La responsabilidad de actuar
El doce de marzo de este año, la población ecuatoriana despertó con el anuncio de que se había declarado una emergencia sanitaria para enfrentar la pandemia de Covid-19. Hasta ese momento se reportaban 17 casos positivos en el país. Unos días antes, en cadena nacional, el presidente Moreno anunció sin mayores detalles medidas económicas de ajuste que grosso modo retomaban el tema de los combustibles que había detonado la rebelión popular de octubre. Así comenzó una secuencia de medidas y sucesos de un impacto desmoralizador sin precedentes en la sociedad, tan devastadores como sus efectos económicos.
La declaratoria de emergencia trajo consigo el cierre de ferias y mercados, la restricción casi total de circulación en el país y la obligación de conseguir salvoconductos para transitar con alimentos, la imposibilidad de la venta informal (medio principal de ingresos para un significativo número de personas en este país) y de pequeños negocios (fuente de vida de una población donde el pleno empleo prácticamente no existe). Al miedo a la enfermedad se sumó el miedo mayor al hambre, sobre todo en las ciudades, pero con el tiempo también en algunos sectores rurales.
Más allá del encierro forzado, no se tomó ninguna medida para encarar la pandemia. Hospitales que venían siendo desmantelados en personal sanitario, insumos y equipos desde hace dos años, debieron afrontar todo el peso de la crisis sanitaria, fruto de políticas de larga data, centradas en la curación, la centralización del tratamiento, en el despojo de la gestión propia, local, preventiva de la salud.
Desde el Estado, la carestía de alimentos en las ciudades se enfrentó de manera vergonzosa, entregando raciones de “ayuda” alimentaria fruto de donativos empresariales que incluyeron botanas en su kit o destinando sesenta dólares mensuales (por dos meses) a la población censada como beneficiaria del bono solidario. La banca, eterna ganadora de las políticas estatales de todos los regímenes, no sólo no pagó sus impuestos adeudados (cuyo monto asciende al dividendo de deuda externa que el gobierno decidió pagar por encima de todo y antes que nada), sino que encabezó con la bendición del Estado campañas de recaudación de fondos para erigirse como adalides de la solidaridad.
No cabe aquí el recuento de chantajes legales, políticas lesivas y escándalos oprobiosos de negociados y robos en medio de la emergencia; pero es necesario mencionarlos como el telón de fondo delante del cual se yerguen las iniciativas, los atisbos de posibilidad, los actos de generosidad y decencia encabezados por comunidades indígenas, campesinas, barriales, que brotaron por todas partes, que tejieron su propia narrativa irrefutable, pese al cerco, al asedio y al desprecio.
En el campo, enfrentar la pandemia no sería un asunto individual y anónimo, las estructuras comunitarias se activaron rápidamente; llevan en su ADN, la memoria de otras pestes que diezmaron pueblos enteros. A lo largo del país las comunas cerraron sus puertas, todas las asambleas resolvían y organizaban el trabajo y se preparaban para la contingencia con brigadas de salud, apelando a los viejos saberes en desuso, activando las guardias comunitarias, organizando la solidaridad intra e inter-comunitaria. Poco después buscarían opciones de apoyo a esos muchos familiares que quedaron atrapados y vulnerables en las ciudades. Ante la ausencia de todo, contarían con sus cuidados mutuos.
En las primeras semanas, el auto-aislamiento fue radical, las estrategias de subsistencia parecían operar con eficacia. Sin embargo, en comunidades de la costa, cada vez más dedicadas al cultivo de productos para el mercado, no existía suficiente diversidad de alimentos, la producción de autoconsumo empezó a escasear, necesitaban sacar su producción y empezaron a ser objeto de la especulación de intermediarios. Con el tiempo, también, hubo zonas donde empezó a escasear la semilla para volver a sembrar. Es sorprendente la rapidez con que las decisiones comunitarias y organizativas se fueron reacomodando para garantizar que la vida fluya, que el cuidado se expanda, que el miedo mute hacia trabajo organizado y solidario.
Así, tras el cierre de las ferias, en Cotopaxi se organizó un sistema de distribución de leche para ser donada en la ciudad de Latacunga. Dos meses después, el gobierno local de Cotopaxi, reactivaría parcialmente la feria agroecológica, reorganizándola como feria itinerante que rotaba por diversos sectores en distintos días, para evitar aglomeraciones. Esto permitió un pequeño respiro de ingresos para buena parte de familias productoras. Con la anuencia de los comités de emergencia de sus comunidades, grupos que hacían parte de ferias locales se articularon al llamado de colectivos barriales en Quito, sectores populares donde las cifras de contagio eran alarmantes y combinando acciones de donación de alimentos en unos casos, con la oferta de canastas de producto sano y fresco a domicilio, se activaron circuitos de alimento y economía que instauraron una narrativa distinta, esperanzadora, independiente del supermercado.
