La soberanía alimentaria frente a la mega-minería de litio
"En el marco de un nuevo ciclo de auge de los precios internacionales de las materias primas, la geografía latinoamericana experimentó un profundo proceso de reconfiguración dando lugar a un nuevo orden económico y político de reprimarización, concentración y extranjerización socioterritorial y productiva".
“Ética frente al despojo, binomio contestatario y combate necesario (como entre maíz y gorgojo); pugna impostergable, arrojo al desnudo y sin blindaje, ethos, pasión que desgaje, humano, amoroso beso, y hasta el tuétano del hueso ¡Decisión frente al ultraje!”
Juglar de fiesta y quebranto
G. Velázquez B
Marx para la emancipación del extractivismo
Buscamos detectar y caracterizar prácticas y discursos que den sentido a la soberanía alimentaria como horizonte emancipatorio en territorios rurales atravesados por la mega-minería.
Como explica Machado Aráoz (2017), el extractivismo no es una mera actividad económica de países colonizados, es el conjunto de arreglos institucionales y geográficos que configuran las condiciones estructurales para la acumulación capitalista a escala mundial (“la estructura geometabólica del capital”). La disputa territorial con el extractivismo implica confrontar el corazón que bombea desde hace siglos la sangre de la tierra a la máquina capitalista.
Nos alejamos de cualquier determinismo, y enfatizamos que el sujeto siempre se desplaza entre la externalidad de las circunstancias, históricas, y ser productor de su realidad, lo que a su vez altera su propia subjetividad.
Modonesi (2010), nos invita a pensar los procesos de subjetivación política en un nivel sincrónico, a partir de reconocer combinaciones desiguales de subalternidad, antagonismo y autonomía, que reflejan experiencias de subordinación, insubordinación y emancipación. Es en esa dirección que intentamos captar esos “espacios de esperanza” forjados en torno a la soberanía alimentaria como resistencia, desafío y/o respuesta a las lógicas del capitalismo en su expresión local de la dinámica extractivista.
Extractivismo situado
Es una dinámica global, histórica, intrínseca y fundamental en el devenir capitalista. Su re-actualización es incesante y, si bien la configuración de sus sentidos permea toda la cadena del capital —bienes, trabajo, relaciones, emociones—, es en los territorios de las extracciones donde hallamos la explicitación más llana de esa renovada acumulación por despojo.
En el marco de un nuevo ciclo de auge de los precios internacionales de las materias primas, la geografía latinoamericana experimentó un profundo proceso de reconfiguración dando lugar a un nuevo orden económico y político de reprimarización, concentración y extranjerización socioterritorial y productiva.
Algunos datos ilustran con claridad estas tendencias, y el tipo de actividad extractiva que ahora atraviesa los países de la región. Las naciones del extremo sur de América triplicaron el área de cultivo y quintuplicaron la producción de soja entre 1990 y 2014, hasta alcanzar en conjunto más de 150 millones de toneladas en 60 millones de hectáreas, una extensión más grande que la superficie de Paraguay y Uruguay juntos.
Según un documento de Oxfam, entre 2000 y 2014 “las plantaciones de soja en América del Sur se ampliaron en 29 millones de hectáreas, comparable al tamaño de Ecuador”. Como reflejo de estas prácticas predatorias en la década de 1990 se desató un “boom minero” en el Centro y Sur de América que hizo crecer las exportaciones, duplicándolas en esos años. El aumento no se revirtió ni con el significativo cambio de escenario político regional a partir del 2000, durante el denominado ciclo progresista: la megaminería triplicó sus exportaciones en la década siguiente.
El proceso es nítido en Argentina. La década de 1990 marca un hito del modelo mega-minero, con la sanción del nuevo Régimen de Inversiones Mineras en 1993. Cuantitativamente, tales políticas significaron que entre 2002 y 2012 se pasara de 18 a 614 proyectos de explotación minera. Según el Observatorio de Conflictos Mineros de América Latina, con datos oficiales, son 435 los prospectos mineros existentes en Argentina: 82 por ciento en etapa inicial; un 9.5 por ciento de los proyectos en etapa de factibilidad y operación, mientras que una veintena alcanza ya una exploración avanzada. El territorio afectado por minería atraviesa 183 mil kilómetros cuadrados (7 por ciento de la superficie continental argentina). Son 17 las provincias con proyectos, más allá de legislaciones que limiten la actividad o que estén comprometidas tierras indígenas, áreas protegidas o zonas urbanas.
