Recorriendo el Amazonas: ladrones del oro verde

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Tras recorrer 5.000 kilómetros siguiendo los pasos de Orellana, no podemos acabar esta serie sin hablar de una de las mayores amenazas, presente y futura, que sufre la selva amazónica: el saqueo de su biodiversidad

Uno de los mejores ejemplos lo encontramos en la aldea de los indios katukina, en el Estado brasileño de Acre, donde nos espera un subidón en el estricto sentido de la palabra.

Desde que el chamán aplica el veneno sobre los puntos de piel que ha quemado en mi hombro, todo se eleva en unos instantes: la temperatura, la intensidad de los pensamientos, el pálpito en las sienes, las náuseas... El suelo me llama. Me revuelco por tierra y vomito compulsivamente. No hay alivio. Cuanto más expulso, peor me siento. El líquido que sale es verde. Todo a mi alrededor es verde. No puedo más. Hago una señal y el anciano, que no ha dejado de cantar en todo el rato, me quita la sustancia con agua. El alivio es inmediato. Vuelvo a ser yo...

Durante el resto del día disfruto de un extraño estado de bienestar. La mente está calmada, el cuerpo relajado y el espíritu con un relativismo no recordado. Dicen que esos son los primeros beneficios de la llamada vacuna del sapo, o kambó, el más tradicional de los remedios indígenas del Amazonas. La mayoría de las tribus asentadas en la frontera de Brasil con Perú lo usan.

Su aldea es procurada durante todo el año por una legión de occidentales enfermos, casi desahuciados por la medicina moderna. Llegan en busca de la phyllomedusa bicolor, una especie de sapo verde común en esta zona de la Amazonía. Su piel segrega un líquido en el que los científicos han hallado propiedades antibióticas, contra el sida y el cáncer.

Un médico italiano la patentó en los 80. Después fueron aisladas dos sustancias, la dermorfina y la deltorfina. La primera de ellas, 300 veces más potente que la morfina, es la causante de una nueva generación de analgésicos desde que, en 1998, los laboratorios Abbot la comercializaran bajo el nombre de ABT 694. Un gramo vale 1.000 euros y los sapos se venden a 400. Están desapareciendo. Los beneficios se calculan en 500 millones de euros. Los indios no reciben nada a cambio.

«YAGE» POR TABACO

Mayo de 1986. Poblado de los Secoya, una tribu indígena de la Amazonía ecuatoriana. Tras charlar con un hombre blanco de mediana edad, el jefe le dice al mayor de sus retoños: «A ver, mi hijo, regale al gringuito un poco del yagé de la chacra». El visitante obsequia al indio con dos cajetillas de Marlboro.

El gringuito en cuestión se llama Loren Miller y es el presidente de la International Plant Medicine Corporation, una importante empresa farmacéutica norteamericana. Nada más llegar a su California natal, Miller se presentó en la Oficina de Marcas y patentó el regalo indio como un «descubrimiento nuevo con propiedades curativas antisépticas, antibacterianas, anticancerígenas, antieméticas y para el párkinson».

El yagé, o Banisteriopsis Caapi, es una liana amazónica utilizada por los indígenas para hacer una infusión que consumen como sacramento en sus rituales religiosos. Tras una lucha sin precedentes, que logró unir a 400 tribus de los nueve países amazónicos, los indios consiguieron que la patente fuese revocada 20 años después. Para ello, tuvieron que manifestarse incluso en Washington y amenazar con patentar la hostia cristiana si no les hacían caso. Esta victoria, la única que han conseguido los indígenas hasta ahora, supuso un precedente jurídico importantísimo.

El primer caso de biopiratería en la Amazonía se remonta a 1876, cuando los ingleses Robert Markham y Henry Wickman consiguieron sacar de Brasil 70.000 semillas del árbol que llora, el caucho, para plantarlas en Ceilán. En 1910 se recolectaron en este país los primeros litros de látex que supusieron el principio del fin del imperio del caucho levantado en torno a ciudades como Manaus.