En torno a esa compra, se vieron también circuitos de solidaridad urbana: hijos e hijas que hacían el pedido para sus padres viejitos que no podían salir, familiares en el exterior que subsidiaban el abasto de su pariente que acababa de perder el empleo y lo podían hacer porque bastaba hacer la compra por internet o whatsapp.
Las cooperativas urbanas, los colectivos culturales que ya venían resignificando el territorio, que habían empezado a formar ferias en alianza directa con organizaciones del campo, se convirtieron en bisagra clave para abrir paso a esas organizaciones productoras para que el canal directo de la comida sana no pare, pese a que las políticas ejecutadas habían facilitado la exclusividad de comercialización a los supermercados, y se ocupaban de pedir salvoconductos a las camionetitas campesinas, pese a que por decreto no necesitaban presentarlo. A veces, la multa se llevaba la venta del día.
Pero estos circuitos paralelos que se activaron en Quito, además fueron rápidos en acordar protocolos de autocuidado para no contagiarse ni contagiar, ni entre los colectivos, ni entre delegadas y delegados de la entrega de producto campesino, se reportó enfermos.
En Azuay, las organizaciones campesinas se asociaron con el gobierno local que se convirtió en el principal comprador de producto campesino, a través de su empresa de acopio y comercialización. Una parte importante se destinó a la entrega de ayuda alimentaria a familias vulnerables durante al menos tres meses, y otro tanto se comercializó a través de canastas a domicilio.
Pero además, organizaciones campesinas que se quedaron sin su feria, buscaron alianzas con ONGs e incluso con pequeñas empresas locales y se insertaron rápidamente en una dinámica de ventas en línea por canales múltiples, se articularon a un operativo local de reparto, aprendieron muy rápido, ampliaron sus ventas, entregaron producto al por mayor en municipios pequeños, para ayuda alimentaria, entregaron parte de su producción a organizaciones de artistas populares que se habían quedado sin posibilidad de generar ingresos, se articularon con gente que recolecta del manglar para comercializar cangrejos y conchas a precios razonables. Esos ingresos fueron directamente a dar un respiro de ingresos a esas familias que dependen de la recolección para adquirir sus alimentos.
En Esmeraldas se activaron circuitos de intercambio costa-sierra, a fin de asegurar una provisión suficiente y también diversa de alimentos. Organizaciones de la Costa se lanzaron a Guayaquil para combatir la escalada de precios, recorrieron barrios distribuyendo hierbas y otros productos medicinales del campo, creando junto con las organizaciones barriales, las boticas populares. Algo parecido hicieron comunidades andinas, llevando eucalipto, jengibre y alimentos a sus familiares en las grandes ciudades, principalmente Guayaquil.
En la Amazonía, la Confeniae se mantuvo activa con brigadas de salud y alimentos, mientras se producían dos derrames petroleros en menos de un mes, que contaminaron los ríos de los que se abastecen numerosas comunidades. El Estado ausente, miró desde lejos la muerte de ancianas y ancianos, fuente de saber y espíritu mismo de los distintos pueblos. Sin embargo, pese al alto contagio, la mortalidad fue menor que el promedio nacional.
La incertidumbre y la muerte, son hermanas cotidianas del campesinado y para las comunidades, bregar con ellas no es nuevo, pero bregar con ellas y contra el Estado ha sido tarea titánica. No es tanto el miedo a morir, cuanto que quienes se ama mueran en soledad y sus cuerpos no puedan ser despedidos con el afecto y la ritualidad que sus vidas merecían.
Tratar comunitariamente la enfermedad fue un asunto no sólo de falta de otras opciones, fue también una decisión de dignidad en la vida y en la muerte.
La sombra del hambre no se ha ido, los despidos en el campo y la ciudad continúan junto con la precarización sin límites. Este tiempo de dolor ha sido un festín para las élites y una puerta abierta para todas las formas inmorales de corrupción y saqueo. En contraste, las iniciativas autónomas, algunas preexistentes y otras nuevas, se reinstalan con vigor pues para lo que viene por delante las comunidades y organizaciones sólo se tienen unas a otras.
Hay también en marcha, después de octubre, iniciativas articuladoras de carácter nacional que hoy más que nunca merecen ser respaldadas, como la Mesa de Soberanía Alimentaria del Parlamento de los Pueblos, Nacionalidades, Colectivos y Organizaciones Sociales, que se encuentra debatiendo alternativas y demandas para no permitir esa avanzada impune de las oligarquías nacionales y los monopolios internacionales, sobre el derecho al alimento que los pueblos indígenas y campesinos tanto han luchado por proteger.
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