Catamarca se ha convertido en una jurisdicción emblemática del régimen minero exportador: es sede del primer mega-proyecto de minería a cielo abierto del país, por la transnacional Minera Alumbrera Ltd, con una capacidad de explotación de 180 mil toneladas diarias de roca y un consumo de agua autorizado de mil 200 litros de agua por segundo según Machado Aráoz (2009).
El discurso “oficial” (político y empresarial) del presente opera desde una concepción binaria de los territorios basada en la lógica viable-no viable, “que desemboca en dos ideas mayores: por un lado, la de “territorio eficiente”; por otro, la de “territorio vaciable”, en última instancia, “territorio sacrificable” (Svampa, Bottaro y Sola Álvarez, 2009). Esto es evidencia de ese eco-geno-cidio, más explícito en algunas regiones, más anestésico en otras, nacido de la conquista y el saqueo de América y que funda la institucionalidad y subjetividad moderna que aún nos habita como cultura hegemónica. El desacople de la autoproducción alimentaria, la contaminación concentrada en las grandes urbes, la industrialización de la agricultura, el desplazamiento de comunidades campesinas, la inferiorización de los cuidados socio-afectivos se desata a niveles inconmensurables por la secuencia colonialismo-capitalismo. que pervive hasta nuestros días como profunda “falla civilizatoria’ según afirma Machado Aráoz, 2017.
Soberanía alimentaria, horizonte emancipatorio
En 1996 La Vía Campesina (VC) lanzó al debate público el término “soberanía alimentaria” como respuesta crítica a la Conferencia Mundial sobre la Alimentación que la FAO organizaba en Roma. Desde el organismo dependiente de Naciones Unidas, en el marco de históricas reuniones, se fijó como eje principal la lucha por la “seguridad alimentaria”, definida como “el derecho de toda persona a tener acceso a alimentos sanos y nutritivos, en consonancia con el derecho a una alimentación apropiada y con el derecho fundamental de toda persona a no padecer hambre”. Si bien desde el organismo se hacía mención a las comunidades indígenas y campesinas como sujetos productores de alimentos, el foco de sus intenciones estaba puesto en las lógicas del desarrollo, los mercados y los aportes de la transferencia científica desde una perspectiva occidental.
Desde la VC, la principal articulación de organizaciones rurales de base a nivel mundial, se buscó una “alternativa a los problemas del hambre, la pobreza y la degradación medioambiental y social relacionadas con la producción de alimentos a través de la distribución de poder en la cadena alimentaria”. Mientras que la seguridad alimentaria significa que “cada niño, cada mujer y cada hombre deben tener la certeza de contar con el alimento suficiente cada día”, nada dice esa propuesta respecto a “la procedencia del alimento o a la forma en que se produce” como señala Peter Rosset (2003).
Esto dejó claro que la soberanía alimentaria es un concepto en permanente recreación, que dialoga con las realidades territoriales y las coyunturas políticas. Tal vez, la Declaración de Nyéleni (2007) sea una de las definiciones más acabadas y que mejor sintetiza la densidad de la propuesta:
[…] es el derecho de los pueblos a alimentos nutritivos y culturalmente adecuados, accesibles, producidos de forma sostenible y ecológica, y su derecho a decidir su propio sistema alimentario y productivo. Una estrategia para resistir y desmantelar el comercio libre y corporativo y el régimen alimentario actual, y para encauzar los sistemas alimentarios, agrícolas, pastoriles y de pesca para que pasen a estar gestionados por los productores y productoras locales. La soberanía alimentaria da prioridad a las economías locales y a los mercados locales y nacionales, y otorga el poder a campesinos, campesinas y agricultura familiar, la pesca artesanal y el pastoreo tradicional, y coloca la producción alimentaria, la distribución y el consumo sobre la base de la sostenibilidad medioambiental, social y económica. La soberanía alimentaria promueve el comercio transparente, que garantiza ingresos dignos para todos los pueblos, y los derechos de los consumidores para controlar su propia alimentación y nutrición. Garantiza que los derechos de acceso y a la gestión de nuestra tierra, de nuestros territorios, nuestras aguas, nuestras semillas, nuestro ganado y la biodiversidad, estén en manos de aquellos que producimos los alimentos. La soberanía alimentaria supone nuevas relaciones sociales libres de opresión y desigualdades entre los hombres y mujeres, pueblos, grupos raciales, clases sociales y generaciones.