Sin embargo, la planta que más dinero ha dado a las multinacionales farmacéuticas es la chondodrendon tomentosum, utilizada durante siglos con sigilo por los indios amazónicos para obtener el curare, el veneno con el que untan sus flechas para inmovilizar a sus presas. En 1942, los laboratorios Glaxo y Wellcom sintetizaron su ingrediente activo, el d-tubocurarine, que patentaron y usaron en la producción masiva de relajantes musculares y anestésicos quirúrgicos. Su aplicación supuso una revolución en la cirugía moderna. Los indígenas tampoco han recibido nada por ese uso.

LABORATORIOS

Estudios de organizaciones ecologistas señalan que el tráfico de especies y del conocimiento indígena suponen pérdidas anuales de unos 10.000 millones de euros, sólo en la cuenca amazónica. Eso explica que en países como Colombia, con el 10% de la biodiversidad del planeta, el tráfico de plantas o animales esté en tercer lugar después del de personas y drogas.

De Leticia salen todos los años miles de monos -a 2.000 euros cada uno- rumbo a los laboratorios norteamericanos que compiten con el doctor Patarroyo en la búsqueda de una vacuna contra la malaria. También papagayos y peces gato, para zoológicos privados o las famosas serpientes de donde se saca el principio de esa cola cicatrizante que ya está sustituyendo a las tradicionales tiritas. En Singapur, uno de esos ofidios se paga a 15.000 euros.

Gran parte de la demanda sobre estas especies proviene de las casas de moda europeas, fabricantes de prendas cuya materia prima son las pieles de reptil y mamífero. El famoso Chanel nº 5, el mismo con el que dormía Marilyn Monroe, proviene de una esencia amazónica, el palo de rosa. Los platos exquisitos de los países del Medio Oriente son alimentados con anfibios, reptiles, insectos, aletas de delfín, anguilas, ranas, culebras y manatíes del Amazonas. España es uno de los países clave en el tráfico de flora y fauna desde Colombia: se calcula que más del 30% de este contrabando pasa por nuestras fronteras, con un negocio cercano a los 1.000 millones de euros. Y eso que apenas se aprehende la mitad de todo lo que entra.

Los grandes mercados de la cuenca amazónica -Manaus, Belem, Iquitos, etc.- están atiborrados con frascos de penicilina y antibióticos que guardan en su interior fracciones de animales como uñas, cuernos, pelos etc., o extractos de plantas, útiles en la medicina popular. Esa forma doméstica de utilización de la fauna y la flora silvestre es aprovechada por los biopiratas, quienes los adquieren a precios irrisorios, ahorrando así un largo camino de investigaciones a las multinacionales farmacéuticas.

En el barrio de Belén por ejemplo, en la ciudad peruana de Iquitos, se vende carne ahumada de todas las especies de animales amenazadas: las últimas tortugas, cuyas cuatro especies originales se han visto reducidas a una, monos-arañas, guacamayos, perezosos, etc. También amenaza la venta del palmito, el corazón de la palmera amazónica, muy cotizada cuando es salvaje y que tarda casi un siglo en crecer.

De aquí salió el famoso putu-putu, una planta acuática que invade los ríos amazónicos y que ha colonizado también amplias franjas del río Guadalquivir, después de que alguien la soltara en sus orillas. El Gobierno andaluz ha gastado ya millones de euros para su erradicación sin conseguirlo hasta ahora. «El problema es que ya no hay predadores que lo consuman, como lo eran el manatí, las tortugas o las pirañas. La planta impide la entrada de oxígeno, de luz solar y extrae los nutrientes de las aguas, imposibilitando la vida», asegura el ornitólogo español afincado en Iquitos, José Alvarez.

Este proceso, y la pesca incontrolada de los grandes peces amazónicos como el pirarucú, ha reducido las capturas de 38.000 a 12.000 toneladas anuales en los últimos cinco años. Por eso, según Alvarez, un riesgo de hambruna se cierne sobre las grandes urbes amazónicas. «Puede que aquí encuentren el remedio contra el sida», asegura, «pero tendrán que alimentar a cambio a millones de personas que ya nunca podrán cazar ni pescar...».

JUAN C. DE LA CAL. Leticia (Colombia)

El Mundo, España, 26-08-07

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