Herramientas y cuidados para recobrar nuestra propia imaginación colectiva

- Milpa o chacra de don Rodolfo Marchena, Puntarenas, Costa Rica. Foto: Paula Cruz

"La paradoja es que todo lo que nos promueve autonomía nos regresa a la comunidad, al cuerpo social, al tejido de nuestras relaciones, a nuestra imaginación, y es lo que nos potencia y nos reconstituye como sujetos, sujetas, de nuestra historia. La autonomía, la libertad, siempre es con otros y otras. La enajenación en cambio, nos aísla siempre".

Atisbando las nociones de subsistencia, inteligencia y saberes de los pueblos “originarios” y las comunidades “campesinas”, núcleo permanente y ancestral de lo que hoy es la cultura, y que es muchísimo más que la ramplona idea de la cultura empatada con lo folklórico, con los “usos y costumbres”, es crucial detallar lo que han tenido que remontar durante milenios —y siguen remontando— las comunidades, rurales, pero también las urbanas (pues serán destinos de los exilios narrados y sin narrar de los núcleos arrancados de su relación con la Naturaleza).

1. Las comunidades viven en una relación estrecha con todo lo que les rodea (mediante una serie de saberes ancestrales y contemporáneos). Esta relación se conoce como territorio, que es el espacio donde todo cobra sentido, el entorno de reproducción y subsistencia (como le llama Jean Robert) [1].

2. Las comunidades ejercen (son) una serie de saberes ancestrales, históricos y contemporáneos (estrategias, técnicas, métodos, intuiciones, sincronías, búsquedas, experimentaciones, certezas, narraciones, experiencias) y actitudes para resolver las necesidades propias, de la familia y de la comunidad misma, como un complejo, que la gente nombra “medios de subsistencia”.

3. Existen todavía muchas comunidades que siguen (en mayor o menor medida) gestionando y resolviendo su horizonte de necesidades y requerimientos, y cultivan, recolectan, conservan, cazan-pescan, resguardan-crían sus semillas, sus cultivares, sus animales, sus alimentos. Es bueno distinguir entre el entorno y los medios o estrategias para lograr la subsistencia, entendiendo que ésta es un complejo proceso por el cual resolvemos por nuestros medios imaginativos acumulados todo lo que más nos importa, lo que es crucial para nuestra vida y sustento, como la alimentación, como la reproducción para nuestros propios fines como colectivo: la creatividad, la imaginación, la cotidianidad y su sinfín de tareas; la salud, el aprendizaje, la justicia y sobre todo la responsabilidad propia ofrecida para tejer una mutualidad. Todo aquello que hoy colectivas feministas o de género, pero también muchas comunidades autogestionarias en campo o ciudad han dado en llamar “los cuidados”.

4. Hace muchos siglos que los amos, los patrones, los terratenientes, los invasores, y luego las corporaciones de todo tipo y en muchas épocas, han intentado que la gente no sea independiente. Se ha empeñado en que la gente entre en un reino de la escasez, de tal suerte que la precariedad orille a la gente común a trabajar para quienes les oprimen.

5. Campesinas y campesinos fueron así sometidos a un trabajo esclavizado, asalariado o rentado (ser aparcero es trabajar una tierra que se renta y que antes tal vez fue suya y se le arrebató. O es de quien la trabaja, pero que ya se vieron orillados a rentarle a los ricos patrones que les contratan para trabajar en su propia tierra, pagándoles jornales de miseria, rentas de miseria. También hay casos en que la gente paga una renta por la posibilidad de trabajar.

6. Dejar de producir los propios alimentos ha ocasionado a lo largo de la historia catástrofes tremendas en todas aquellas poblaciones que no han tenido otra que sufrir esta condición:

- Foto de Paula Cruz.

a. Erosionar los saberes que durante milenios propiciaron la propia subsistencia (y los cuidados que eran el centro más profundo y vasto de la vida). Erosionarlos es una forma light de decirlo. El intento ha sido erradicar esos saberes, borrar la memoria de esta creatividad comunitaria e individual y así generar dependencia y precariedad. Provocar e implantar el olvido, la ignorancia, y normalizar la idea de que la gente tiene que trabajar para otros. La propia solución (la autogestión) siempre ha sido muy amenazante.