El extractivismo no sólo pone en jaque lo que desde la lógica del capital se tipifica como “recursos naturales” pues erosiona diversas tramas socio-culturales que caminan en los bordes del modelo capitalista. El capitalismo implica un metabolismo que arrasa el vínculo con la tierra, y el cuidado ecológico urdido en torno a esa comunalidad.
Desde una perspectiva política radical, debemos comprender la disputa de sentidos y prácticas alimentarias como esencia de la democracia en su sentido profundo. “Las resistencias campesinas, alimentarias, ecologistas o fundadas en una economía solidaria entienden que no puede haber soberanía alimentaria si no se trabaja en la democratización del entorno extenso que la puede producir” según Calle, Montiel y Ferré (2010). La disputa por la soberanía alimentaria nos ubica en una esencial lucha por emanciparnos de las lógicas del capital. La soberanía alimentaria encarnada en las prácticas concretas habla en términos de comunalidad y autonomía alimentaria territorial, situada, que se tensiona y coexiste con aspectos soberanos a nivel macro si pensáramos en términos netamente estatalistas.
Nutrir (se-de) el territorio1
Si los grandes trazos del extractivismo nos hablan de daños inconmensurables, la soberanía alimentaria como “régimen sociometabólico otro” respecto al capitalismo nos permite dimensionar con mayor claridad sus impactos. En el caso catamarqueño, los
requerimientos de agua de la explotación minera desplazan las economías domésticas cuyas actividades agrícolas son por completo dependientes del riego, tal como se constata en el valle de Santa María. Son visibles los impactos en la agricultura y la ganadería: degradación de los pastizales naturales con el consecuente despoblamiento de puestos y localidades pastoriles. Son casos emblemáticos Amanao y Vis Vis, en el departamento Belén. La degradación y pérdida de las capacidades productivas también se nota en el departamento Belén, donde según datos de la Dirección Provincial de Riego desde fines de la década de 1990 la superficie cultivada se ha reducido en 2 mil 600 hectáreas. En Andalgalá, según estimaciones de la Estación Experimental del INTA, la superficie cultivada anual descendió de mil 700 hectáreas a principios del 2000 a 800 hectáreas en las últimas campañas. En tanto que para Andalgalá se observa una significativa merma de las unidades productivas, de 800 a 450 explotaciones agropecuarias. En ese departamento, los pequeños productores centrados en la economía local ponen como eje central de sus discusiones frente a organismos técnicos del Estado la cuestión del agua, tanto su disponibilidad como su calidad por encima de otros temas de índole productivo (Ver Machado Aráoz y Rossi, 2017).
Con estos antecedentes, y en el marco de una “fiebre” global por el litio, al menos doce proyectos relacionados están vigentes en la provincia en diverso estado de avance y actividad.2 Un ejemplo insignia de esta nueva minería es el emprendimiento Tres Quebradas (3Q) al oeste de Fiambalá, Tinogasta, área agrícola atravesada por el río Abaucán. En la margen norte de esa “herradura” natural que forman los cerros, hay la intención de explotar el proyecto aurífero La Hoyada.3 En este territorio del denominado bolsón de Fiambalá, aún pervive una intensa actividad agrícola con población rural estable, principalmente vinculada a la producción de vid en unidades familiares, tanto para uva de mesa como para vino.4 Las chacras se caracterizan ser diversificadas: cuentan con variedad de frutales (durazno, manzanas, higo, entre otros), horticultura, granos, pasturas, cultivo de árboles para extraer madera a baja escala, y además de satisfacer el consumo familiar aportan productos para vender (en especial la uva), y para truequear (por otras frutas, verduras y carne).
