el mejor árbitro de la economía. Pero su mano invisible, como la definía Adam Smith, no es tan mágica como se creía.
En los últimos 20 años, mientras Europa y Estados Unidos protegían a sus agricultores, las economías emergentes y los países pobres han seguido los consejos neoliberales y han eliminado la intervención pública en el sector agrario. Estos cambios estructurales han destruido las economías locales y han creado las condiciones ideales para una agricultura ya no de autosuficiencia sino para la exportación. Ya no se produce para la economía nacional sino para la mundial y, según la ONU, los que deciden qué producir no son los gobiernos, sino las multinacionales de importaciones y exportaciones, de transformación y de distribución como Tesco y Carrefour.
El ensayo general de la crisis actual se produjo en 2005 en Níger, una de las naciones más pobres del mundo. Pocos años antes, el Gobierno había liberalizado el mercado de los cereales, una medida que atrajo la atención de los grandes exportadores e importadores. Su llegada monopolizó el mercado y facilitó el nacimiento de empresas agrarias que producen exclusivamente para la exportación, a expensas del mercado local. El país empezó a importar productos alimenticios y los precios subieron, mientras que los sueldos y el empleo no. En septiembre de 2005, tras una plaga de langosta y una grave sequía, se desató la crisis. La población no tenía suficiente dinero para comprar los productos importados que llenaban los estantes de los supermercados y, por consiguiente, empezó a morirse de hambre. Saltó la alarma internacional y empezaron a atracar las naves de ayuda en los puertos del río Níger mientras, paradójicamente, zarpaban otras con productos para la exportación. La crisis se atribuyó a las langostas y la sequía, pero no eran más que excusas: la producción agraria había descendido un mero 7,5% respecto al año anterior. El verdadero problema era la desaparición de la agricultura local, que había hecho que el país dependiera de las importaciones. Hoy, los biocombustibles y los especuladores son los chivos expiatorios de una crisis alimentaria mundial y estructural, cuyo origen está en que las economías emergentes y los países pobres dependen en exceso de las importaciones agroalimentarias.
"El Estado, no el mercado, debe ser el responsable del bienestar de los ciudadanos, sobre todo en los países en vías de desarrollo", afirma Amartya Sen, premio Nobel de Economía. Lo mismo dice un estudio reciente del Carnegie Endowment y el Instituto de Desarrollo Indira Gandhi, que advierte de que la liberalización de los mercados patrocinada por la Organización Mundial de Comercio empobrece a los ciudadanos y aumenta el desempleo rural en los países en vías de desarrollo. Es el caso de India.
El modelo neoliberal pretende redistribuir la riqueza producida mediante la apertura de los mercados. En India, el hambre afecta sobre todo al campo, pese a que el país exporta productos agrarios como el arroz, cuyo precio se ha cuadruplicado en un año. El aumento de los precios agroalimentarios, en teoría, debería hacer subir las rentas en los países exportadores, pero eso sólo es así en Occidente, donde no existe el latifundio. En los demás países, desde Níger hasta India, la subida de los precios acarrea el hambre. Lo demuestran los datos: India y Estados Unidos exportan arroz, pero mientras la renta agraria en EE UU ha aumentado el 24%, en India los que viven en el campo tienen que luchar para poder comer.
El motivo está claro, explica a The Financial Times Sushil Pawa, titular de una sociedad india de intermediación: el 50% de la población india trabaja en el sector agrario, pero sólo un mínimo porcentaje es propietario de la tierra. La gran mayoría, alrededor del 70%, está formada por asalariados y braceros que viven con menos de 70 rupias (unos dos dólares) al día. En Estados Unidos, por el contrario, la mayor parte de los agricultores trabaja sus propias tierras.
La crisis actual debe hacernos reflexionar sobre los errores de las políticas de desarrollo neoliberales e impulsar a los países pobres y emergentes a potenciar sus economías: "compre productos locales", es el lema de los expertos mundiales, sobre todo cuando se tiene en cuenta que el 65% del encarecimiento de los precios alimentarios se debe al de los transportes oceánicos. Y ya hay quien ha hecho caso. Malasia, un país importador de arroz con una producción interior que no satisface más que dos tercios de la demanda, ha puesto en marcha un programa de 1.300 millones de dólares para transformar el Estado de Sarawak, en Borneo, la zona arrocera del país.
También los consumidores ricos, que tiran un tercio del gasto diario, deben cumplir su papel. En los últimos cinco años, las importaciones alimentarias han aumentado un 20% en Europa, y en Estados Unidos, las de fruta y hortalizas se han duplicado. Los ricos quieren comer tomates, guisantes y fresas todo el año, y los gigantes alimentarios mundiales satisfacen esa demanda fomentando la producción en los países pobres del mundo, con el consiguiente perjuicio para la producción local.
Pero la crisis alimentaria ha dejado al desnudo la verdadera naturaleza del supermercado mundial: una pescadilla que se muerde la cola. Hacer la compra en Europa cuesta hoy el doble que hace un año, y el precio de las fresas autóctonas, incluso en temporada, es el mismo que el de las importaciones, porque la producción es minúscula respecto a otras épocas. He aquí un consejo desapasionado: para aliviar el hambre en el mundo y reducir los precios, empecemos a comprar alimentos locales y de temporada, hagamos la compra más a menudo y compremos menos, exactamente como hacían nuestros abuelos.
Loretta Napoleoni es economista italiana, autora de Economía canalla. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.