Así, conforme se pierde la memoria de modos de mirar, se dice: despojaron de la tierra a una comunidad, como si comunidad o tierra fueran objetos solamente.

¿Qué quiere decir despojaron de la tierra a una comunidad? Despojar de la tierra a una comunidad implica una cantidad impresionante de relaciones que se destruyen de un momento a otro y esa ruptura fundamental, esa enajenación brutal, ese desligar o arrancar de golpe a la gente de sus procesos de convivencia, o que hubieran podido ser conviviales, es justo la violencia que ejerce el sistema capitalista. Cualquier enajenación, cualquier erosión, cualquier menosprecio, cualquier ruptura de los saberes, en aras de una versión deslavada y mezquina del mundo tiene que ver con esa precariedad indispensable, esa deshabilitación fundante de la sumisión que convierte la labor creativa en trabajo obtuso para producir excedentes para otros.

Por eso la idea tan brutal, tan fuerte y tan impertinente que está expresada en la noción del desvalor como la planteó Illich [2]. Es decir que se busque impedir que la gente resuelva las cosas más importantes, las más cruciales, mediante la inventiva individual, o mutua, comunitaria, para obligarla a someterse al imperio de la escasez y luego al vasallaje

Del mismo modo, mediante los saberes cosificados, convertidos a conocimientos normados y comerciables se nos establecen las vastas imposiciones de un solo modo de aproximarnos al mundo.

Nos arrancan de nuestras fuentes de entendimiento con lo que investigamos; nos despojan, menosprecian, erosionan o criminalizan y prohíben nuestros medios más creativos para resolver por nosotros mismos lo que podría dispararnos al centro de un futuro de justicia, creatividad, imaginación y autonomía. Y de pronto queda la gente deshabilitada, anulada, al extremo de pensar que eso es normal, de pensar que somos incapaces, que no podemos hacer nada, y que nuestra condición es obedecer a esa superioridad económica o de los profesionales expertos y más aún la ciencia a la que de hecho el sistema educativo nos acostumbra, pues tal sistema está diseñado para enseñarnos a obedecer y a afirmar que hay alguien arriba y que tenemos que ir trepando para alcanzar otro nivel social [3].

b. La segunda catástrofe es romper el breve espacio de independencia o libertad que los campesinos han reivindicado desde siempre. Pasar de ser campesinos a obreros es un cambio radical en su relación con el mundo. Es pasar de una labor creativa a un trabajo asalariado al que se le extrae plus valor en el caso de los asalariados, o a un trabajo equiparado al de una máquina en el caso de los esclavos. Quien sigue en ese breve espacio de libertad puede aún defender la idea de un mundo en libertad. Y la inteligencia o los saberes para lograrlo.

Quienes trabajan en esclavitud o en un trabajo asalariado, tal vez pueden perder la memoria de cómo lograr esto y sólo buscan mejores condiciones.

c. Si hay ya un cuadro muy fino de lo que ocurrió con la salud-medicina y con la educación-saberes en cuanto a la enajenación de la propia salud y de las relaciones de construcción del saber y sus “herramientas”, tenemos que detallar las condiciones que impuso el capitalismo como guerra contra toda labor independiente. Contra toda labor o proceso que impulse autonomía. En cambio nos promueven la escasez, la visión industrial que busca lo colosal en la escala como única manera de producir ganancias y de robar la posibilidad de que alguien resuelva su propia existencia. Todo mundo debe quedar sujeto de la producción de los dueños para la reproducción del capital.

La catástrofe (que es a la vez agravio) que ahora podemos entender más que nunca antes es que el poder nunca promueve libertad, siempre busca imponer dependencia, ignorancia, sumisión. Cierta tendencia de la ciencia actual ha caído en manos de grupos corporativos que le proponen al mundo mediante un sistema tecnológico industrial una deshabilitación extrema: el despojo de sus estrategias y herramientas más antiguas y eficaces.