Esta tensión latente se refleja en los relatos de la Asociación Campesinos del Abaucán (Acampa) en torno a la posible convivencia entre la minería y la agricultura que practican.
Dice Santiago, de Chuquisaca, 69 años: “el gobierno local dice: vamos a apoyar a los productores, pero da apoyo a la minería; sí sabemos que el agote de agua nos va a perjudicar nuestro frutos. Las riquezas que tenemos, no sé cómo llamarles, yo les digo así, tantos yuyos que hay en nuestra zona que son curativos, van a morir; los animales, hay mucha hacienda, y ésas son las riquezas de la gente. Mucha gente en la zona no es empleada del Estado y no es jubilada tampoco. Vive con su ganadito: ovejas, llamas, cabras. Eso a lo último va a fracasar”.
Nicasio, de Medanitos, con 58 años afirma: “aparte del litio, hay muchos proyectos para otros minerales. Una vez que se instalan ahí vamos a tener verdaderos problemas. Todo el agua que se utiliza, eso es de la cordillera. Si sacan el agua allá, ya está”.
Cuenta Helena, de 63 años, habitante de Tatón: “si empiezan con la minería no sé qué va a pasar, cómo vamos a sobrevivir. Toda la contaminación va a llegar. Ojalá no sean los emprendimientos en nuestro pueblo, pero estamos cerca. Ahora es una preocupación, hemos empezado a pensar en los problemas, las enfermedades, y lo que sería si faltara el agua. Estamos acostumbrados a beber agua del río, y lo que cultivamos es con esa agua”.
La minería a gran escala será un perjuicio en tanto afectaría la cantidad y calidad de agua, con la consecuente extinción de la agricultura y ganadería a pequeña escala, entre otras secuelas. Como dejan entrever los relatos, para quienes practican esta economía de subsistencia la presión pone en riesgo su propio modo de relacionarse con la naturaleza. No es la mera desaparición de un oficio lo que está en juego sino una trama compleja que abarca una relación con el alimento escasamente mediada que incluye aspectos bio-físicos (relación entre cuerpo y tierra entendida en sentido pleno) y profundas prácticas e imaginarios culturales en torno al ser con la agricultura.
Comenta Nicasio, de Medanitos: “Se siembra un poco de todo: morrón, zapallito, maíz. Se va probando. Este año he sembrado ajo, cebolla. Hay tomate, zapallo. Se hace acopio para la ganadería, porque tenemos chanchos también. Hay intercambio todavía con los vecinos. Por ahí uno tiene carne, huevo y uno cambalechea. Y las viñas mal que mal se venden, a bajo precio, pero siempre tenés la esperanza el año siguiente”.
Helena, de Tatón, completa: “Tenemos la vid, higuera, duraznero, manzano, granada, nuez, hortaliza, ponemos alfalfa, vicia, papa, maíz, zapallo. Tenemos hermosas chacras. Hacemos dulces, jaleas, aprovechamos la fruta, desecamos la verdura. Eso es una ayuda, da un rédito. Nos quedan los chanchos. Uno lo que tiene es para mantenerse para la familia, y el sobrante por ahí vende, lo cambia. Tenemos la hortaliza para todo el año, para poner la olla todos los días”.
