El mito ordenador del granero del mundo y la crisis social y ambiental

Idioma Español
País Argentina
Foto: Gerónimo Molina / Subcoop

La agricultura industrial y su relato de producción como bien supremo son elementos centrales de la crisis climática. Su rostro menos publicitado es el impacto en la biodiversidad y en el calentamiento global. Un repaso de las falsas soluciones que propone el sistema y la posibilidad que brindan los sistemas agrícolas diversificados y la soberanía alimentaria.

Por  Guillermo Schnitman

Una potente imagen se mantiene presente en el imaginario de varias generaciones de argentinos: nuestro país está destinado a ser "el granero del mundo". Desde muy jóvenes nos lo inculcan y comprendemos la ecuación implícita: si producimos alimentos y los exportamos, alimentamos al mundo y generamos divisas.

El mundo está en continuo crecimiento y desarrollo. ¿Quién va a alimentarlo si no lo hacemos nosotros? ¿Con qué otro recurso podemos pagar lo que importamos? Este razonamiento subyace en toda la narrativa agropecuaria argentina.

Pero esto no es más que una ficción ordenadora, un mito convenientemente difundido y sostenido para perpetuar un paradigma que no sirve más, que está agotado y que se tiene que terminar.

En los escenarios actuales, el modelo agroindustrial, responsable de casi un 40 por ciento de las emisiones de los gases de efecto invernadero (GEI), no está cumpliendo su objetivo declarado de producir alimentos para una población mundial creciente. El modelo está diseñado para maximizar los beneficios económicos de unos pocos sectores: los dueños de los medios de producción: tierra, maquinaria y tecnología moderna, con la participación clave de los traders, un puñado de firmas que intermedian todas las transacciones y de hecho determinan los precios de los commodities.

El 62 por ciento de las divisas que ingresan al país se origina en el agro. De ese porcentaje, la mitad proviene de la soja y sus derivados. Esa es la principal fuente con que cuentan las autoridades para “hacer política” y pagar los compromisos asumidos (deuda externa).

Toda la producción que se exporta pasa por un cuello de botella: apenas siete empresas exportadoras de granos. Tan solo siete grupos privados, además conformados por capitales extranjeros, controlan la principal fuente de divisas del país. A la hora de definir qué y cuánto se siembra en el país, operan para que todos los demás actores respondan a sus necesidades.

Su participación en el recientemente constituido Consejo Agroexportador Argentino es dominante. Y es clave su rol en la formulación de la pomposamente denominada “Estrategia de Reactivación Agroindustrial Exportadora Inclusiva, Sustentable y Federal. Plan 2020-2030”. La finalidad de esta estrategia es, básicamente, instalar un proyecto de ley de ventajas y exenciones impositivas para ese sector.

Para agravar la situación, el complejo agroexportador sigue un modelo basado en energía fósil barata y contaminante. Durante los últimos 50 años, su peligrosidad para el ser humano, los animales y los ecosistemas resultó potenciada por la aparición e inmediata difusión de insecticidas, fungicidas y herbicidas de síntesis química y otros supuestos avances tecnológicos.

Más recientemente, la propagación de semillas genéticamente modificadas —y patentadas— impuso nuevas pautas a la agricultura industrial.

El concepto de productividad envuelve a todas las narrativas de desarrollo e impide ver la sustancia de lo que se produce.

Foto: Gerónimo Molina / Subcoop

La agricultura ecocida

Desde su introducción inconsulta y sin reparos en 1996, la soja transgénica, por entonces llamada RR —por Roundup Ready o lista para el Roundup, la vieja marca registrada del glifosato de Monsanto— ha cubierto las superficies de suelo cultivado de manera casi excluyente. La adopción de ese paquete tecnológico por parte de los pools de siembra arrasó con la poca biodiversidad que aún subsistía en los agroecosistemas.

Argentina detenta el primer puesto en el uso de agrotóxicos per cápita: los campos reciben entre 360 y 500 millones de kilogramos por año. El uso de fertilizantes sintéticos también crece: de 300.000 toneladas en 1990 pasó a 3.609.000 en 2016. Un incremento de 1200 por ciento en tan solo 26 años.

A pesar de esa pujanza, el modelo del agronegocio imperante genera más pobreza, más desarraigo humano y más problemas insolubles. Todos derivados directos de sustituir mano de obra por máquinas y reemplazar habilidades y conocimientos ancestrales por tecnología.

Se trata de un sistema basado en el acaparamiento de tierras agrícolas y la posesión de los medios de producción. Al emplear tecnologías intensivas en capital, al estar volcado a la mecanización y la automatización de los procesos, deja sin trabajo y expulsa a la población rural. Los migrantes terminan hacinándose en cinturones urbanos de pobreza, subsistiendo básicamente gracias al ilusorio derrame de ganancias de la actividad privada y la ayuda proveniente del Estado.

Al igual que la minería, este sistema de producción es francamente extractivo. No se basa en la biodiversidad y el cuidado de los agroecosistemas sino en el avance de la agricultura y la ganadería sobre selvas y humedales, el uso de agrotóxicos y la dependencia de fertilizantes químicos sintéticos. Extrae de la naturaleza sin reponer ni regenerar.

Este modelo es, junto con la creciente urbanización, uno de los principales causantes de la pérdida de hábitats naturales y biodiversidad, con la consecuente extinción de especies y el empobrecimiento de los agroecosistemas.