La sumisión hoy requiere grados de aceptación, precariedad, fragilidad y normalización nunca antes vistos: gente desprovista de su posibilidad de producir creativamente su comida, su salud, su construcción de saberes, sus mecanismos de justicia mutuos, propios: gente a la que se le impone el desarraigo, que se le avienta fuera de los límites naturales de su entorno; gente fuera de su hogar, es decir, de su territorio; gente ajena a sus saberes más antiguos y a la memoria viva, actual, de gestionar su mutualidad con la gente más cercana (la comunidad) en todas las más variadas actividades. La conexión entre los saberes, los cuidados y la vida misma, se sigue perdiendo como memoria del mundo.

- Foto de Paula Cruz.

Cuando hablamos de los saberes cotidianos ancestrales, o de la profesionalización, la cultura de los expertos y su tecnología, en realidad hablamos de autonomía o del control que nos enajena porque nos aleja del corazón de un fenómeno: del centro mismo desde donde ocurren los fenómenos. En verdad terminamos delegando cuestiones clave a un formalismo, a una norma o un sistema de normas que “desencarnan la decisión” poniéndola fuera de nuestro entorno.

Pero el problema no se resuelve siendo “dueños de los medios de producción” sino ejerciendo todos los procesos implícitos de tal modo que podamos conferirles nuestro sentido, nuestro horizonte, nuestra propia reproducción —que no es lo mismo que la replicación planteada por el capital.

Y es crucial la crítica, más la potestad y el espacio común para ejercerla. Sólo así podremos entender lo que está en juego: su real pertinencia.

El investigador argentino Andrés Carrasco, quien ejerciera su labor científica siempre desde la crítica con una cabalidad irrenunciable, que estudió los efectos del glifosato y su nocividad extrema en las más diversas condiciones, dijo poco antes de su fallecimiento: “El anacronismo de la genética en que se basan los transgénicos exige que se destruyan las matrices complejas (como las de las comunidades campesinas o los pueblos originarios)”. Y es por eso, afirmaba, “que no les importa destruir el tramado ancestral de semillas nativas, sumergido en toda la complejidad de la vida, en ese flujo de conversaciones y potencialidades de siglos” [4].

Carrasco continuaba: “Hay una integralidad de los procesos que los hace únicos a una historia y a un conjunto de circunstancias puntuales. Un fenómeno es indivisible y entraña incertidumbre dialéctica. El laboratorio no puede abarcar la complejidad de la vida. Cuando mucho refleja una metáfora circunscrita de lo que ocurre afuera”.

Salía al paso de una particular corriente de la ciencia, hoy etiquetada como “tecno-ciencia”, que con su visión positivista pretende establecer, implantar, procedimientos controlados de laboratorio donde los pasos metodológicos arrojan resultados “representativos” de una universalidad que subsume toda situación, los tiempos y los espacios todos.

Esta corriente —de grandes credenciales, enorme financiamiento y aplicaciones tecnológicas redituables y presumibles— niega la vastedad y la complejidad que nos circundan.

Carrasco concluía: “Como la metáfora entraña mecanismos activos en producir aplicaciones y una gama enorme de productos, se convence de ser una tecnología, y de que ya con eso se iguala a la ciencia. Entonces asume que sus logros son universales”. Estos llamados logros universales (tan sólo porque cuantificando lo empírico homologan, emparejan, ordenan y pueden producir “objetos idénticos”), les hace creer que hay que promover soluciones idénticas que sirvan como fórmulas generales, “ignorando las condiciones locales específicas, las leyes de la heterogeneidad natural”, los entornos complejos de la vida real, que no son tan fáciles de descifrar.

Y es que ciertas posturas tecno-científicas miden muy superficial o muy grueso (y con pocas modalidades) y confeccionan remiendos que funcionan para replicar al capital pero conllevan infinidad de daños colaterales. Sus efectos son devastadores del ambiente, de la socialidad, de la salud, de la percepción, de la dignidad, de la ética, del pensamiento, de la integridad de los seres y personas. No asumir la responsabilidad por todos estos efectos es criminal, genocida, y su impugnación se torna profundamente política.

