Argentina: el recorrido que hacen los vegetales hasta llegar a la mesa
Durante un mes se habló del tomate. Y de la papa. Y del zapallo. El precio de las frutas y las verduras, dicen los productores, ya no volverá a ser el mismo
“Esto es oferta y demanda: cuando hay poca cantidad, sube el precio”, dice Ferrari en un puesto de la playa de quinteros del Mercado de Productores de Rosario, mientras apura un sándwich. El lunes es quizá el día más agitado en el galpón de 27 de Febrero y Constitución: los viernes corta todo, los domingos se abre sólo para descarga de camiones, y los lunes concurre la mayoría de los verduleros y minoristas de la ciudad a comprar. Después de las 11.30, hora a la que se empieza a “dejar salir” la mercadería, el movimiento aturde. “Si pierden tiempo con vos”, advierte el inspector en la playa de estacionamiento, “capaz que se le van dos tipos, y esos pueden ser 2.000 pesos cada uno”. La distracción pone en riesgo el primer objetivo de todos: comprar y vender al mejor precio. El tiempo de vida de lo que se vende hace más cruda la competencia.
“Si, fenómeno: cuando el mercado va para arriba, y vos compraste a dos y podés vender a cuatro, es maravilloso. Pero ahora los productores se avivaron. Si no les mandás la plata no te mandan la mercadería. Ponele que vos comprás a cuatro, mandás el dinero, y ese día viene tu camión. Así como vos hay cuatro más que pensaron igual, y a ellos también les mandan un camión. Ese día llega al mercado un montón de mercadería. Lo que compraste a cuatro, ese día vale tres. Y tenés que vender, porque si esperás hasta mañana va a salir dos, y además se te pudre. Y perdiste de acá a la China. Es una competencia casi perfecta, terrible, de espalda con espalda. Y se hacen mierda. Y cuando perdiste no viene nadie a decirte nada…”. Es casi el final de la entrevista; Alberto Pirovano, administrador general del Mercado de Productores de Rosario, está enojado. Está indignado por las políticas del Gobierno para el sector y por la reacción que desató el aumento. Y no pretende disimularlo. “Ahora, en diciembre, en algún momento vas a llegar a pagar el tomate 50 guitas. El aluvión de tomate hace que no valga nada. Salvo que caiga una piedra. Sinceramente, y te lo digo con todas las letras: ruego todos los días que caiga una piedra, que caiga un enorme vendaval y rompa todas las quintas, porque es la única manera de que la verdura valga algo…”, dice.
El 17 de octubre, un día antes que Naciones Unidas declarase que el 2008 iba a ser el Año Internacional de la Papa, en el Mercado Central de Buenos Aires se vivía un duelo particular: por primera vez en años se negociaban juntas la papa local, la papa importada de Brasil, y la papa de Canadá, que llegaba a la Argentina después de un mes en barco. Hacía más de una década que no entraba papa canadiense al país, pero la escasez había reactivado el comercio. La primera parte de esta historia es conocida: las heladas del invierno afectaron las producciones tardías en Córdoba y después en Tucumán, el precio del tubérculo –que ya venía en alza– se disparó, y el mecanismo de reloj de la economía frente a la escasez se activó desde todos lados. El Gobierno se apuró a facilitar la importación del alimento desde otros países, y prometió subsidios a la papa extranjera para combatir el aumento y la especulación. Los productores locales gritaron “traición”. Ellos tenían su propia versión de la historia. Cada actor de la cadena de la papa la tiene.
“¿Te acordás que había una fiesta? Regional, nacional, provincial, no sé; se elegía hasta la reina de la papa. No existe más. Se pudrió la reina, se pudrieron los paperos, y se pudrió la papa. Olvidate. Ocho productores de papa habrán quedado. A la papa la vas a tener que pagar cara, siempre. Lo que hay, hay. Tendrás unos momentos de menor costo cuando la papa se produce acá. Y después, el resto del año, pagála”, dice Pirovano.