Santiago, de Chuquisaca, comenta: “hortalizas todos tienen. Tenemos durazno, nogales, la higuera, el membrillo, la manzana deliciosa, y el vino, alfalfa. Y truequeamos: capaz yo no tengo higuera y cambiamos con otro que no tiene membrillo; o algún cabrito por pasa de higo”
Mercedes, de Medanitos, con 62 años agrega: “acá se vive mejor que en la ciudad, porque allá si no tiene un bolsillo con plata no va a comer, acá mal que mal tiene un choclo, un zapallo, un tomate que lo cocina y lo va a pasar bien. En cambio en la ciudad lo tiene que comprar todo”
Desde esta identidad de campesinas y campesinos toma densidad la preocupación por el avance de los proyectos mineros. Es la propia subjetividad reflejada en la defensa de esas prácticas agrarias la que expresa su potencial político en antagonismo con la apropiación de la naturaleza. El posible avance de ese modelo extractivo a gran escala no implica solamente el gravísimo riesgo de agotamiento del agua o el desplazamiento de algunas familias; expresa sobre todo la probable erosión de un tejido de sabias relaciones entre humanos y naturaleza que sienten, habitan y producen el lugar para vidas futuras, a manos de quienes ven allí una superficie inanimada a ser ocupada con fines capitalistas excluyentes, como dice Escobar, 2017.
Mercedes de Medanitos nos dice: “nosotros salimos, conversamos con gente que ha sido golpeada por eso. Si sigue la minería, va a llegar un momento dado que ni uva vamos a cosechar. ¿Y los que vienen detrás de nosotros? Uno no puede pensar en sí mismo, sino pensar en las generaciones que vienen detrás”.
Helena, de Tatón agrega: “Sería lindo hacer reuniones, para enseñar, hablar más, porque en la radio poco se habla de esto. Que le cuenten a la gente que no cree, que expliquen”.
Dice Nicasio, de Medanitos: “está la posibilidad de hablar con gente que ya sufre en Belén o Andalgalá. Ya están diciendo cuáles son las consecuencias de la minería, porque la han vivido. Hay gente que espera trabajo de la minera, algún beneficio, eso es pan para hoy, hambre para mañana”.
Socio-metabolismos antagónicos
Los miembros de Acampa manifiestan su conocimiento de los riesgos de la actividad minera por su articulación con afectados de otras locaciones; expresan la incompatibilidad con sus prácticas productivas y la necesidad de ampliar la discusión sobre el tema en las comunidades de la zona. En tanto riesgo latente, la actividad minera en el Bolsón de Fiambalá se perfila como “antagónica” desde la posición de alguna gente organizada en Acampa.
Se explicitan aquí al menos dos tipos de “territorialidades” claramente diferenciadas, que expresan diversos modos de ser-estar en el territorio, y que lo reconfiguran a partir de la subordinación, la insubordinación o la emancipación.
Por un lado, los pueblos que practican una posesión y una producción colectiva de la tierra, o formas más próximas a este tipo de dinámicas, son quienes históricamente han tendido a “sentirse parte de la naturaleza, que si es afectada seriamente también pone en peligro la vida de la comunidad”, como dice Tapia, 2009.
En otro camino, el avance de la propiedad privada, simbolizado en la empresa mega-minera, “cancela las prácticas de reciprocidad o complementariedad”.
Para Modonesi (2010), las diversas instancias de conflicto nunca son puras y se superponen de forma permanente: encontramos rasgos de subalternidad (no existe una resistencia sistemática al aval institucional hacia la actividad minera ni una lucha sostenida contra el discurso hegemónico en favor del sector empresarial que avanza), mientras que sí persisten profundos rasgos de autonomía en las prácticas productivas y socio-culturales de las comunidades campesinas (siembra para subsistencia, trueque, venta de alimentos artesanales, feria de intercambio de semillas). Éstas son las prácticas autónomas que anteceden al potencial conflicto y que son un reservorio clave para la lucha.
La presencia de un discurso enraizado en las prácticas concretas de la agricultura campesina, que sugiere la imposibilidad de convivencia entre las actividades en disputa, plantea un horizonte donde la “soberanía alimentaria” (término clave), nos permite dimensionar una serie de tensiones que afloran allí donde irrumpe el capital extractivista.