Para Iván Illich, lo crucial, en cambio, es la búsqueda de un equilibrio multidimensional de la vida humana. “En cada una de sus dimensiones, este equilibrio de la vida humana corresponde a una escala natural determinada. Cuando una labor con herramientas sobrepasa un umbral definido por la escala en cuestión, se vuelve contra su fin, amenazando luego con destruir el cuerpo social en su totalidad”. Para él no basta impugnar el capitalismo. Hace falta la crítica profunda de lo que él llama “el monopolio radical del modo industrial de producción”. Siguiendo pistas de Marx, insistió en que la sobreproducción y la acumulación desmedida de bienes y servicios, de instrumentos, es decir, de procesos concatenados, tiene efectos catastróficos para el cuerpo social. La lógica inherente a este monopolio “ejerce un control único sobre la satisfacción de una necesidad apremiante, excluyendo el recurso a las actividades no industriales”. Así, se impide el ejercicio (y hasta la imaginación) de alternativa alguna, al punto en que la gente duda de su capacidad para enfrentar la maraña de agravios, conflictos, acertijos y soluciones urgentes a las que se enfrenta.

Esto, en sus versiones más extremas, ha implicado que expertos ajenos interfieran en nuestro quehacer, lo erosionen y juzguen, lo criminalicen (como es el caso de la custodia e intercambio de las semillas). El efecto de este impedimento es que así también se nos deshabilita y se nos hace precarios, dependientes y propensos a la sumisión y la explotación.

El imperio de una misma lógica para idear, conceptualizar, instrumentar, normar y reproducir, representa una erosión y una opresión brutales en casi todos los ámbitos de la vida. Dice Iván Illich:

En la etapa avanzada de la producción en masa, una sociedad produce su propia destrucción. Se desnaturaliza la naturaleza: El ser humano, desarraigado, castrado en su creatividad, queda encarcelado en su cápsula individual. La colectividad pasa a regirse por el juego combinado de una exacerbada polarización y de una extrema especialización. La continua preocupación por renovar modelos y mercancías produce una aceleración del cambio que destruye el recurso al precedente como guía de la acción. El monopolio del modo de producción industrial convierte a los seres humanos en materia prima elaboradora de la herramienta. Y esto ya es insoportable. Poco importa que se trate de un monopolio privado o público, la degradación de la naturaleza, la destrucción de los lazos sociales y la desintegración de lo humano nunca podrán servir al pueblo.

Hay una ulterior ruptura de la temporalidad. Todo se desboca hacia el futuro y se nos impone una disminución de la atención hacia lo paralelo y la sincronía, a lo simultáneo o la series de procesos, a sus ritmos y pulsos, y su interacción. Se borra la complejidad, la acumulación de procesos-tiempos que interactúan entre sí.

Se desprecia el pasado. Se pierde la pertinencia de aprender de la memoria, la experiencia y sus historias.

Illich pudo darle cuerpo a la dimensión vertical de la globalización, que llamaremos enormidad: ese altísimo y entreverado edificio de procesos producidos sin freno por el capitalismo, su tecno-ciencia y su lógica industrial; un tramado de mediaciones institucionales, disposiciones y dependencias que disloca decisiones y estrategias, que desplaza a las personas y las comunidades de la centralidad que debían tener para incidir en su propia vida, en sus relaciones íntimas y en su posibilidad de transformación concreta —pero también imaginativa y abstracta— de su circunstancia.

Impugnó la cultura del progreso y las seudo soluciones institucionales con sus esquemas, estándares y estrategias de desarrollo económico, y rechazó toda privatización de los ámbitos y bienes comunes de la humanidad.

Detalló la devastación inherente a esa lógica industrial que violenta las escalas y los límites naturales de dimensiones críticas de la vida. Planteó la necesidad de redefinir las herramientas —ya no en función de sacralizar la productividad industrial sino en tanto nos desligan del cuerpo social o nos potencian la creatividad social y los lazos de convivencia.

Empleando el término herramienta “en el sentido más amplio posible, como instrumento o como medio, independientemente de ser producto de la actividad fabricadora, organizadora o racionalizante de los humanos”, dijo Iván Illich:

La herramienta es inherente a la relación social. En tanto actúo como humano me sirvo de herramientas. Según que yo la domine o ella me domine, la herramienta me liga o me desliga del cuerpo social. En tanto que yo domine la herramienta, yo confiero al mundo mi sentido, cuando la herramienta me domina, su estructura conforma e informa la representación que tengo de mí mismo.

La herramienta convivial es la que me deja mayor latitud y el mayor poder para modificar el mundo en la medida de mi intención. La herramienta industrial me niega ese poder; más aun, por su medio, es otro quien determina mi demanda, reduce mi margen de control y rige mi propio sentido.