“Que la gente aprenda a consumir lo que está en temporada”, había dicho dos semanas atrás Oscar Muzzo, comerciante y propietario de producción frutihortícola en Salta y en Mendoza. “¿Que hay mañana para comer? ¿Durazno? Bueno, a comer durazno. Si el kilo de tomate vale 15 mangos y vos no lo querés pagar, lo podés suplantar con apio, con lechuga, con acelga. El tomate, de última, es un lujo. Cuando yo era pibe se consumía tomate tres veces por año. En julio cuando venía del norte, después cuando venía de Mar del Plata, y cuando venía de Rosario. Cuando no había tomate, la gente no consumía tomate. En el país después hubo grandes invernaderos, y la producción alcanzó a cubrir todo el año. Después vino la temporada mala, fue el desastre de los productores, y desaparecieron todos los invernaderos. Hoy hay mucho menos que en el 84. No se alcanza a cubrir todo el año”.
Más que tormentas. Lo dicen todos cuando uno va y pregunta por el recorrido que hacen las verduras hasta llegar a la mesa: el “cinturón verde” de Rosario no es lo que era, y el Mercado tampoco. Este mes, la entidad cumple 40 años de existencia. Hace poco más de una década, el principal predio de venta para los quinteros de la zona reunía a unos 300 productores –algunos dicen 220, otros 400– que comerciaban las cosechas de sus quintas. Hoy, en el lugar tienen sus negocios unos 150 puesteros, y 56 más que venden la producción del Gran Rosario. De los 56 que tiene la playa de quinteros del mercado, apenas 20 son productores; los otros son revendedores que compran a los quinteros de la zona, cuyo fuerte es la verdura de hoja. El grueso de las frutas y hortalizas pesadas (zapallo, por ejemplo) y semipesadas (remolacha, papa y otras) que se venden en los mercados de la zona –el de Productores y el de Concentración de Fisherton–, provienen en general de los mismos lugares. La mayor producción frutihortícola, señala Pirovano, está concentrada en Mendoza, en Salta, en Corrientes, en La Plata, en Mar del Plata, “algo” en San Juan, y “algo” en el norte de Santa Fe.
“Acá se dejó de producir mucha verdura para la zona. Este era el cordón verde del país. Salían de 25 a 30 equipos de verdura por día para Buenos Aires (un equipo lleva de 1.200 a 1.500 bultos). Hoy no sale ninguno. Te digo más: tenemos que traer verdura de afuera porque no se alcanza a cubrir la zona de Rosario”, dice Muzzo, por encima del ruido del bar. Oscar Muzzo es de Villa Gobernador Gálvez, tiene 55 años, y hace más de 30 se dedica a la producción y al comercio de frutas y hortalizas. Empezó en Rosario, cuenta; después compró una finca en Mendoza, y más tarde compró tierras en Salta. El 90% de lo que vende en su local New Fran S.A. es de cosecha propia, pero no de la zona. Para el mercado frutihortícola, la suya es una situación privilegiada: aquellos que tienen presencia en más de un eslabón de la cadena de los alimentos, dicen los analistas, son los que más posibilidades tienen. Con su finca de Mendoza se fundió, dice Muzzo. En sus tierras de Rosario hoy siembra soja.
A principios de noviembre, después de la intensa lluvia que azotó la región, el director del Proyecto Hortícola de Rosario, Jorge Ferrato, expresó a los medios su preocupación por el futuro de los quinteros, perjudicados cíclicamente por las condiciones climáticas: “La producción hortícola no va a dejar de existir en la zona, pero posiblemente sobrevivan los productores más profesionalizados, con más tecnología y valor agregado en los productos”, dijo. El daño provocado por la lluvia, señalaba Ferrato, había afectado “una parte importante de la región”, pero no iba a tener “una gran repercusión en los precios, porque el cinturón de Rosario no define los precios, ya que muchos productos vienen de afuera”.
Cuando se hacen a un lado las noticias sobre los fenómenos climáticos extremos que se viven con mayor frecuencia en la región (ver recuadro), la escalada sostenida en el costo de frutas y verduras se suele vincular a la pérdida de pequeñas y medianas unidades productivas, y a la concentración de la producción en pocas manos y en pocas regiones, focalizadas geográficamente. Cada vez más, con los productos agrícolas de consumo cotidiano se pagan las distancias –petróleo– y la puja por las tierras para el cultivo de la soja, que se intensificó con la demanda internacional de cerales y oleaginosas para la producción de biocombustibles. En las zonas más ricas de la llanura pampeana, más que en el resto del país, la soja ha desplazado a otras actividades rurales; entre ellas la frutihorticultura. Ya en octubre de 2003, el investigador argentino Walter Pengue –ingeniero agrónomo con especialización en Mejoramiento Genético Vegetal y mágister en Políticas Ambientales y Territoriales– señalaba que entre 1988 y 2002 habían desaparecido en el país 103.405 establecimientos agrícolas, y de ellos “más del 30,5 % en la Región Pampeana”.