Ese embrionario antagonismo pone de manifiesto la lucha por el agua, la tierra, el aire, por los modos de producir, distribuir y consumir el alimento; por las formas de habitar (con) el territorio, es decir ‘socio-metabolismos’ contrapuestos: uno que aún mantiene una flecha del tiempo más armónica con lo circular, con la regeneración de los ciclos de la vida; y otro que se encuentra plenamente fracturado, que va hacia un adelante auto-destructivo. La posibilidad de una práctica política radical emerge allí, en esta conflictividad latente, donde las comunidades defienden su esencial derecho a cultivar la tierra para alimentarse de modo sano y soberano; para conservar una economía agraria con arraigo territorial; para sostener un suelo habitable para las próximas generaciones. A la vista de la larga historia de desplazamiento de las economías campesinas e indígenas, y de la sistemática erosión de la autonomía alimentaria puesta a andar por el capitalismo, entendemos que la defensa de los bienes comunes que hacen posible la vida desde el propio territorio-cuerpo como expresión materializada de la “soberanía alimentaria” nos pone frente a una otra práctica política imprescindible frente a la profunda crisis civilizatoria que atraviesa la humanidad.
Bibliografía:
Á. Calle Collado, M.S. Montiel & M.R. Ferre, “Soberanía alimentaria y Agroecología Emergente: la democracia alimentaria”. Aproximaciones a la democracia Radical. Icaria, 2010.
A. Escobar. Autonomía y diseño. La realización de lo comunal. Tinta Limón, 2017.
L. Hocsman, “Tierra, capital y producción agroalimentaria: despojo y resistencias en Argentina”, en Capitalismo: tierra y poder en América Latina (1982-2012). Continente, Clacso y Universidad Autónoma Metropolitana, 2014.
H. Machado Aráoz, Democracia y capitalismo en los márgenes de las estrategias de vida campesinas a la economía política del clientelismo. Tesis de maestría en Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Catamarca, 2004.
H. Machado Aráoz, “Minería transnacional, conflictos socioterritoriales y nuevas dinámicas expropiatorias. El caso de Minera Alumbrera” en Minería transnacional, narrativas del desarrollo y resistencias sociales, Biblos, 2009.
H. Machado Aráoz, “América Latina y la Ecología Política del Sur. Luchas de re-existencia, revolución epistémica y migración civilizatoria” en Ecología Política Latinoamericana, volumen II, Clacso, 2017.
H. Machado Aráoz & L. Rossi, “Extractivismo minero y fractura sociometabólica. El caso de minera Alumbrera Ltd., a veinte años de explotación”. RevIISE-Revista de Ciencias Sociales y Humanas, 10(10), 2017.
M. Modonesi, Subalternidad, antagonismo, autonomía: marxismos y subjetivación política. Clacso, 2010.
P. Rosset, “Soberanía alimentaria: reclamo mundial del movimiento campesino”. Policy, 9(4), 2003.
J.P. Stédile, “La ofensiva de las empresas trasnacionales sobre la agricultura” en V Conferencia Internacional de la Vía Campesina, 2008.
L. Tapia, Pensando la democracia geopolíticamente. Clacso, 2009.
Ésta es una versión muy recortada de: La ‘soberanía alimentaria’ como restitución socio-metabólica: antagonismo en ciernes frente a la mega-minería de litio. El Bolsón de Fiambalá, territorio en disputa.
La versión completa está disponible aquí
Notas:
[1] El análisis de este apartado resulta de una investigación cristalizada en Colectivo Ecología Política del Sur-CITCA-CONICET-, siguiendo el proceso extractivo minero en la provincia. Incorporamos trabajo de campo de enero de 2017 con entrevistas a campesinas y campesinos de Acampa.
[2] “Hay 12 proyectos más vinculados con el litio en Catamarca” https://goo.gl/ejEeFd (última consulta 02/07/2018)
[3] “Buscamos aportar al desarrollo del pueblo” https://goo.gl/vzJvXR (última consulta 02/07/2018).
[4] Las unidades familiares representan un 60% de la producción del sector en el departamento, con predios de 1.6 hectáreas promedio (Machado, Aráoz, 2004).
- Para descargar el artículo completo (pdf), haga clic en el siguiente enlace: