Brasil: érase una vez una selva tropical
Soja en lugar de árboles: Cada minuto deforestan en Brasil una superficie de cuatro canchas de fútbol
El borde de la canoa sobresale apenas el ancho de una mano del agua. Bajo el ardiente sol tropical, los pasajeros sudorientos ven sobre las dos riberas un muro verde, que se alza vertical al parecer interminable hacia el cielo por sobre el raudal marrón. No está ni a diez metros del bote, pero parece impenetrable. ¡Todavía!
La selva tropical en la zona del Amazonas, la mayor de la tierra y al mismo tiempo “infierno verde” y “pulmón verde de la Humanidad”, está siendo despedazada. Y sucede a un ritmo cada vez más rápido. Ya ha desaparecido casi un 20%. Talada, deforestada por el fuego. Irrecuperable. Los hombres la convierten en pasturajes para ganado, y en plantaciones de soja, con la que alimentan vacunos en Europa – y últimamente para producir biocombustible, para que los coches puedan circular de un modo “más “aceptable para el clima”.
Desde los años sesenta han convertido una superficie que tiene dos veces el tamaño de Alemania. Sólo en 2004 fueron sólo en Brasil 27.379 kilómetros cuadrados, un territorio del tamaño de uno de los Estados alemanes, (Mecklemburgo-Pomerania Occidental). Con cada minuto que pasa guacamayos, jaguares, boas o nutria gigantes de 30 kilos de peso pierden un territorio del tamaño de cuatro y media canchas de fútbol. Y sólo porque la cuenca del Amazonas, con 6,74 millones de kilómetros cuadrados, es 20 veces mayor que Alemania, ha sobrevivido un 80% de la selva tropical, a pesar de semejantes pérdidas. ¡Todavía!
La población pobre de Brasil recibe pocos beneficios de la quemazón de árboles, las praderas y las plantaciones de soja pertenecen casi siempre a grandes empresas en Brasil y EE.UU. En cien hectáreas de nuevas praderas y campos de soja hay apenas trabajo y salario para un solo ser humano. En cambio, los daños a la naturaleza son inmensos. Ni la Ministra de Medio Ambiente de Brasil, Marina Silva, pudo imponerse contra los intereses de las grandes empresas y por lo menos poner freno a la tala de la selva tropical. Ayer renunció a su puesto.
Pero la presión sobre la selva tropical va a seguir aumentando, porque el mundo no sólo exige carne de vacuno y alimento para ganado, sino también combustible hecho de plantas. Cuando queman biocombustible en motores, sólo se producen cantidades de dióxido de carbono equivalentes a las que las plantas de soya absorbieron del aire. Por lo tanto, dice un cálculo usual, los motores alimentados con biodiésel y bioalcohol tampoco difundirían dióxido de carbono adicional hacia el entorno, lo que desde luego no es más que una falacia ingenua.
“Por ejemplo, cuando el campesino abona su sembrado, la producción de esas sustancias ya ha costado energía,” explica Stephan Saupe, que se ocupa de suministro durable de energía en el Centro Aeroespacial Alemán (DLR, por sus siglas en alemán). El fertilizante lo lleva el agricultor al campo con su tractor y también cosecha con máquinas que consumen energía y que al hacerlo producen dióxido de carbono. Mientras las plantas crecen, microorganismos en el suelo descomponen el excedente de fertilizante y al hacerlo producen óxido de nitrógeno, también llamado “gas de la risa”. El gas de la risa actúa exactamente como gas invernadero igual que el dióxido de carbono, pero calienta la atmósfera aproximadamente 300 veces más. Y porque más de un uno por ciento del nitrógeno utilizado como fertilizante parte al aire como gas de la risa, la carga para el clima resultante de esta fuente es considerable. Después de la cosecha las plantas son procesadas mediante una reacción química para convertirlas en biodiésel. También al hacerlo se consume energía, y se producen gases invernadero.
Si se consideran todos los gases invernadero creados de esta manera, le queda al biodiésel producido de colza cultivada en Europa Central sólo cerca de un 30% de ventajas climáticas en comparación con la gasolina hecha de petróleo. Y la cuenta para el biodiésel producido con soja brasileña no debiera resultar mucho más positiva.
Mucho mejor sale, en cambio, la cuenta para etanol-alcohol, que en Brasil es producido con caña de azúcar. Porque allí el rendimiento es bueno y los restos de las plantas son quemados, para realizar la destilación consumidora de energía del etanol, el biocombustible brasileño logra cerca de un 60% de ahorro de dióxido de carbono en comparación con los productos de petróleo convencionales. Pero la caña de azúcar no es cultivada en la selva tropical, sino en la costa. La superficie disponible alcanza para proveer de bioalcohol a los motores brasileños y contribuir a que el país tenga un balance bastante bueno de clima y energía.
Pero si Brasil desea exportar más biocombustible que hasta ahora – el presidente Lula da Silva quiere convertir a su país en el número uno en este terreno – habrá que destruir más selva tropical para obtener los campos adicionales necesarios. Al hacerlo se libera el dióxido de carbono almacenado en la madera y se calienta aún más el cambio climático. El campo de soja absorbe mucho menos dióxido de carbono del aire que el que absorbía anteriormente el bosque – y el balance climático se empeora una vez más. Entonces puede tardar fácilmente un par de siglos antes de que el biocombustible comience verdaderamente a economizar dióxido de carbono.
Además, la selva tropical del Amazonas es un así llamado “interruptor basculante” del clima del mundo. El “infierno verde” evapora en el calor tropical gigantescas cantidades de agua, que pronto vuelven a caer como lluvia. La mayor parte de las precipitaciones en la cuenca del Amazonas no provienen, por lo tanto, de agua de mar, sino de la vaporización de la propia selva tropical. Campos de soja en lugar de árboles significan igualmente menos evaporación y con ello menos precipitaciones. Por ello, es posible que pueda voltearse el clima, porque cae demasiado poca lluvia. Entonces, temen los investigadores del clima, podría suceder que hasta las partes del bosque amazónico que no han sido destruidas por el hombre se conviertan en estepas y que el clima del mundo pierda uno de sus pulmones verdes.
Los ecologistas albergan por lo tanto la silenciosa esperanza de que al cultivo de la soja le vaya como otrora a los bosques de caucho plantados por el pionero estadounidense de los automóviles Henry Ford: las plagas destruyeron los árboles en decenas de miles de hectáreas y terminó con el primer intento de producción masiva en el Amazonas. La naturaleza se defendió sola, dicen en Amazonia .