“Los precios de los productos agrícolas continúan subiendo”, escribió hace poco Gerardo Honty, sociólogo y coordinador del programa Energía del Centro Uruguayo de Tecnologías Apropiadas, “y en Europa adjudican este aumento a la demanda de cereales para la fabricación de biocombustibles”. En su artículo, Petróleo en tu comida, el investigador citaba declaraciones del director general de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación (FAO), Jacques Diouf, en las que decía que el fenómeno creciente de los biocombustibles, además de “la demanda de granos como el maíz o trigo”, tenía influencia “en el aumento de los costos de otros productos alimenticios, ya que se dedican menos hectáreas a su cultivo y como consecuencia disminuye su oferta en el mercado”.
“Yo te digo”, advierte Muzzo, “no van a llegar los precios que estaban antes. No se va a ver más la papa a 50 centavos. Cambió la mentalidad del productor. Si algo no sirve, lo deja. Vos a la soja, al maíz, al trigo, en un año lo recuperás. Lo que es citrus, lo que es manzana, o lo que es pera, hacen falta 10 años para que la planta se ponga a nivel competitivo para que vos la puedas exportar”. Mario Soressi, presidente del Mercado, cuenta que también él tuvo que poner “algo de soja”: “Tal vez con el riesgo de sacar menos, se decide por sembrar soja, que lleva mucho menos trabajo y menos gasto”. Soressi dice que además falta mano de obra, que con los planes Trabajar los desocupados “dejaron de ir al campo para hacer changas”, que la ciudad se ha extendido y que el precio de las semillas se ha triplicado. “Un kilo de semillas importadas vale más de 15.000 dólares”, dice Muzzo. “Supongamos que la planta es de acá. Para empezar, 10.000 dólares por hectárea. Además tenés que tener maquinaria”, dice Pirovano. “No valía nada la verdura”, dice Muzzo. “No reditúa”, dice Soressi. “¿Y si en cinco años se pasó la onda de la fruta que puse?” ¿Y si la onda entonces es Activia, o Ser, o Danonino?”, pregunta Pirovano.
“Creo que es un problema político, estructural. No hay una política destinada a cuidar las producciones de la región. En nuestro país hace mucho que se viene sufriendo una política que no mira los intereses del país: mira para afuera. La principal orientación de lo productivo, sobre todo en lo agropecuario, obedece a una economía de puertos. Mira para afuera”, dirá Lucho Lemos, integrante del Programa de Agricultura Urbana de la Municipalidad, una tarde calurosa después de la gran tormenta de noviembre. “El hombre es el único ser que si no tiene plata no puede comer. El alimento es un gran negocio. Mirá sino los precios de ahora. Ningún ser vivo puede vivir sin alimento, y eso no puede quedar en manos de empresas. El Estado tiene que estar…”.
Una semilla por acá. En octubre, cuando el kilo de tomate se disparó de los 3 pesos a 18, la cuestión de los hábitos de consumo, particularmente de alimentos, salió a la luz con una fuerza inusual. “Nuestro miedo era que el mensaje se interpretara sólo como «no compre hasta que baje», cuando en realidad lo que proponemos es que haya una concientización del consumidor”, explica la abogada Valeria Vaccaro, presidenta de la Unión de Usuarios y Consumidores de Rosario, y vicepresidenta de la misma entidad a nivel nacional. El sentido del llamado a boicot que la Unión reprodujo en Rosario, era que “el consumidor realmente se diera cuenta de que puede ser un formador de precios, que no son solamente los grandes hipermercados…”, señala la abogada. “La idea nuestra no es enfrentar al pequeño comerciante con el cliente, sino crear una conciencia en general del poder del consumidor, por eso lo del boicot sirve. Pero una parte importante está en el poder el consumidor para manifestar, y otra parte muy importante es la del control del Estado, que tiene que existir sobre todo eso”, agrega Fabián Monti, también abogado y miembro de la Unión. “Si son productos de la canasta básica, tiene que haber algún tipo de control, algún tipo de intervención. Si se lo deja librado a la oferta y la demanda, está demostrado que el más perjudicado de toda la cadena es el que menos poder de negociación tiene, que es el último eslabón: el que va a consumir”, dice Vaccaro.