Foto: Greenpeace

Falsas soluciones

Casi todas las llamadas "soluciones tecnológicas" son, en verdad, falsas soluciones. Resulta imposible sostenerlas en el tiempo y enmascaran costos ambientales que no se le cargan ni a los alimentos ni a otros productos derivados del agro.

Para mantener vigente este modelo es fundamental que el petróleo siga siendo relativamente barato: un subsidio encubierto para que la producción de cereales y oleaginosas no se encarezca y, al ser exportados, produzcan las mayores ganancias. Lamentablemente, los frutos del agronegocio de commodities argentino no van a alimentar al mundo ni contribuyen a reducir el hambre de vastas zonas del planeta. Globalización, deslocalización y comercio mundial mediante, casi todos los granos y oleaginosas “comoditizados” viajan al otro lado del mundo para alimentar cerdos o motores diesel.

Externalidades

El objetivo declarado del complejo agroindustrial es producir cosechas abundantes y baratas, pero ese bajo valor que el mercado le atribuye a los alimentos no contempla las consecuencias negativas, convenientemente disfrazadas bajo el concepto de “externalidades”: el desarraigo de las poblaciones rurales, que termina cinturones urbanos de pobreza, la pérdida de biodiversidad, la contaminación de tierras, napas y cursos de agua, entre otras.

El precio de los alimentos no incluye los costos pagados por dichas externalidades que son consecuencia directa de los modelos agrotecnológicos. Y sería imposible calcular cuánto costarían si los tuvieran en cuenta; la salud de las poblaciones comprometidas, los pueblos fumigados, es un valor incuantificable.

Foto: Nicolas Pousthomis

El efecto de la alteración de los patrones climáticos

Las contradicciones de la agricultura capitalista industrial se están acelerando y, a corto plazo, se avecina un período de volatilidad aguda y regresiva de los precios de los alimentos, con resultados aún más ruinosos que los actuales.

Sectores cientifícos nos advierten que con un incremento de 1,5 grados centígrados en la temperatura global la producción agrícola, tanto la convencional como la agroecológica, se verá gravemente afectada. Según los últimos informes del Panel Intergubernamental para el Cambio Climático (IPCC) ese incremento ya es inevitable. Y la producción ya está siendo afectada.

En Argentina, según datos del Inventario Nacional de Gases de Efecto Invernadero (Ingei), la agricultura, la ganadería, la silvicultura y otros usos de la tierra generan el 38 por ciento de las emisiones nacionales de GEI. De estas emisiones que calientan la atmósfera, casi un 15 por ciento proviene de la deforestación que se hace para aumentar la superficie destinada a la siembra de soja transgénica y a expandir el área destinada a la ganadería vacuna.

A escala planetaria, una atmósfera más caliente no solo derrite los hielos polares y los glaciares, también hace que cambien las corrientes marinas que regulan la evaporación y las precipitaciones, modifica de modo irreversible los ríos atmosféricos y provoca olas de calor, sequías e inundaciones más prolongadas, incluso donde antes no eran habituales. También implica que fenómenos meteorológicos extremos como tornados y huracanes sean más violentos y frecuentes.

En conclusión, las únicas opciones que quedan después de cruzar estos datos es modificar las ecuaciones: la producción de alimentos solo puede crecer si lo hace de manera sostenible, es decir sin aumentar la superficie cultivable, usando menos petróleo, menos agua y menos nitrógeno. Esta transición tendrá, además, que llevarse a cabo en un escenario de cambio climático, malestar social creciente, crisis financiera y todos los imprevistos que puedan surgir de las llamadas “nuevas normalidades” post pandemia.

La FAO (Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) advierte: “El cambio climático ya está teniendo profundas consecuencias en la vida de las personas y en la diversidad de la vida en el planeta. El nivel del mar está subiendo y los océanos se calientan. Cada vez hay sequías más duraderas e intensas que amenazan las reservas de agua dulce y los cultivos. Esto pone en peligro los esfuerzos para alimentar a una creciente población mundial”.

Por su parte, a través de varios informes científicos, el IPCC viene afirmando que, a escala global, para 2050 el rendimiento de los cultivos se verá afectado de un diez a un 25 por ciento y que, al impactar en el precio de los alimentos, ese porcentaje habrá trepado un 150 por ciento.

Es imposible imaginar tal escenario sin refugiados climáticos, migraciones forzadas y fuertes revueltas sociales.

Última oportunidad

Se avecina, inexorable, un colapso sistémico global.

Antes de que golpee con toda su potencia existe una pequeña ventana de oportunidad: reconstruir sistemas alimentarios biodiversos y rehacer y valorizar el trabajo agrícola. Esto implica, ni más ni menos, repensar a fondo el lugar de la agricultura dentro de un nuevo paradigma, uno más realista que el sistema imperante, claramente inviable. Uno que anteponga la vida, en todas sus manifestaciones, a la generación y concentración de riqueza.

Para enfrentar los efectos del colapso hay que pasar cuanto antes a sistemas diversificados que garanticen la soberanía alimentaria, que no dependan del mercado externo de commodities, que estén basados en la agroecología y no sean el negocio de unas pocas corporaciones de semillas patentadas dependientes de agrotóxicos. Un sistema que regenere y revalorice el trabajo humano digno, que reduzca a un mínimo el uso de insumos externos, que permita el acceso a la tierra y, sobre todo, que genere las condiciones para que la transición hacia una nueva realidad ecológica y climática sea justa y equitativa.

Fuente: Tierra Viva

Temas: Crisis climática

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