- Foto de Paula Cruz.

Pero tampoco podemos entronizar la herramienta convivial como una cosa que podemos botar y aventar. Es importante que ubiquemos que cualquier herramienta es en sí un proceso. Illich lo dice expresamente. Y como proceso implica un tejido, un entramado de relaciones. Cada herramienta, incluso una jarra, no es nada más una jarra, es una herramienta efectivamente, pero implica un tejido de relaciones que puede exceder de pronto un umbral crítico que la desnaturalice o puede no excederlo. Las herramientas pueden desligarnos del cuerpo social o nos pueden regresar y remitir al cuerpo social.

Para Illich, lo nocivo, lo enajenante, es lo que nos disloca, y nos arranca de nuestra circunstancia impidiéndonos la autonomía de nuestra creatividad e imaginación individual y colectiva propias, y nos establece o nos impone mediaciones o dislocaciones.

La paradoja es que todo lo que nos promueve autonomía nos regresa a la comunidad, al cuerpo social, al tejido de nuestras relaciones, a nuestra imaginación, y es lo que nos potencia y nos reconstituye como sujetos, sujetas, de nuestra historia. La autonomía, la libertad, siempre es con otros y otras. La enajenación en cambio, nos aísla siempre.

***

La enajenación de la ciencia moderna comienza por suponer que su reflexión y su propia manipulación están fuera de los procesos. Que pueden situarse en una torre de control desde donde la mugre no hiede y la incertidumbre no pesa. “Pero los campesinos trabajan con lo que nunca es totalmente predecible, con lo emergente”, dice John Berger en “The ideal palace” [5].  Los campesinos entienden muy bien sus propias dimensiones y alcances, y como tal, saben que, incluso cuando son agentes de una transformación, siempre tienen que lidiar con algo ‘mucho más allá de ellos’, con algo “mucho mayor que ellos”. Sobre todo, están conscientes, saben que, aun siendo mayor que ellos, aun cuando los rebase, en realidad ellos mismos “están inmersos en ese proceso que buscan entender”.

En su integralidad, en su modestia, la visión campesina retornará siempre a lo asequible. No buscan desterrar lo invisible, sino arroparlo. ”Los campesinos no creen que el progreso reduzca las fronteras de lo desconocido”, dice Berger, “porque no aceptan el diagrama estratégico que implica tal aseveración. En su experiencia lo desconocido es constante y central: el conocimiento lo rodea pero nunca lo eliminará”.

Asumiendo plenamente el misterio y la incertidumbre que entraña, los pueblos originarios, herederos de tradiciones campesinas del cuidado, arroparán el mundo como un cuerpo vital, al que hay que cuidar porque es nuestro propio cuerpo distendido hasta los resquicios más recónditos del universo. Y esos cuidados, tarde o temprano, son indispensables para que la vida siga su curso.

Parafraseando al Comité Invisible, para que la vida siga su curso requerimos asumir “el territorio de nuestra resistencia”: los entramados materiales y simbólicos que habitamos a plenitud, donde estamos inscritos, donde somos. “Lugares vivos por los que sentimos apego, situaciones de vida que nos conciernen, vínculos que nos hacen y deshacen. Todo lo que nos afecta, nos concierne y nos apasiona, nos sostiene o nos ata a la vida. Ese tejido es nuestro aquí y ahora”. Proponer desde ahí siempre nos remitirá a la gente con la que cohabitamos, gente a la que podemos interpelar y que puede interpelarnos. Esa herramienta será siempre el primer paso. 

Notas:

1. Jean Robert. Los cronófagos. De próxima aparición, Le temp qu’on nous vole. Sueil, 1980.

2. Iván Illich, El trabajo fantasma, Obras reunidas, volumen 2, Fondo de Cultura Económica. México 2008.

3. Todas las citas de Iván Illich de aquí en adelante provienen de La convivencialidad. Joaquín Mortiz/Planeta, México, 1974.

4. Comunicación personal

5.  John Berger: Keeping up the rendez-vouz, Londres, Vintage, 1992.

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Fuente: Biodiversidad, sustento y culturas #105

Temas: Saberes tradicionales

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