“Los periodistas rompían las bolas con que estaba caro el tomate. ¿Por qué? No le comprés el tomate y listo. Vos solo, si no tenías, no comprabas el tomate. Comprabas lechuga…”, me diría Ferrari, consignatario de la playa de quinteros del Mercado. El hecho de que el consumo era un patrón fundamental para la definición de precios generó consenso en casi todos los sectores vinculados al mercado frutihortícula, aunque por diferentes razones. Para los integrantes más débiles de la cadena, el boicot fue una herramienta de presión para pelear por el precio. “Consultamos con los verduleros, y en su gran mayoría ellos nos dijeron que también estaban de acuerdo con esta medida”, relata Vaccaro. “¿Sabés lo que pasa? A esos valores, a 80 mangos el cajón, podían ir dos o tres tipos a comprar. Entonces iban dos o tres grandes, que tienen la plata para comprar, y esos manejaban la venta del mercado. Porque esto es oferta y demanda. Cuando hay poca cantidad, sube el precio”, dice Ferrari.
Entre los intermediarios de la cadena de los alimentos, el aumento de precios generó también acusaciones cruzadas sobre los márgenes de ganancia de los otros (“El que no entiende esto parece que uno le está robando la cosa, pero el problema son los verduleros”, asegura un puestero). El sector frutihortícola, sin embargo, encontró un enemigo común en las cadenas de supermercados. “En la góndola del supermercado qué hacen: cuando sube, le suben el precio, y cuando baja, no lo bajan de inmediato. Dejan 15 días el tomate a ese precio, y roban por todos lados”, se quejaba Muzzo. Y Ferrari: “Las mujeres, hoy por hoy, van al supermercado. Van con los changuitos y claro, ven la radicheta bien presentada en las bandejitas, ya cortadita… Y ahí está el problema, que te matan. Sí, parece limpita, pero qué pasa: si acá vale 6 pesos la buena, esa no vale ni 3 pesos”.
“El primer problema que tiene nuestra sociedad es que tiene una homogeneización del consumo. Muchas necesidades son ficticias. Tenemos una población que fue adquiriendo hábitos a través de los medios de comunicación. Y se establecieron patrones de consumo”, dice Lemos. En la quinta en la que estamos, un pequeño predio lindante al Hospital Provincial del Centenario, “hay 1422 especies”, explica. Custodio Ladislao Lemos, Lucho, trabaja en Agricultura Urbana con un programa del Pro-Huerta, y es responsable de la ONG Ñanderoga. Su historia es larga: viene de la provincia de Corrientes, donde era productor campesino, y estuvo ligado en los 70 a las Ligas Agrarias. Durante la dictadura se exilió, dentro y fuera del país, y cuando se fue de Corrientes se asentó en Rosario durante cuatro años, en la villa El Mangrullo. Allí, dice, se sembraron las bases de lo que hoy es el Programa de Agricultura Urbana. “Primero éramos cinco familias, después éramos 11, y llegamos a tener 35 huertas familiares”, recuerda. Para la crisis de 2001, cuenta, cuando recién arrancaban con el apoyo del Estado municipal, hicieron una gran campaña de huertas familiares y llegaron a tener 3.000 huertas en toda la ciudad. “La actitud de consumir es un acto político. A nosotros nos hicieron creer que el acto de consumir es un acto pasivo, que no tiene rostro. Yo como consumidor tengo que tener una actividad responsable”, dice Lemos.
“¿A vos te educaron en la escuela a comer frutas? Ni loco, y a mi tampoco”, había dicho Pirovano. Y agregó: “Este mercado va a cumplir 40 años. Si tenés de los puesteros cinco que hayan permanecido todos estos años, tiro fuegos artificiales. Los que no están, se fundieron…”.
“Lo que pasa es que estos mecanismos de economía de puertos, hacen que vos aceptes cualquier cosa menos lo que es de tu lugar, porque la mirada está puesta afuera. Nosotros no tenemos una política nacional que mire hacia los intereses internos. En cambio, todos los impactos que vos hagas en tu comunidad se quedan ahí. Si hacés bien, se fortalece. Si hacés mal, se debilita. Esa es una buena forma de terminar”, dice Lemos, mientras atardece.
Eliezer Budasoff
Fuente: La Capital